De haber vivido H.G. Wells en la España de los últimos 20 años y
haber cruzado hasta Portugal, en su novela La máquina del tiempo habría descrito
la raza de los Morlock como unos especuladores sin escrúpulos. La otra raza en
que la novela fabula el futuro escindido de la especie humana habría necesitado
poca actualización: si los Eloi vivían en la superficie y los Morlock en el
subsuelo, la cuota de carácter apacible de los portugueses ha de sentirse
afortunada sabiendo que una frontera y un lenguaje les separan de la raza de
los destructores de costas.
Viajar desde el sur de Portugal hacia el norte es, como en la novela,
ascender hacia una luz nueva, la de un paisaje no arrasado, sin naves derruidas
en los alrededores de las poblaciones ni chalets levantados a toda prisa, como
si un tumor, hasta donde alcanza la vista. Hacerlo en moto por carreteras
comarcales es, además, recrear cierta cualidad de la exploración marítima,
larga e incierta, que hiciera la fortuna de un país en el que las huellas de su
grandeza parecen haberse fijado en forma de armonía con el tiempo que realmente
existe siempre igual: el del paisaje y las costumbres ligadas a la tierra, a
las cosechas, el clima y las distancias.
Las playas del Alentejo, Evora o las calas al oeste de Lagos son máquinas de un tiempo mejor tratado, al que se llega desde el tiempo incívico, inculto y arrogante del paisaje español, tan derruido como el interés general por la cultura, el conocimiento o la reflexión, y que halla aquí, con solo cruzar una frontera que ni se ve, librerías magníficas, gente tan animada como sociable de una forma afable y reposada, y una melancolía que, de existir más allá del fado, no puede hacer más daño a sus habitantes de lo que la exuberancia española hace con sus formas allí donde va.
Las playas del Alentejo, Evora o las calas al oeste de Lagos son máquinas de un tiempo mejor tratado, al que se llega desde el tiempo incívico, inculto y arrogante del paisaje español, tan derruido como el interés general por la cultura, el conocimiento o la reflexión, y que halla aquí, con solo cruzar una frontera que ni se ve, librerías magníficas, gente tan animada como sociable de una forma afable y reposada, y una melancolía que, de existir más allá del fado, no puede hacer más daño a sus habitantes de lo que la exuberancia española hace con sus formas allí donde va.
Esas carreteras del Alentejo...(sic)
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