Masha, Irina y Andrei Projórov empiezan el segundo acto
de Tres hermanas (1901) como si quisieran volver al primero. Tras atravesar las
primeras 23 páginas lamentando su tedio, hecho de una natural inclinación a no
trabajar, Olga “está siempre trabajando
en su consejo pedagógico”. Masha recuerda con pesar cómo la casaron a los
dieciocho años con un profesor que entonces le parecía “extraordinariamente erudito, inteligente e importante”. Todo lo
que ahora ya no. Irina dice venir de ser grosera y estúpida al contestar
secamente a una mujer que acaba de perder un hijo, cómo su trabajo en telégrafos
carece justo de “lo que ella quería, lo
que era mi sueño, poesía, ideas…”. Andrei lamenta haberse convertido en
secretario de la administración local de Protopópov, mientras sueña, como si
durmiera encima de ese muro, con ser catedrático en Moscú. Su esposa, Natasha,
tampoco ha perdido el tiempo, convertida en una burguesa mediocre, temerosa y
egoísta, a la que pudiera no importarle siquiera, en su abotargamiento, que su
marido pierda noche tras noche en el casino. Y mucho menos que, contagiado de
estupidez, la describa en el tercer acto como un persona “magnífica, honesta, franca y noble”.
Y sin embargo, es a él –pusilánime, cegado- a quien
Chéjov encomendó la definición menos acomplejada, más libre, del mundo, ya sea
vía una mirada específica –“algo hay en
ella que la rebaja hasta el nivel de un animalillo insignificante, ciego, áspero.
En cualquier caso, no es un ser humano”- o más amplia –“nuestra ciudad existe desde hace doscientos años, tiene cien mil
habitantes, pero no hay uno solo que no se parezca a los demás… Se limitan a
comer, beber, dormir… Luego mueren, y nacen otros que también comen, beben y
duermen y, para no reventar de aburrimiento, adoban su existencia con el
chismorreo, el vodka, los naipes, los pleitos… Las mujeres engañan a sus
maridos y los maridos mienten, fingen que no ven nada ni oyen nada… Los hijos
crecen bajo el yugo de una influencia irremediablemente chabacana, la chispa
divina se extingue en ellos y se convierten, como sus padres y sus madres, en
sórdidos cadáveres parecidos los unos a los otros”.
De no morir tan joven, Chéjov, que en 1890 viajó hasta la
isla de Sajalín, en el pacífico, para escribir sobre la colonia penitenciaria
que allí quedara como un fósil, y que hubiera viajado años después, condenado
por Stalin, hasta Siberia, habría podido, de no saberlo aún, entender del todo que
tras la muerte lenta que allí viera –negligencia, desdén, impotencia,
desesperanza y miseria- solo esperaba uno de esos futuros negligentemente
pensados que sus personajes pugnaran sin cesar.
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