lunes, 26 de agosto de 2013

ser y no ser


301 años desde que fuera nombrada capital imperial por Pedro I, la ciudad que pugnara por ser el corazón del país, su capital administrativa, podría haber logrado en la actualidad algo que a aquel zar habría agradado más: ser un pie puesto en otro lugar, acaso en Venecia o Estocolmo. A cambio, el turismo ha traído de esas mismas ciudades una reubicación mental de lo que sus más renombrados edificios significaran durante siglos, y así, si en San Petersburgo el Palacio de Invierno que fuera, durante dos siglos, residencia oficial de los zares, es hoy territorio invadido a diario por miles de personas dispuestas a recorrer el museo Hermitage que alberga en la actualidad, en Moscú uno no termina de creerse que el Kremlin que recorre como quien un parque temático fuera, hace nada, guarida impenetrable de dictaduras sanguinarias. O que la expedición de jubilados estadounidenses que transita plácidamente por el Museo de la cosmonáutica lo haga apenas unas décadas después de que todo lo que en él se expone fuera concebido como un arma más de la guerra fría contra su país. Cuenta Luis Matías López en La huella roja cómo el astronauta Serguéi Vasílievich Avdéyev describía la primera ley que conviene observar en el espacio -“si coges algo, luego debes dejarlo en el mismo lugar y en la misma posición en que lo encontraste”. 

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