viernes, 5 de agosto de 2016

Chesterton en Santarem


Cuando en 1890 Portugal se rendía al ultimátum británico sobre la posesión de Mozambique, no hacía tanto que Almeida Garrett se había rendido a la conquista inglesa de la ironía volcada hacia uno mismo. Que es decir, explícitamente hacia el país atrasado en lo industrial y lo político que se podía abarcar en uno de los minutos que le llevara su viaje desde Lisboa a Santarem. Y más festivamente, hacia lo que la escritura podía decir del escritor mientras éste le sacudía todo polvo posible.
Solo el índice de contenidos que preludia cada capítulo de Viajes por mi tierra (1843-1846) es ya un molde inesperado del Romanticismo que representa: “Receta para hacer literatura original con poco trabajo/ Se le da la razón, y se le quita después, al padre José Agostinho/ Peligro inminente en que el autor se encuentra de hacerse poeta y componer versos/ Prolegómenos dramático-literarios que naturalmente llevan sin remedio, pese a algunos rodeos, a la revisión y reconsideración del capítulo precedente/ Libros que no deberían tener título y títulos que no deberían tener libro/ De cómo el autor tenía casi terminada su novela, salvo por un vestido blanco y unos ojos negros/ Donde se trata del único privilegio de los poetas que también los filósofos quisieran tener, pero que no les fue concedido; a los novelistas, en cambio, sí/ El autor, que había declarado en el capítulo noveno de esta obra que no era filósofo, ahora confiesa, casi solemnemente que es poeta, y pretende ejercer sus derechos como tal… “
Su opinión sobre los límites del movimiento estético en el que vivió daban brincos acompasados al de la carreta que le llevaba: “Por cuantas maldiciones e infiernos adornan el estilo de un verdadero escritor romántico, díganme: ¿dónde están las arboledas cerradas, los sitios pavorosos de esta espesura?... Yo que traía, listos y recortados para situarlos aquí, a todos los amables salteadores de Schiller, a los elegantes facinerosos del Auberge-des-Adrets… ¿He de perder los protagonistas de mis obras maestras? Pues esto es perderlos, ¡no tener donde ponerlos!”-
Asombra la actualidad, lo avanzado de su mirada sobre el mundo escrito a mediados del siglo XIX con tal libertad y levedad que Italo Calvino bien pudo haber hallado en él alguna de sus propuestas para el milenio en que vivimos. Savateriamente, la profundidad tiene en Garrett la forma de la naturalidad y no de la gravedad –“No había en Florencia ni periódico para alabar las estupideces de los ministros ni ministros para pagar las estupideces del periódico”. “Tenemos tres poetas en este siglo: Napoleón, Sílvio Pélico y el barón de Rothschild. El primero hizo su Ilíada con la espada, el segundo con la paciencia; el tercero con el dinero.” “Quien no ama… dios me libre de él. Sobre todo, que no escriba: ha de ser un pelmazo terrible.
Sus Viajes por mi tierra cuentan dos trayectos simultáneos: el de Garrett desde Lisboa a Santarem, y unos metros más allá, el de sí mismo observándose mirar. Por cada ocasión, frecuente, en que dice olvidar a dónde llega mientras escribe, un segundo mapa se superpone, el del observador poniéndose en duda, equilibrando la contundencia que se aprecia fuera –“En Portugal no hay religión de ninguna especie. Hasta su falsa sombra, que es la hipocresía, desapareció. Quedó el materialismo estúpido, necio, ignorante, libertino y disfrazado haciendo gala de su hedionda desnudez cínica en medio de las ruinas profanadas de todo lo que elevaba el espíritu”.- con una en lo que tiembla es la consistencia de esa mirada –“en este despropósito de libro inclasificable de mis Viajes”. Ni siquiera la sorna constante con que se juzga juzgando oculta que la tierra por la que realmente viaja Garrett es sus fronteras propias, personales, patrióticas y sentimentales.
Y también profesionales: su descripción del pavimento literario parece firmado por Chesterton décadas después: “Se trate de una novela, de un drama, ¿pensabas que íbamos a estudiar la historia, la naturaleza, los sepulcros, los edificios, las memorias de la época? No sea tonto, señor lector, ni piense que nosotros lo somos. Dibujar caracteres y situaciones tomados del vivo, de la naturaleza, colorearlos con los verdaderos colores de la historia… ése es un trabajo difícil, largo, delicado, exige estudio, talento… la cosa es más sencilla… Todo drama y toda novela necesita: una o dos damas, más o menos ingenuas; un padre, noble o innoble; un criado viejo; un monstruo encargado de hacer las maldades; varios tratantes y algunas personas capaces para los intermedios.
Una vez que tenemos todo esto, se va a los figurines franceses de Dumas, De Eugène Sue, de Victor Hugo, y se recortan, en cada uno de ellos, las figuras que uno necesite; se pegan sobre una hoja de papel del color que esté de moda, verde, marrón, azul, igual que hacen las muchachas inglesas en sus álbumes… se forma con ellas los grupos y situaciones que a uno le parezca, sin que importe que sean más o menos disparatadas. Después se va a las Crónicas, se cogen unos cuantos nombres y palabrejas antiguas; con los nombres se bautizan los figurines, con las palabrejas se iluminan. Y he aquí la receta completa de nuestra literatura original.”
Su condición de fraile de la política nueva –sufrió el exilio por su alineamiento liberal- y de barón, en tanto que perteneciente a las clases acomodadas, le sirvió para crear alguna de las partes más lúcidas, ferozmente críticas, y compasivas hacia lo que la superación de la tradición dejaba en el camino rumbo a la modernidad, de todo el libro: “El fraile era, hasta cierto punto, el Don Quijote de la sociedad vieja. El barón es, desde casi todos los puntos de vista, el Sancho Panza de la sociedad nueva. Aunque con bastante menos gracia.
El barón es el animal más carente de gracia y más estúpido de la creación… Ni los frailes comprendieron nuestro siglo, ni nosotros a ellos. Por eso luchamos mucho tiempo, finalmente vencimos y mandamos a los barones para que los expulsaran de la tierra. Con lo que cometimos una estupidez como nunca se cometió otra. El barón mordió al fraile, lo devoró, y luego nos coceó. ¿Con qué vamos a matar ahora al barón?
El fraile no nos comprendió, por eso murió, y nosotros no comprendimos al fraile, por eso creamos al fraile, de los que habremos de morir.
El fraile no comprendió nuestro siglo, nuestras inspiraciones y aspiraciones, con lo que falsificó su posición, se aisló de la vida social, hizo de su muerte una necesidad, una cosa infalible y sin remedio. Se asustó de la libertad, que era su amiga, pero que lo habría de reformar, y se unió al despotismo que no lo amaba más que relajado y vicioso, porque de otro modo no le servía ni lo servía.
Nosotros también nos equivocamos al no darle otra dirección social y evitar así a los barones, que son bichos mucho más dañinos.
El fraile, que es patriota y liberal en Irlanda, en Polonia, en Brasil, podía y debía serlo entre nosotros…
Si exceptuamos el débil clamor de la prensa liberal, ya medio estrangulada por la policía, no se oye en el vasto silencio de este desierto más voz que la de los barones gritando: “¡Millones!” ¡Un millón por un elector! ¡veinte más por el tabaco! ¡cinco millones para las carreteras de los aeronautas! No tardarán en contar por billones. A ellos contar no les cuesta nada. A quien le cuesta es a quien paga todos esos globos de papel –la tierra y la industria.”
Capaz de honrar en sí, en su singularidad de escritor fuera de su tiempo, de portugués fuera de su país, y de hombre del XXI en el ocaso del XIX, lo que dejara escrito del marques de Funchal –“Imprimía una obra suya, mandaba tirar un único ejemplar, lo guardaba y deshacía las hormas” le contiene y proyecta hacia esa crudeza del tiempo del romanticismo que sus actos podían ya advertir, pero no expresar acorde a sus reglas y tics: “creó dios al hombre y lo puso en un paraíso de delicias; volvió a crearlo la sociedad, y lo puso en un infierno de estupideces.”

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