sábado, 17 de mayo de 2014

El jurado como dinamita



Contado el mérito que conduce a un premio Nobel como si se tratara de un breviario de los Oscars, uno olvida buscar entre los libros que alberga la exigua tienda inserta en el Museo Nobel el de Kjell Espmark, publicado en Suecia en 2001 y en España siete años después. Es así, al leerlo de vuelta en Madrid, cuando uno accede realmente a un museo sobre el tema, que es decir también acerca de quienes pierden en el área literaria, aunque la lista de olvidados sea, en sí, Pamukianamente, un Museo de la culpabilidad –Tolstói, Ibsen, Proust, Kafka, Joyce, James, Borges. Espmark, que presidió el Comite Nobel durante  17 años, tarda poco en descifrar la desafortunada peripecia que acompañara a su concesión durante no pocos años –“la historia del premio de literatura aparece como un intento de interpretación de un testamento poco claro”. Empuñado el microscopio por las muy conservadoras manos del secretario perpetuo de la Academia literaria Sueca durante treinta años –Carl David af Wiersen-, el dictamen patrocinado por la fortuna que Alfred Nobel dejara a disposición de la excelencia podría haber premiado y desdeñado con la misma fidelidad a su última voluntad como si ésta hubiera sido leída boca abajo.
Asimilada la palabra “ideal” a “idealista”, dotada así de un “contenido dogmático que Nobel jamás había previsto”, Espmark resume la posibilidad, citada en una carta de un gran amigo de Nobel, de que éste fuera anarquista y que al notar en su testamento el reconocimiento del “ideal” se refiriera a “aquello que adopta una postura polémica o crítica respecto a la religión, a la monarquía, al matrimonio, al orden social en general… una interpretación dentro de la lealtad al trono, al altar y a las condiciones sociales de la época, se compadece mal con un testador apropiado del idealismo utópico y el espíritu rebelde de Shelley y que además aborrecía a los curas”. Wiersen, que leyó mal, y apartó del premio, a quienes tan sencillo es leer bien -Strindberg, Ibsen, Zola, Tolstói o Spencer-, mal podía leer adecuadamente a Nobel, al cabo no un escritor sino un químico. Cierto que Wiersen y sus correligionarios escondían poco –entre los académicos de 1897 había un obispo. Solo ocho años antes había afirmado en una carta su ambición de “conservar la Academia como un baluarte de la moderación y el conservadurismo frente a la extravagante ruptura a la que hoy asistimos”.
Acaso era imposible que Wirsen, al igual que tantos hombres que salieron de la era decimonónica como de un parnaso de clases y reglas clara, definitivamente establecidas, no viera en la fortuna legada por Nobel el rasgo más obvio del gran dinero, entonces y hoy: el conservadurismo a que se obliga el poder que confiere. Incluso si explícitamente aclarado en el testamento, “idealista” solo podía ser leído en 1896 como una expresión de lo que aspiraba a preservar y no a subvertir. Ni tan siquiera lo que hoy es claro –que el rostro de Nobel aparece en las fotografías como el de un revolucionario ruso- podía ser ligado, sin sonrojo de las clases altas europeas de entonces, al de Carl Marx, fallecido trece años antes. Espmark cita resoluciones acordadas en las deliberaciones previas al fallo de cada año, hasta que el Informe para una Academia se lee como si fuera el que Kafka escribiera en 1917 sobre un simio que recorre los circos de Europa demostrando los conocimientos adquiridos desde que fuera extraído de la selva.
Spencer era calificado en 1902 “el paladín más importante del agnosticismo en el mundo moderno”; Ibsen, desechado por el negativismo de sus obras recientes; las simpatías republicanas de Carducci felizmente “no le habían impedido adherirse a la monarquía italiana”; Tolstói era culpable de “rechazar el derecho de castigo del estado, incluso el propio estado, predicar un anarquismo teórico, reinterpretar el nuevo testamento de manera arbitraria en un espíritu medio racionalista y medio místico, y finalmente negar seriamente el derecho a la defensa propia y legítima tanto a individuos como a naciones”; y el naturalismo de Zola, culpable de “desalmado y con frecuencia, groseramente cínico”. Todo en un mismo año. Tres años más tarde, un protagonista de una novela de Sienkewicz “se deja engañar al principio y combate a su legítimo rey, pero luego se retracta y recupera su honor perdido realizando hazañas al servicio del orden social legal”. En el mismo informe en que se justifica el premio otorgado, se dice de éste que “está camino de dejar atrás a Tolstói”. En 1907 se celebraba de Kipling su ideología “teñida de un temor de dios bíblico” y ser un “abanderado de la obediencia a las leyes y de la disciplina”. Incluso en 1938, superada la época paleozoica de Wirsen, llegó a discutirse a Margaret Mitchell, autora de Lo que el viento se llevó. Si aquel no saltó de la tumba entonces, debió morir una segunda vez al escuchar en 1947 que el premio a Gide celebrara que éste perteneciera “a la especie de los perturbadores del orden”.

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