domingo, 11 de mayo de 2014
suite para D.
D. que vivió en la pza. de Cascorro, en pleno centro de Madrid, lo hace ahora en Södermalm, al sur del Gamla Stan, el casco antiguo de Estocolmo. Entre ambas, hizo escala en Frankfurt y en La Haya. Soporta con estoicismo y buen humor la transformación de mi conversación en interrogatorio etnográfico, habla cuatro idiomas, y un quinto que viene, a la vez, del tocadiscos y de él. Rachmaninov, Chopin o Liszt tienen, escuchados junto a él, una voz más clara, la de un narrador que acompañara eventualmente lo que la partitura dice, música leída además de escuchada. Tras un año sin coger la guitarra, toca de memoria una suite para cello, a Turina, a Falla, a Tárrega. Te ayuda a seguir el pentagrama por el que discurre Bach. Su entusiasmo tiene las formas de la pedagogía: te parece que a pesar de haberlos oído muchas veces, escuchas a Barber, a Monteverdi, a Stravinsky como raramente los oíste antes.
En un juego ciego, que consiste en escuchar música de cine sin saber qué se escucha, el tema principal que Howard Shore compusiera para The Fly le sugiere el amor que se sobrepone a un poder inmenso, maligno, totalitario. Es la misma capacidad magnífica de hallar significados, incluso si más o menos reconocibles, que reúne, en las mismas fechas, un ciclo de conciertos en una de las salas del Carnegie Hall, en Nueva York, que bajo la dirección de David Lang reúne músicas de Liszt y Adams, Cage y Rachmaninov, Britten y Pärt en programas agrupados en categorías más o menos explícitas –heroísmo, espíritu, amor/pérdida, viaje, folclore y memoria. Hecho del mismo aire al tiempo nuevo y sabido, redescubierto y confirmado, el primer pájaro –una urraca- que veo al bajar del barco que lleva a Sandön, una de las islas más al este del archipiélago sueco que se abre al Báltico, es el mismo que viera al salir de mi casa de Madrid, hace unos días, a 2.600 km.
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