domingo, 7 de agosto de 2016

Todos los caminos que huyen de Roma


Como si la fabricación de un mito exigiese por pudor que la persona en que se basa no mire mientras sucede, el año de la muerte de Vasco de Gama -1524- nació Luis de Camöes, que llegado el día escribiría Los lusiadas, la epopeya sobre el imperio portugués de ultramar de los siglos XV y XVI, compuesto en octavas reales, que marca la cima de la literatura portuguesa hasta la aparición de Pessoa.
En Sines, la estatua que recuerda a Gama, nacido en esa localidad de la costa portuguesa en 1460, halla a sus espaldas una de esas iglesias barrocas que Portugal parece tener por centenares. Y cuya arquitectura de estilo colonial y muros blancos tan poco se parece a la mezcla de paganismo y cristianismo con que Camöes puso a Vasco de Gama a recorrer los mares y las religiones. Y que, siglos después iba a expresar Agustina Bessa-Luís en su novela La sibila como si un antídoto –“Bernardo Sánchez era el ejemplo de una raza heroica y magnífica durante el tiempo en que su historia había sido una cuestión de supervivencia, pero que, con la seguridad y el bienestar, había redundado en una brillante mediocridad.”
Dividido en diez cantos escasamente humildes, Los lusiadas, que pudieron haber sido recitadas por Camöes al rey Sebastián en la sala de las urracas del Palacio nacional de Sintra, parecen escritas como si con los dioses pudieran hacerse las mismas combinaciones que con los azulejos: en el canto primero se dice “Cesen del sabio griego y del troyano/ las peregrinaciones que hicieron;/ cállese de Alexandro y de Trajano/ por vitorias la fama que adquirieron:/ que canto el pecho ilustre lusitano,/ a quien Neptuno y Marte obedecieron./ ¡Cese cuanto la antigua Musa canta,/ que otro valor más alto se levanta”, y unas estrofas más allá, “que por ella se olviden los humanos/ de asirios, persas, griegos y romanos”, y sin salir de ese canto, el mismo Júpiter declama “tengo que los reciban acordado/ en la costa africana como amigos/ y rehaciendo la cansada flota/ de nuevo seguirán tras su derrota” o Venus “inclinada a la gente lusitana/ por cuantas calidades mira en ella” o Marte “si esta gente que busca otro hemisferio,/ cuyo valor y obras tanto amaste,/ no quieres que padezca vituperio,/ como ha ya tanto tiempo que ordenaste”.
Camöes hizo de Gama un ingrato, pues sin salir de esa misma página, henchidas aún las velas por los vientos de la mitología romana, “En cuanto esto se pasa en la hermosa/ casa etérea del Padre omnipotente”, el padre es ya el del catolicismo: “La ley tengo de Aquél a cuyo imperio/ obedece visible e invisible/ Aquel que crió todo el hemisferio, y cuanto siente y cuanto es insensible”.
Los lusiadas es, en buen parte, una competición de perdones entre mitologías: al orgullo cristiano de Vasco de Gama sigue el favor de Venus por “no consentir que en tierra tan remota/ muera la gente della tan amada”. Ya en el segundo canto, Gama “dice que en Christo gran parte creía./ Desta suerte del pecho le destierra/ toda sospecha y cauta fantasía”. Intercalados con Dios hay titanes, Apolo, Marte, Baco, Eolo, Neptuno, Vesta… Los cantos se suceden como carabelas en las que la proa apuntase a Jerusalén y la popa a Roma.
La clave hay que buscarla en un enemigo común: “el moro”, a quien Camöes adjudicó el límite exacto de la coherencia de un tiempo heroico en que, bajo el viento de la expansión del catolicismo, avanzaba en realidad el hambre de territorios, riquezas y esclavitud bendecidas.
Y sin embargo es justo un moro de Mozambique el que, en el canto primero, más atinadamente profetice el alcance nítido de la colonización española y portuguesa: “Y sabrás más, le dice, que entendido/ tengo destos cristianos tan sangrientos/ que casi todo el mar han destruido/ con robos, con incendios mil violentos;/ y traen ya de atrás engaño urdido/ contra nos, porque todos sus intentos/ son para nos matar y por robarnos/ y mujeres e hijos cautivarnos”.
Cuando, más adelante, sea un embajador de Vasco de Gama el que, ante un rey africano, niegue la mayor –“No somos no, cosarios que pasando/ por las flacas ciudades descuidadas/ la gente a hierro y fuego van matando/ por robar las haciendas codiciadas”- la confusión entre hecho y semblanza literaria está ya asentada en un mar de versos, cuya advertencia sobre los mitos llega tarde -“Júpiter, Mercurio, Phebo y Marte,/ Eneas, Quirino, y más los dos tebanos,/ Ceres, Pallas y Juno con Diana,/ todos fueron de flaca carne humana” –escribió Camöes al final del canto noveno, preludiando lo que en el décimo es atinada metáfora sobre el heroísmo convertido en engranaje a voluntad, tal y como se lee hoy en sus casi quinientas páginas de épica desfigurada de grandeza imposiblemente justa, pura o simplemente cierta: “Ves aquí la gran máquina del mundo,/ etérea, elemental, que fabricada/ ansí fue del saber alto y profundo/ que es sin principio y meta limitada.”
Pessoa, para el que “la Iglesia Católica no descendía del Imperio Romano sino que era el Imperio Romano” y que, según el traductor Angel Crespo, llegó a considerarse, y a escribirlo en El libro del desasosiego, como la posible encarnación del mismo rey Sebastián al que Camöes leyera su epopeya, dejó escrito sobre el neopaganismo algo que unifica a los tres, a Vasco de Gama, a Camöes y al propio Pessoa: “el neopagano admite todas las metafísicas como aceptables… no trata de unificar en una metafísica sus ideas filosóficas, sino de realizar un eclecticismo que no procura saber la verdad, por creer que todas las filosofías son igualmente verdaderas… Determinadas horas de la naturaleza exigen una metafísica distinta de la que exigen otras”.
Con una mínima parte de la gloria que él glosó en Gama, Camöes habría evitado morir en la indigencia. Con una mínima parte de la fama que éste adquirió siglos después de su muerte, Pessoa dudosamente habría querido vivir como si estuviera muerto. La epopeya de la grandeza lusa parece, como en otras, una metafísica de la espera. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario