Si Luis de Camöes dejó deudas hacia Roma en su epopeya Los luisiadas, cuando Antonio Tabucchi llegó cuatrocientos años después para ponerlas al día, lo hizo para incrementarlas. Italiano viajado y que enseñara literatura portuguesa en la universidad de Génova, de la que saliera Cristóbal Colón, su literatura es un cetáceo que viaja por el mundo y es viajada por éste en medio de cosas que surgen y desaparecen mientras las miras, a la manera en que el propio Tabucchi contara en su diario de un viaje a las Azores que es Diario de Porto Pin, al relatar la historia del capitán inglés Tillard, que a bordo del buque de guerra “Sabrina” asistió en 1880 al nacimiento de una islita en que hizo desembarcar a dos hombres con la bandera inglesa, tomando posesión de ella en nombre de Inglaterra y bautizándola con el nombre del navío. Al día siguiente, antes de levar el ancla, Tillard constató que la isla había desaparecido y el mar había recobrado su antigua calma.
De esa fugacidad, como de la transformación en hueso de lo que
estuviera vivo mientras lo mirabas, Tabucchi dejó escrito en su compilación
Viajes y otros viajes, que “siempre
resulta difícil establecer si las cosas que pensamos tienen más influencia en
las cosas que hacemos o viceversa… Hay viajes que se han transformado en
escritura… vivir y escribir son una misma cosa, pero son dos cosas distintas.
La vida es una música que se desvanece en cuanto la has interpretado. La música
es más hermosa que su partitura, no cabe duda. Pero de la música, una vez que
ha sido interpretada, solo queda en la vida la partitura”.
Eca de Queirós, que como diplomático viajó por razón de la partitura
laboral lo que Tabucchi por su música, dejó en Los Maia (1888) una ballena de
más de ochocientas páginas que surca la peripecia de un apellido a lo largo de
tres generaciones de riqueza e imitación de destino, el diferencial entre
construir algo, heredarlo o simplemente verlo como un juguete del que ya solo
se entiende el automatismo con que se sostiene.
La alta burguesía que Eca de Queirós puso a arponearse a sí misma
mientras el final del siglo XIX ensayaba la misma maniobra que perfeccionaría
en las guerras del XX calca en Los Maía el molde una tragedia griega en la que
los hermanos que se aman sin saber que lo son sirven de sombra a una minúscula sociedad
de diletantes que se odian sin saber que lo hacen, o mientras lo hacen sin
levantarse de la mesa en que se juega, en la que se pondera a Lisboa como “la horrible Lisboa, con su podredumbre
moral, su bajeza social, su cochambre moral y literaria…” y a Portugal como “un país que había decidido modernizarse… y como carecía del menor sentido de
proporción, y al mismo tiempo le podía la impaciencia de parecer muy moderno y
muy civilizado, exageraba el modelo, lo deformaba, lo retorcía hasta la
caricatura” que es exactamente lo que de Queirós puso a ser a sus héroes:
caricaturas de un modelo de ciudadanos ejemplares de un país sin ejemplos, inexistente
sino en sus pasatiempos de clase adinerada, e imposibilitados de alcanzar un
ladrido eficaz en su pereza de gatos persas que viven para los espejos. Muertos
para la vida que dicen anhelar e incapaces de comunicarse sino con quienes
huelen como ellos.
“Será que los muertos, al igual que los cetáceos que se comunican con una especie de sonar natural para no ser molestados por todos los sonidos artificiales que contaminan los océanos, sienten la necesidad de aguas acústicamente limpias al objeto de que su voz no se pierda entre el ruido de fondo que nos envuelve?” –escribió Tabucchi.
“Será que los muertos, al igual que los cetáceos que se comunican con una especie de sonar natural para no ser molestados por todos los sonidos artificiales que contaminan los océanos, sienten la necesidad de aguas acústicamente limpias al objeto de que su voz no se pierda entre el ruido de fondo que nos envuelve?” –escribió Tabucchi.
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