domingo, 11 de mayo de 2014

Donde nadie puede seguirte


“La vida no es tan matemáticamente idiota como para que solo los grandes se coman a los pequeños, sino que también ocurre, con la misma frecuencia, que la abeja mate al león o que, al menos, lo enloquezca”–escribió August Strindberg en el prólogo a La srta. Julia en 1888. Éste, que se creyó abeja en el ataque y león en el tamaño proporcional de lo que contra él se tramaba vivió el pinchazo de la locura el tiempo suficiente para que leones y abejas llegaran a congraciarse. Pero eso no ocurrió en su obra teatral, llena de insectos irritados como la propia Julia, la Alicia de El padre (1888) o la señora X de La más fuerte (1888), y de depredadores como el Edgar de La danza de la muerte (1900) o la madre de El pelícano (1907). Una década después, apenas salido de la peor curva de la locura que narra Inferno (1896), escribiría que “cuando el todopoderoso se digna hablar a un insecto, éste se siente engrandecido, hinchado por tanto honor, y el orgullo le dice que debe ser un personaje particularmente digno. Con franqueza, me creía al nivel del señor, parte integrante de su personalidad, emanación de su ser, órgano de su organismo. Me necesitaba para manifestarse”. 
Lo que dijera de sus encarnaciones –“En mis personajes, he permitido al débil robar y repetir las palabras del fuerte”-, era en su vida un expolio automatizado, donde sus debilidades y sus fortalezas se robaban el alma mutua y simultáneamente. Como él, sus encarnaciones teatrales padecen la misma incapacidad para sufrir el tormento y reconocer lo que sus síntomas sugieren, como si nombrarlos fuera el último clavo, el que menos pueden permitirse. “¡No! Yo soy feliz. He conseguido la mujer que quería y jamás he deseado otra” –miente el desdichado Adolfo en Acreedores (1888), manipulado, sin saberlo, por el anterior marido de su mujer, al que viene de confesar su tormento permanente, su padecer, la imposibilidad de ser feliz junto a ella. “¿Está enfermo? ¿ha perdido el juicio?” –preguntará Kurt en La danza de la muerte. “No lo sé” –miente dos veces quien mejor sabe la respuesta. Cuando Kurt pregunta por qué Alicia y su marido, el capitán Edgar, se odian”, ésta responde como si dentro de una obra de Pinter: “No. Es un odio que no tiene motivos ni objetivos.” Incluso el médico que “se sabe el corazón de Edgar de memoria” podría estar contestando lo único que le permita no acercarse a comprobar qué clase de latido bulle en su pecho.
El número de guerras que libraba fuera no ayudaba a distinguir las que perdía dentro. Ya fuera contra la justicia de su época -“Las leyes parecen escritas por ladrones y asesinos con el único propósito de absolver a los culpables. El testimonio de un hombre honesto no vale nada, pero el de dos testigos falsos constituye una prueba concluyente” (El pelícano)-, contra la influencia de la religión -“no tengo vocación de confesor de la fe ni de mártir. Eso queda muy lejos, está muy pasado de moda” (El padre)- contra los modos de la alta burguesía -“ese sentido del honor, congénito o adquirido, que las clases dominantes heredan de… la barbarie, de los antepasados arios, de los caballeros medievales” (prólogo a La srta. Julia), su diatriba constante contra la mera idea del matrimonio –“Aunque un marido viviera más de cien años nunca podría saber nada de la verdadera existencia de su mujer. Podrá conocer el mundo, el universo, pero nunca a esa persona que convive con él” (Autodefensa)- o la aberrante mirada sobre lo femenino –“La srta. Julia es un personaje, un carácter, moderno no porque la mujer a medias, la que odia al hombre, no haya existido en todas las épocas, sino porque es ahora cuando ha sido descubierta… Víctima de la herejía (que ha conquistado también mentes muy lúcidas) de que la mujer, esa forma raquítica del ser humano que está entre el niño y el hombre, el señor de la creación, de la cultura, era igual a éste, o podía llegar a serlo, se lanza ella a la búsqueda de una meta insensata, lo que provoca su caída” (prólogo a Julia)- funcionaban de antídoto para lo que disparaba contra aquello que lo merecía. Cuando su nombre fue forzado al exilio durante seis años, su mente ya se había fugado mucho antes. 

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