Oficialmente neutral en las dos guerras mundiales del siglo XX, pese a que enviara voluntarios suecos a invadir Rusia bajo bandera nazi, a quienes luego suministraría materias primas, el Museo de la guerra, en Estocolmo, no pierde el tiempo en aspirar simultáneamente a ambos lados del relato: lo primero que uno ve en el recorrido (y qué más clara imagen de su contenido que empezar en la planta tercera e ir bajando) es un diorama, a tamaño real, de unos primates asesinando a otro idéntico a ellos, sin que los uniformes inexistentes difuminen el mensaje: un museo de la guerra es uno acerca de lo más profundo e instintivo de la conducta humana. En una vitrina a escasos metros, justo delante de una ojiva nuclear, una quijada animal de gran tamaño reluce, en su color hueso, entre alfanjes, hachas, puñales, arcos, pistolas y metralletas.
En un museo donde el dolor humano está generosamente expuesto a escala 1:1, el pudor que evita representar un solo muerto de cualquiera de las guerras mundiales, sea en una trinchera o en un campo de exterminio, sacia sus posibilidades en las salas dedicadas a los siglos XVIII y XIX, donde los cuerpos de los soldados suecos congelados en la estepa rusa, el de un infeliz consumido por la disentería mientras su mujer, justo al lado, cruza ya miradas de complicidad con un soldado vivo que asegure el futuro de su hijo, o el de una mujer con la mirada enloquecida que arranca jirones de piel de un caballo carbonizado y putrefacto hielan la sangre por su verismo, por cómo la mirada ya inmóvil o afiebrada te mira desde la misma altura y tan cerca como oses acercarte.
Tratados los
hombres como objetos intercambiables a merced de razones que más frecuentemente
nos confunden más que nos separan, incluso los objetos que menos se diría
sirven para mutilar o matar acaban contando la misma historia de sumisión y
mezquindad con que millones de hombres son enviados a morir en nombre de una
tela, de un emblema real o un mandato parlamentario: las guerras que se mueren
con las botas puestas llevaban, en la Suecia de 1690, el sello literal de quien
las ordenaba iniciar o perpetuar: pues el rey tenía la última palabra en lo que
a aprobación del calzado de las tropas se refiere, una bota de caballería había
de llevar el sello real en su suela. Expuesta junto a ésta, una segunda bota,
ésta de infantería, llevaba en 1763 los sellos respectivos de los cuatro
estados en que se dividía el país entonces. En otra de las salas puedes sopesar
tres armas distintas, entre ellas una metralleta, parecida a la que sostenías
de niño cuando jugabas. Y la sensación es esa misma: no la de sentirte más
hombre, sino más niño: en manos de un juguete más, como lo sea una ambición
imperial o una revancha histórica. En los mismos días, el Museo sueco de la
fotografía –Fotografiska- exhibe dos exposiciones temporales sobre la convivencia
entre hombres animalizados y criaturas indefensas convertidas en herramientas
de aquellos: la retrospectiva sobre Roger Ballen y su grotesca ilustración de
lo humano, y la que, sin un ápice de ficción, muestra en las imágenes de
Stephanie Sinclair los matrimonios que, en medio mundo, aún permite a hombres
desposar a niñas, violarlas o matarlas sin que esa guerra parezca perderse.
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