Viene mi amigo Leandro de leer por tercera vez El Quijote
y en Madrid se estrena una versión de José Miguel Mora que reivindica el
quijotismo como arte de luchar contra quien lo merezca. Como la propia novela,
sembrada de relatos independientes que bien harían un otro libro, las
peripecias de cualquiera a veces constan de trozos que no se explican bien y
que harían, acaso, una persona aparte que se nos pareciera. Como Cervantes se
insertó en la primera parte del Quijote, Manzo existe dentro de Leandro. Que
quiere decir que, como buen argentino, hay algo del autor en el contar del personaje.
No alguien que le diera los temas, pero sí alguien que asistiera a ellos desde
dentro. La novedad de la prosodia argentina influye en la extrañeza, pero no
tanto que difumine la multiplicidad real que le bulle dentro. Al tiempo un
hombre de muchas manos en un país manco: que enseña literatura y sin embargo la
ama; un hombre de las manchas, un magnífico pintor entre la deformidad comprensible
de Bacon y la negrura de Goya; un marino con la habilidad de transformar el
barco en coche si aquel encallara; albañil, fontanero, electricista; funcionario.
Y eso como Alonso Quijano. Como Quijote, hecho de pulsión, de nervio ante el
entuerto, a la puerta de un duelo o pensando en afilar la lanza sin la cual un
argentino no empieza a hablar. Como otros que he conocido aquí, su vida parece
contener el conflicto, la contradicción, el desacuerdo permanente, la tragedia
eventual, que este país hilvana como si pensado para eso. No sé si muchos sabrán
aquí que su frase preferida -la puta que lo parió- es de Sancho Panza.
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