Un museo lo suficientemente grande da para ver escenas
valiosas sin necesidad de mirar una pared: siempre hay gente que parece estar
hablando sola, hasta que uno descubre el grupo, más o menos desperdigado, que
le sigue, provisto de auriculares. Los hay que duermen en los bancos, exhaustos,
cerca de lienzos patrióticos que llaman al levantamiento popular. Otros asisten,
aunque despiertos, derrumbados, a una escena bélica sembrada de cadáveres. Hay
quienes se acercan tanto a los cuadros como si pudiera olerse lo que muestran;
los que pasan por el área egipcia como si fuera un movimiento más de vanguardia
que hubiera durado lo que sus momias exhibidas; los que, ya cerca del final,
pasan raudos por los cuadros de Malévich como si pensaran que éste parece ser
el primero en entender cómo, a esas alturas del Hermitage, las obras que se ven
mejor son las que se ven igual de bien de lejos. Un grupo de japoneses parece
recorrer sus salas como si estuvieran moralmente obligados a saber. Uno de
italianos parece estar buscando la salida en cada sala. Lo que importa a un
grupo de alemanes jubilados que se apila en un pasillo parece imposiblemente lo
mismo que lo que haya traído aquí hasta aquí a uno de jóvenes españolas. Un
nutrido grupo de personas mayores estadounidenses recorre las salas del museo
de la cosmonáutica en Moscú, y cerca del final se encuentran misiles muy
parecidos a los que, hace cincuenta años, aterrorizaran su adolescencia cuando
la crisis de los misiles de Cuba. El recorrido por el Peterhoff, residencia
imperial hasta XX, revela una sala repleta de retratos de mujeres jóvenes,
algunos de cuyos gestos parecen sugerir que quien encargara los cuadros hubiera
coleccionado a las modelos antes de coleccionar sus retratos. Celosamente
vigilada, no poder hacer fotografías en esa sala indica más una cuestión de
moral que de patrimonio. Para quien quiera ver esa sala, o una idéntica, sin
viajar hasta San Petersburgo, aún puede verse, en cines, estos días La mejor
oferta, de Tornatore.
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