Contado el mérito
que conduce a un premio Nobel como si se tratara de un breviario de los Oscars,
uno olvida buscar entre los libros que alberga la exigua tienda inserta en el
Museo Nobel el de Kjell Espmark, publicado en Suecia en 2001 y en España siete
años después. Es así, al leerlo de vuelta en Madrid, cuando uno accede
realmente a un museo sobre el tema, que es decir también acerca de quienes
pierden en el área literaria, aunque la lista de olvidados sea, en sí,
Pamukianamente, un Museo de la culpabilidad –Tolstói, Ibsen, Proust, Kafka,
Joyce, James, Borges. Espmark, que presidió el Comite Nobel durante 17 años, tarda poco en descifrar la
desafortunada peripecia que acompañara a su concesión durante no pocos años –“la historia del premio de literatura aparece
como un intento de interpretación de un testamento poco claro”. Empuñado el
microscopio por las muy conservadoras manos del secretario perpetuo de la
Academia literaria Sueca durante treinta años –Carl David af Wiersen-, el
dictamen patrocinado por la fortuna que Alfred Nobel dejara a disposición de la
excelencia podría haber premiado y desdeñado con la misma fidelidad a su última
voluntad como si ésta hubiera sido leída boca abajo.
Asimilada la
palabra “ideal” a “idealista”, dotada así de un “contenido dogmático que Nobel jamás había previsto”, Espmark
resume la posibilidad, citada en una carta de un gran amigo de Nobel, de que
éste fuera anarquista y que al notar en su testamento el reconocimiento del
“ideal” se refiriera a “aquello que
adopta una postura polémica o crítica respecto a la religión, a la monarquía,
al matrimonio, al orden social en general… una interpretación dentro de la
lealtad al trono, al altar y a las condiciones sociales de la época, se
compadece mal con un testador apropiado del idealismo utópico y el espíritu
rebelde de Shelley y que además aborrecía a los curas”. Wiersen, que leyó
mal, y apartó del premio, a quienes tan sencillo es leer bien -Strindberg,
Ibsen, Zola, Tolstói o Spencer-, mal podía leer adecuadamente a Nobel, al cabo
no un escritor sino un químico. Cierto que Wiersen y sus correligionarios
escondían poco –entre los académicos de 1897 había un obispo. Solo ocho años
antes había afirmado en una carta su ambición de “conservar la Academia como un baluarte de la moderación y el
conservadurismo frente a la extravagante ruptura a la que hoy asistimos”.
Acaso era
imposible que Wirsen, al igual que tantos hombres que salieron de la era
decimonónica como de un parnaso de clases y reglas clara, definitivamente
establecidas, no viera en la fortuna legada por Nobel el rasgo más obvio del
gran dinero, entonces y hoy: el conservadurismo a que se obliga el poder que
confiere. Incluso si explícitamente aclarado en el testamento, “idealista” solo
podía ser leído en 1896 como una expresión de lo que aspiraba a preservar y no
a subvertir. Ni tan siquiera lo que hoy es claro –que el rostro de Nobel
aparece en las fotografías como el de un revolucionario ruso- podía ser ligado,
sin sonrojo de las clases altas europeas de entonces, al de Carl Marx,
fallecido trece años antes. Espmark cita resoluciones acordadas en las
deliberaciones previas al fallo de cada año, hasta que el Informe para una
Academia se lee como si fuera el que Kafka escribiera en 1917 sobre un simio
que recorre los circos de Europa demostrando los conocimientos adquiridos desde
que fuera extraído de la selva.
Spencer era calificado
en 1902 “el paladín más importante del
agnosticismo en el mundo moderno”; Ibsen, desechado por el negativismo de
sus obras recientes; las simpatías republicanas de Carducci felizmente “no le habían impedido adherirse a la
monarquía italiana”; Tolstói era culpable de “rechazar el derecho de castigo del estado, incluso el propio estado,
predicar un anarquismo teórico, reinterpretar el nuevo testamento de manera
arbitraria en un espíritu medio racionalista y medio místico, y finalmente
negar seriamente el derecho a la defensa propia y legítima tanto a individuos
como a naciones”; y el naturalismo de Zola, culpable de “desalmado y con frecuencia, groseramente cínico”. Todo en un
mismo año. Tres años más tarde, un
protagonista de una novela de Sienkewicz “se
deja engañar al principio y combate a su legítimo rey, pero luego se retracta y
recupera su honor perdido realizando hazañas al servicio del orden social
legal”. En el mismo informe en que se justifica el premio otorgado, se dice
de éste que “está camino de dejar atrás a
Tolstói”. En 1907 se celebraba de Kipling su ideología “teñida de un temor de dios bíblico” y ser un “abanderado de la obediencia a las leyes y de la disciplina”. Incluso
en 1938, superada la época paleozoica de Wirsen, llegó a discutirse a Margaret
Mitchell, autora de Lo que el viento se llevó. Si aquel no saltó de la tumba
entonces, debió morir una segunda vez al escuchar en 1947 que el premio a Gide
celebrara que éste perteneciera “a la
especie de los perturbadores del orden”.
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