Las ruinas de una religión son a veces menos visibles que las de la civilización en que prospera, y tiene sentido esperar que sea precisamente otra religión la que proporcione -incluso si desde la crítica- algo que ayude a imaginar el poder de que gozara su adversaria extinta. Apenas iniciado el Antiguo Testamento, el Libro del Éxodo describe el castigo enviado sobre Egipto hasta lograr la liberación de los israelitas. Encarnada literalmente en su máximo representante, el faraón, la dignidad o legitimidad del culto egipcio es, en esas páginas, representada mediante el encuentro de éste -acaso Merneptah- con los enviados del dios hebreo, llegados para exigir su libertad en nombre de su protector. Éstos, de ochenta y ochenta y tres años respectivamente, son así lo venerables que su interlocutor, del que se nos hurta la edad, no.
Pese a que uno de los hechizos egipcios datados hace 3600 años tenía como objeto combatir una epidemia desconocida, la “peste del año”, una tras otra, las plagas -leemos- caen sobre suelo egipcio hasta que la última de ellas (la muerte de cada primogénito) fuerza al faraón a doblegarse ante un dios más poderoso que aquellos que, como la leona Sekhmet, diosa de las plagas y la peste, deberían defenderle. Como gran parte de la epopeya fundacional narrada en el Pentateuco (la más rica y delirante de la Biblia), la historia de las plagas es seguramente un cuento que simplemente fijaba cierta tradición oral, acompañante siempre de la pervivencia difícil de los pueblos en sus comienzos.
A ojos de los egipcios que hubieran podido leerlo en esos días (ninguno), el episodio de las advertencias punitivas habría sonado a un tipo de jeroglífico místico que no estaban preparados para descifrar, incluso de haberlo estado para poder leer arameo. No más allá del paralelismo explícito -el ojo por ojo, primogénito por primogénito- que apenas nueve páginas antes muestra a un faraón ordenar la muerte de todo niño hebreo recién nacido. Uno de los escasos que acaso logra librarse de ese destino es, de hecho, uno de los dos emisarios que transmiten la voluntad del dios israelita. De tomarnos en serio la escena, Moisés debía ser consciente de que la última, más letal e injusta instrucción de su dios -hacer pagar a los hijos egipcios las culpas de sus padres- había sido ya empleada por aquel faraón al que extorsionaban. O su descendiente. Ambos debían saberlo, el faraón y Moisés. Es interesante imaginar al primero siendo amenazado de algo que incluso alguien como él, un dios autonombrado pero de carne y hueso, podía ordenar y lograr.
Acaso hay algo en esa maldición que quienes escribieron entendían mejor que quienes lo leemos hoy, pues desde un punto de vista egipcio las plagas -que incluían ranas (Hequet, la diosa de los nacimientos) y langostas, presentes en su infinito surtido de divinidades- podían así leerse como una forma de lograr que sus propios dioses protectores se volvieran contra ellos. Solo hacer arder su tierra habría sido más explícito al involucrar así a Ra, el dios sol, primero de todos ellos. Y en todos los casos ningún egipcio habría visto en ello religión, sino magia. Si los dioses se movían libremente por el antiguo Egipto, el lenguaje no lo hacía: carecían de palabra para religión pero no para magia. Otra cosa es que dudosamente eran conceptos que podían ser separados, o distinguibles incluso de la ciencia tal y como era entendida.
De haber presenciado la conversación entre Moisés, Arón y el faraón que la Biblia fabula, la decepción de los sacerdotes presentes habría tenido más que ver con la demostración de poder que con una presunta inferioridad teológica. Su papel central en el estado, más parecido al de funcionarios dotados de privilegios, se basaba en permanecer en el lado de la balanza que el rey, desde el otro lado, requería para sustentar su poder ilimitado. Y ninguno de ellos estaba necesariamente en ese sitio como garante de la espiritualidad del pueblo. Como sucediera con la escritura jeroglífica, la religión debía ser mayoritariamente solo el lenguaje adecuado para validar el poder desorbitado del rey, y por extensión, el de quienes, como la clase sacerdotal, lo encarnaban en su nombre. Y éste cambiaba según el lugar que profesara un mito de la creación u otro. Heliópolis, Menfis y Hermópolis rendían culto respectivo a Ra, Ptah y Thoht. Y sobre todo a su empleador: “el sacerdote egipcio era un funcionario público que gozaba de indudables beneficios, sociales y económicos… para desempeñar con decoro y exactitud ese empleo no era necesario ningún sentimiento místico, bastaba haber sido nombrado para el cargo” -escribe José Miguel Parra.
Atados a su encarnación humana, los dioses egipcios, y entre ellos aquellos fundidos con cada uno de sus reyes, también desaparecieron al hacerlo la cultura que perdurara miles de años. Extraviado entre su riquísima concepción del inframundo, alguno de los sacerdotes que vislumbrara el declive y la desaparición de la religión egipcia de la antigüedad quizá llegó a fabular que esa misma religión -y la síntesis nos es inimaginable- descendía a la tierra de los muertos, donde, acompañada de similares pertrechos a los que eran enterrados en las tumbas, poder viajar por ríos subterráneos a imitación de las barcazas que surcaban el Nilo cargando estatuas que representaban divinidades, que tras ser lavadas, ungidas y paseadas, volvían sanas y salvas (y más ricas) al lugar del templo que las esperaba.
Como una undécima plaga, la extinción de la polifonía de dioses egipcios viaja hacia delante, hasta el aprendizaje que el cristianismo hizo de la dependencia arriesgada de encarnar un dios en un hombre, aunque fuera el rey. Como una bacteria empoderada tras luchar en muchos frentes durante largo tiempo, el cristianismo que empezó como una secta judía y después fue adoptando aspectos de la mitología griega e infiltrándose en la maquinaría social romana, pudo haber hallado en Egipto la clave de su éxito: tras encarnar al dios invisible y todopoderoso en un hombre común que podía incluso ser torturado y ejecutado, añadió su resurrección. Es decir, lo que la religión egipcia había sugerido al ver la salida del sol como la vida renovada tras atravesar las infinitas aguas sombrías del inframundo. Uno que llevaba hacia las estrellas circumpolares, siempre visibles, que simbolizaba el reino del espíritu puro al que solo accedían los muertos dignos de ello.
Poder entender a un dios con forma de sol debía ser menos importante que asumir que él podía entender a quienes le adoraban, y el dios Ra acabó, como el resto del panteón egipcio, encarnado en una figura humana, en el caso del sol bajo la forma de un hombre con la cabeza de halcón (Re-Horus del Horizonte), aunque también como un escarabajo, o navegando el firmamento en una barca solar sobre una divinidad con cabeza de carnero. Quien mirara al faraón, revestido de oro y demás parafernalia de la sumisión extrema, podría quizá asociarlo al sol en legitimidad, aislamiento y poder. Mirar al sol y ver al faraón debía ser más arduo. La solución fue dotar la encarnación del sol en un dios intermediario entre éste y el faraón: Amón. Desde entonces el faraón podía proclamarse hijo de un dios con forma humana, que a su vez estaba ligado al sol por vías que ni competía al rey ni a sus súbditos saber.
Había más ventajas en la fusión fría, que en Luxor tomó la forma de un heredero que entraba al templo y al salir lo hacía ya encarnado en el dios: por un lado favorecía la preeminencia de la religión al frente de las costumbres egipcias, dado que el dios rejuvenecía con cada nuevo faraón. Y por otro dotaba de legitimidad instantánea a quien, saltándose la línea hereditaria, como acabaría pasando, irrumpiera como una alternativa usurpadora.
Depositar la suerte de las cosechas o la fertilidad en esculturas a las que adorar debió ser una tentación irresistible en una sociedad como la egipcia en la que la sensación de habitar un mundo regido por el orden conectaba el pasado con el presente. Encarnado en la sucesión, inmutable y ordenada, de los reyes que se sucedían unos a otros, la historia fluía hacia atrás con igual intensidad que hacia delante, pues lo que aguardaba en los meses y años venideros también esperaba en las estelas grabadas que recordaban la aportación de reyes pasados.
Las pirámides que representaban “un emplazamiento para la celebración eterna de la monarquía en vida, el supremo reivindicador del territorio” (Barry J. Kemp), al simbolizar el sol fundían en una la presencia diaria e inmutable del astro que todo lo veía y al que se debía, Nilo mediante, la prosperidad agraria. Fundido con ella o enterrado en su interior, la adoración del rey trasladaba así su vigencia al futuro en que ambos -pirámide y monarca- encarnaran la misma autoridad y, como debía ser obvio a ojos de éste, idéntica visibilidad desde muy lejos.
En manos del faraón esto distaba de ser una metáfora. Cuenta Jeremy Naydler que los registros dejados en vida de reyes separados por dos mil doscientos años narraban batallas gloriosas y heroicidades del faraón como si el molde del mito en que se miraban fuera literalmente eso: escenas de un grupo de caciques libios prisioneros, acompañadas de cabezas de ganado representando trofeos de guerra, se repetían exactamente dos siglos más tarde para describir las hazañas de otro rey. Y una tercera vez, dos mil años después. El compendio de conquistas logradas por Ramsés III calcaba las logradas por Ramsés II un siglo antes. Éste la había copiado de Thutmosis III, tres siglos antes. Preferido el mito a la historia, “el enemigo era siempre el mismo -resume Naydler- símbolos del enemigo arquetípico al que el rey de Egipto -el que sea- derrotaba eternamente”.
Nada de lo que el rey hiciera -señala en su libro El templo del cosmos- existía únicamente en el ámbito de la realidad mundana. La historia sucedía como mito simultáneamente.
Es una ironía que el vestigio empleado para leer aquella cultura -la Piedra de Rosetta- permita traducir el mito (el lenguaje jeroglífico) a partir del lenguaje probado (el griego impreso en la parte baja del fragmento). Como si la pervivencia del primero agradeciera parecidos virus, hace años una mujer que huía de su pertenencia traumática a los Testigos de Jehová recaló un tiempo en mi casa. En señal de gratitud, llegado el día volvió con un regalo que mostraba su empleo finalmente logrado: una copia a escala de la Piedra de Rosetta, hecha por ella en su nuevo trabajo.
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