301 años desde que fuera nombrada capital imperial
por Pedro I, la ciudad que pugnara por ser el corazón del país, su capital
administrativa, podría haber logrado en la actualidad algo que a aquel zar
habría agradado más: ser un pie puesto en otro lugar, acaso en Venecia o
Estocolmo. A cambio, el turismo ha traído de esas mismas ciudades una
reubicación mental de lo que sus más renombrados edificios significaran durante
siglos, y así, si en San Petersburgo el Palacio de Invierno que fuera, durante
dos siglos, residencia oficial de los zares, es hoy territorio invadido a
diario por miles de personas dispuestas a recorrer el museo Hermitage que
alberga en la actualidad, en Moscú uno no termina de creerse que el Kremlin que
recorre como quien un parque temático fuera, hace nada, guarida impenetrable de
dictaduras sanguinarias. O que la expedición de jubilados estadounidenses que
transita plácidamente por el Museo de la cosmonáutica lo haga apenas unas
décadas después de que todo lo que en él se expone fuera concebido como un arma
más de la guerra fría contra su país. Cuenta
Luis Matías López en La huella roja cómo el astronauta Serguéi Vasílievich
Avdéyev describía la primera ley que conviene observar en el espacio -“si coges algo, luego debes dejarlo en el
mismo lugar y en la misma posición en que lo encontraste”.
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