Nacidos con apenas dos años de diferencia, separados
por miles de kilómetros, Melville y Dostoyevski vivieron vidas próximas en
desdicha, y si Melville vivió para leer acaso la primera traducción al inglés de
Crimen y Castigo, es dudoso que Dostoyevski llegara a leer en ruso Moby Dick. Siendo
ambos víctimas del desprecio, cuando no, en el caso de Dostoyevski, del castigo
severo por lo escrito, en un periodo de seis años produjeron opuestas
traducciones de un tema que ambos experimentaron hasta la amargura: el sentirse
escritores a merced de fuerzas que les ignoraban o les embestían a ciegas. Y si
la ira volcada por Dostoyevski en Un episodio vergonzoso (1862) es
comprensible, asombra la compasión profunda que Melville volcara en Bartebly
(publicada en su forma definitiva en 1856) hacia los dueños del destino de los
infelices, dado que por entonces ya había experimentado el traumático desdén con
que su obra maestra fuera recibida dos años antes. La vida paralela de ambos
escribientes –Pseldonimov en Dostoyevski, y Bartebly en Melville- empieza y
acaba en la misma parálisis, en la misma fragilidad absoluta y sin salida que les
aboca a un destino al que improbablemente tienen la más mínima objeción, ni
fuerzas para intentarlo ni apoyos en que pensarlo. Incluso antes de trabajar
durante casi veinte años en una notoriamente corrupta oficina de aduanas en
Nueva York, Melville debía saber que de los dos extremos planteados en su
relato, el más evidente –Bartebly- era el menos fantástico de ambos, que el
abogado compasivo y extremadamente humanitario que acogiera a aquel en su
oficina, y se ofreciera a hacerlo en su casa, no necesitaba viajar hasta el
relato de Dostoyevski para encarnarse más fiable, más verídicamente, en el
vergonzoso consejero de estado Ivan Ilich Pralinski. Y sin embargo, el
patetismo y la impunidad que atraviesan la novela de Dostoyevski son, en
Melville, relato conmovedor del afecto que viaja de quien no debía sentirlo
hacia quien no podía permitirse rechazarlo. La tumba del escribiente
Dostoyevski en San Petersburgo parece pagada por aquel abogado. La de Melville,
en el Bronx, discretamente tolerada por Pralinski.
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