Como si la fabricación de un mito exigiese por pudor que la persona
en que se basa no mire mientras sucede, el año de la muerte de Vasco de Gama
-1524- nació Luis de Camöes, que llegado el día escribiría Los lusiadas, la
epopeya sobre el imperio portugués de ultramar de los siglos XV y XVI, compuesto
en octavas reales, que marca la cima de la literatura portuguesa hasta la
aparición de Pessoa.
En Sines, la estatua que recuerda a Gama, nacido en esa localidad de
la costa portuguesa en 1460, halla a sus espaldas una de esas iglesias barrocas
que Portugal parece tener por centenares. Y cuya arquitectura de estilo
colonial y muros blancos tan poco se parece a la mezcla de paganismo y
cristianismo con que Camöes puso a Vasco de Gama a recorrer los mares y las
religiones. Y que, siglos después iba a expresar Agustina Bessa-Luís en su
novela La sibila como si un antídoto –“Bernardo
Sánchez era el ejemplo de una raza heroica y magnífica durante el tiempo en que
su historia había sido una cuestión de supervivencia, pero que, con la
seguridad y el bienestar, había redundado en una brillante mediocridad.”
Dividido en diez cantos escasamente humildes, Los lusiadas, que pudieron
haber sido recitadas por Camöes al rey Sebastián en la sala de las urracas del
Palacio nacional de Sintra, parecen escritas como si con los dioses pudieran
hacerse las mismas combinaciones que con los azulejos: en el canto primero se
dice “Cesen del sabio griego y del
troyano/ las peregrinaciones que hicieron;/ cállese de Alexandro y de Trajano/
por vitorias la fama que adquirieron:/ que canto el pecho ilustre lusitano,/ a
quien Neptuno y Marte obedecieron./ ¡Cese cuanto la antigua Musa canta,/ que
otro valor más alto se levanta”, y unas
estrofas más allá, “que por ella se
olviden los humanos/ de asirios, persas, griegos y romanos”, y sin salir de
ese canto, el mismo Júpiter declama “tengo
que los reciban acordado/ en la costa africana como amigos/ y rehaciendo la
cansada flota/ de nuevo seguirán tras su derrota” o Venus “inclinada a la gente lusitana/ por cuantas
calidades mira en ella” o Marte “si
esta gente que busca otro hemisferio,/ cuyo valor y obras tanto amaste,/ no
quieres que padezca vituperio,/ como ha ya tanto tiempo que ordenaste”.
Camöes hizo de Gama un ingrato, pues sin salir de esa misma página,
henchidas aún las velas por los vientos de la mitología romana, “En cuanto esto se pasa en la hermosa/ casa
etérea del Padre omnipotente”, el padre es ya el del catolicismo: “La ley tengo de Aquél a cuyo imperio/
obedece visible e invisible/ Aquel que crió todo el hemisferio, y cuanto siente
y cuanto es insensible”.
Los lusiadas es, en buen parte, una competición de perdones entre
mitologías: al orgullo cristiano de Vasco de Gama sigue el favor de Venus por “no consentir que en tierra tan remota/
muera la gente della tan amada”. Ya en el segundo canto, Gama “dice que en Christo
gran parte creía./ Desta suerte del pecho le destierra/ toda sospecha y cauta
fantasía”. Intercalados con Dios hay titanes, Apolo, Marte, Baco, Eolo,
Neptuno, Vesta… Los cantos se suceden como carabelas en las que la proa
apuntase a Jerusalén y la popa a Roma.
La clave hay que buscarla en un enemigo común: “el moro”, a quien Camöes adjudicó el límite exacto de la coherencia
de un tiempo heroico en que, bajo el viento de la expansión del catolicismo,
avanzaba en realidad el hambre de territorios, riquezas y esclavitud
bendecidas.
Y sin embargo es justo un moro de Mozambique el que, en el canto
primero, más atinadamente profetice el alcance nítido de la colonización
española y portuguesa: “Y sabrás más, le
dice, que entendido/ tengo destos cristianos tan sangrientos/ que casi todo el
mar han destruido/ con robos, con incendios mil violentos;/ y traen ya de atrás
engaño urdido/ contra nos, porque todos sus intentos/ son para nos matar y por
robarnos/ y mujeres e hijos cautivarnos”.
Cuando, más adelante, sea un embajador de Vasco de Gama el que, ante
un rey africano, niegue la mayor –“No
somos no, cosarios que pasando/ por las flacas ciudades descuidadas/ la gente a
hierro y fuego van matando/ por robar las haciendas codiciadas”- la
confusión entre hecho y semblanza literaria está ya asentada en un mar de
versos, cuya advertencia sobre los mitos llega tarde -“Júpiter, Mercurio, Phebo y Marte,/ Eneas, Quirino, y más los dos
tebanos,/ Ceres, Pallas y Juno con Diana,/ todos fueron de flaca carne humana”
–escribió Camöes al final del canto noveno, preludiando lo que en el décimo es
atinada metáfora sobre el heroísmo convertido en engranaje a voluntad, tal y
como se lee hoy en sus casi quinientas páginas de épica desfigurada de grandeza
imposiblemente justa, pura o simplemente cierta: “Ves aquí la gran máquina del mundo,/ etérea, elemental, que fabricada/
ansí fue del saber alto y profundo/ que es sin principio y meta limitada.”
Pessoa, para el que “la Iglesia
Católica no descendía del Imperio Romano sino que era el Imperio Romano” y
que, según el traductor Angel Crespo, llegó
a considerarse, y a escribirlo en El libro del desasosiego, como la posible
encarnación del mismo rey Sebastián al que Camöes leyera su epopeya, dejó
escrito sobre el neopaganismo algo que unifica a los tres, a Vasco de Gama, a
Camöes y al propio Pessoa: “el neopagano
admite todas las metafísicas como aceptables… no trata de unificar en una
metafísica sus ideas filosóficas, sino de realizar un eclecticismo que no
procura saber la verdad, por creer que todas las filosofías son igualmente
verdaderas… Determinadas horas de la naturaleza exigen una metafísica distinta
de la que exigen otras”.
Con una mínima parte de la gloria que él glosó en Gama, Camöes habría
evitado morir en la indigencia. Con una mínima parte de la fama que éste
adquirió siglos después de su muerte, Pessoa dudosamente habría querido vivir
como si estuviera muerto. La epopeya de la grandeza lusa parece, como en otras,
una metafísica de la espera.
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