Ha de existir una razón para que, ubicado en
la misma plaza de Moscú que el Bolshoi y su sucursal pequeña, el Teatro
académico de la juventud rusa sea el único de los tres que ofrezca
representaciones en agosto. Y de las dos posibles, una tira hacia atrás –su
programa, que incluye un ballet diario, hasta conformar siete opciones
distintas, lo que no se hace en ningún teatro solvente- y una hacia delante
–los magníficos carteles que decoran el hall, con obras de Shakespeare, Chéjov
o Stoppard. Desdichadamente tarde, solo en Madrid descubre uno que ambas
coexisten. Y que si estos días puede uno asistir allí a un Romeo y Julieta de
una estética ramplona que más merecería la primera versión que Prokofiev
terminara en 1935 y que pasmosamente… terminaba bien, acaso anticipando lo que
el propio Prokofiev iba a padecer “cuando,
fallecido el 5 de marzo de 1953, no se pudo publicar la noticia porque
exactamente el mismo día murió stalin, y las autoridades soviéticas no quisieron
que nadie le robase ni una pizca de gloria (ni siquiera póstuma).”, según escribe Luis Matías López, también ha de ser posible ver cosas tan
magníficas como la trilogía La costa de la utopía, de Stoppard, que ese mismo
teatro trajera a Madrid a finales de 2011. Dado que, como aquí con la zarzuela,
la gente no para de hablar durante la representación, acaso insospechadamente
somos afortunados, dado que cabe la posibilidad de que lo que digan coincida
con lo que pensamos. En la imagen, el lago actual en el que Tchaikovsky se
inspirara para ubicar en él sus cisnes.
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