Cosas que ver viajando por las poblaciones rurales al
noroeste de Moscú: sus bosques frondosos de abedules y pinos que llevan hasta
el primero de sus pueblos, Sergiev Posad, y que se alternan con llanuras
inmensas salpicadas de hileras de casas de madera, no pocas de ellas derruidas,
a las que solo el diseño de sus marcos y la inclinación de sus tejados
distinguen del paisaje norteamericano de las carreteras de Mississippi o
Alabama. El tronco de árbol tallado y pintado que espera a la salida de un
cambio de rasante, simulando ser un coche de policía. Los tres hombres que
entran súbita, discretamente en la catedral del monasterio de San Eutimio, en
Suzdal, y cantan en el altar para los seis que estamos, como si no hubiese
restauración posible mejor ejecutada que esa. Los manzanos repletos por
doquier, también en el Monasterio Goritsky, en Pereslav-Zalessky, donde todo el
paseo está adornado por el perfume dulzón que exhalan las innumerables manzanas
que se pudren en el suelo a la sombra de sus copas. El lago inmenso e inverosímilmente
inmóvil a la llegada a Rostov-Veliky. El craquelado de las nubes y la luna,
llegando de noche a Suzdal tras la luz pictórica del Volga reflejada en Clyos. Los
puestos enormes de peluches no menos gigantes, situados junto a moteles de
camioneros en el tramo de carretera que va desde Vladimir a Moscú. El inglés
que se habla con las manos por doquier.
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