miércoles, 28 de agosto de 2013

preferiría que me leyeran


Nacidos con apenas dos años de diferencia, separados por miles de kilómetros, Melville y Dostoyevski vivieron vidas próximas en desdicha, y si Melville vivió para leer acaso la primera traducción al inglés de Crimen y Castigo, es dudoso que Dostoyevski llegara a leer en ruso Moby Dick. Siendo ambos víctimas del desprecio, cuando no, en el caso de Dostoyevski, del castigo severo por lo escrito, en un periodo de seis años produjeron opuestas traducciones de un tema que ambos experimentaron hasta la amargura: el sentirse escritores a merced de fuerzas que les ignoraban o les embestían a ciegas. Y si la ira volcada por Dostoyevski en Un episodio vergonzoso (1862) es comprensible, asombra la compasión profunda que Melville volcara en Bartebly (publicada en su forma definitiva en 1856) hacia los dueños del destino de los infelices, dado que por entonces ya había experimentado el traumático desdén con que su obra maestra fuera recibida dos años antes. La vida paralela de ambos escribientes –Pseldonimov en Dostoyevski, y Bartebly en Melville- empieza y acaba en la misma parálisis, en la misma fragilidad absoluta y sin salida que les aboca a un destino al que improbablemente tienen la más mínima objeción, ni fuerzas para intentarlo ni apoyos en que pensarlo. Incluso antes de trabajar durante casi veinte años en una notoriamente corrupta oficina de aduanas en Nueva York, Melville debía saber que de los dos extremos planteados en su relato, el más evidente –Bartebly- era el menos fantástico de ambos, que el abogado compasivo y extremadamente humanitario que acogiera a aquel en su oficina, y se ofreciera a hacerlo en su casa, no necesitaba viajar hasta el relato de Dostoyevski para encarnarse más fiable, más verídicamente, en el vergonzoso consejero de estado Ivan Ilich Pralinski. Y sin embargo, el patetismo y la impunidad que atraviesan la novela de Dostoyevski son, en Melville, relato conmovedor del afecto que viaja de quien no debía sentirlo hacia quien no podía permitirse rechazarlo. La tumba del escribiente Dostoyevski en San Petersburgo parece pagada por aquel abogado. La de Melville, en el Bronx, discretamente tolerada por Pralinski. 

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