miércoles, 3 de agosto de 2016

séptima sinfonía de Pessoa


Si el tránsito del sosiego portugués al desasosiego tiene una frontera, uno de los más perseverantes en cruzarla pudo haber sido un hombre que no salió de Portugal en 30 años. Quizá porque lograr salir de su habitación debía ser ya un reto que había de sortear la multitud de heterónimos a los que fue adjudicando la obra que, como estos, fue quedándose entre esas paredes a medida que era generada. Uno pensaría que, más allá del par de libros que vio publicados en vida Pessoa, el resto eran discutidos entre todas las voces que albergaba. Solo que quizá no eran tantas. “El poeta es un fingidor/ finge tan completamente/ que hasta finge que es dolor/ el dolor que en verdad siente” –escribió.
Si Pessoa tenía dolor para todos ellos o la suma de daños posibles viniendo de tantos llegó a serle insoportable, el disfraz permanente era una forma óptima de camuflarlo. En su poesía, adjudicada a tantos, hay versos exultantes, de celebración de la vida y del amor, pero el puñal de soledad que atraviesa El libro del desasosiego de Bernardo Soares podría parecerse demasiado al que Pessoa empleó para mondar su vida austera, obsesivamente dedicada a la literatura como quien se queda a vivir en un baúl para mejor tapizarlo, en busca del hueso dentro del hueso, como si la carne quedara para vestir a los heterónimos en los que camuflar la propia desesperación.
Vencer a solas delante de un papel es un premio que un escritor puede apreciar tanto como llorar. Y en el trance de adjudicar a otro semejante montaña de magnífica derrota o triunfo estéril, acaso Pessoa hubiera preferido ser una posibilidad de Soares y no al revés. Décadas más tarde, sería Antonio Tabucchi quien fabulara en Los últimos tres días de Pessoa la visita de éstos al agonizante en la habitación del hospital, cómo le llevan versos que éste no conoce, en regalo recíproco de los que Pessoa pusiera en ellos.
Atravesado por una obsesión recurrente como los diarios de Julio Ramón Ribeyro, infiltrado de un dolor atronador como los de Strindberg, el Libro del desasosiego merece, ya desde el título, la advertencia en que, cada vez que es publicado, su compilador admite que otra edición podría ofrecer un libro distinto en función del criterio que se siga para ordenar los fragmentos.
Pessoa bien pudo haberse cuidado de no darle la forma cerrada de un volumen que avanzara siguiendo un plan o un diseño previo: como advirtiera tarde Joseph Mitchell en otros diarios -los de Joe Gould-, los de Pessoa son variaciones en torno a la desesperación, perfectamente visible por él, de quien elije un destino, o se le impone, en el que es perfectamente desdichado, y cuya observación constante al tiempo que corroe a la persona, moldea al escritor.
Como si fuera un concurso de espejos, parece haber más de una formulación de esto por página: “gozando de un sosiego en el que no haré la obra que no hago ahora, y buscaré, para continuar  el no haberla hecho, disculpas diferentes de aquella en que hoy me esquivo a mí mismo”. “Me he creado eco y abismo… vivo de impresiones que no me pertenecen, perdulario de renuncias, otro en el modo como soy yo… para crearme, me he destruido; tanto me he exteriorizado dentro de mí, que dentro de mí no existo sino interiormente. Soy la escena viva por la que pasan varios actores representando varias piezas.” “Veía la mañana y sentía alegría; hoy veo la mañana, y siento alegría, y me pongo triste. Ha quedado el niño, pero ha enmudecido… solo un pensamiento me llena el alma: el deseo íntimo de morir, de acabar, de no ver más luz sobre ninguna ciudad, de  no pensar, de no sentir, de dejar atrás, como un papel de envolver, el curso del sol y de los días, de quitarme, como un traje pesado, al borde del gran lecho, el esfuerzo involuntario de ser.”
La multiplicidad de vidas que le formaban está en el núcleo mismo de la posibilidad de un libro como el del Desasosiego: sin el Pessoa poeta, el Pessoa diarista no habría podido aglutinar semejante repetición sin aburrir: es la cualidad extraordinaria de su poesía la que, encarnada la metáfora de un texto en otra diferente en el siguiente, convierte su Desasosiego en un poema larguísimo que no abandona los temas contenidos ya en sus primeros lamentos, y sin embargo permite atravesar sus cientos de páginas sin que lo sabido se convierta en lastre.
Su luz es negrura de la que Pessoa excavó incontables tonos –“todos los días la materia me maltrata”. “Más vale escribir que atreverse a vivir”. “Tengo calma solo donde ya he estado”. “Me estanco en el alma misma. Se produce en mí una suspensión de la voluntad, de la emoción, del pensamiento… solo la vida vegetativa del alma me expresan yo para los demás”. “Mi deseo es huir… de lo que conozco, de lo que es mío, de lo que amo”.
Y en el que incluso la posibilidad de sosiego sacia una sed con un veneno apenas más dulce: si la aniquilación de toda alegría convivía en él con la certeza de saberse parte de un club de creadores del alma portuguesa de su época, el tormento de vivir sin desearlo hace de su Desasosiego un reverso oscuro de Los Lusiadas, el gran poema épico de Camoens: donde éste condensara la gloria del Imperio portugués de los siglos XV y XVI, Pessoa dejó su epopeya tan similar a la del mundo en los primeros treinta años del siglo XX: la de la caída, lenta, consciente, voluntaria, en el abismo del que solo se salía para precipitarse de nuevo mejor, más seguro, hacia la tumba.
Hay tonos de esa negrura que cualquier escritor reconoce como familiares, posibles en el peor de los casos: el ensimismamiento necesario que conlleva la descripción del yo; el espejo que aflora, buscado o no, cuando se inventan otras vidas o se analiza el transcurso de las volcadas por otros en los libros que uno lee. Sin su tremebunda soledad y su renuncia a amar, el desasosiego acaso habría tomado la forma de la desconexión de lo humano que hay en las ficciones de Kafka. Es difícil no pensar que si éste dejaba de ser un escarabajo cuando lo hacía su pluma, Pessoa parece arrastrarse como uno que ya no pudiera dejar de serlo.
Peor aún, como alguien que portara en su interior el peso del mundo que cargaban varios que se le repartían sin consuelo ni mejora en el turnarse: “tengo pena y no respondo./ Mas no me siento culpado/ Porque en mí no correspondo/ Al otro que en mí has soñado./ Cada uno es mucha gente./ Para mí soy quien me pienso,/ Para otros –cada cual siente/ Lo que cree, y es yerro inmenso./ Ah, dejadme sosegar./ No otro yo me sueñen otros./ Si no me quiero encontrar,/ ¿querré que me halléis vosotros?”.
Cada una de esas voces parecía resumir y agravar la anterior: “De ti mismo haz un doble ser guardado;/ y a nadie, si te mira o si te observa,/ a ver más de un jardín nunca le des.” Que incluso le sacrificaba ahí fuera a ojos de los demás: “Si a tu puerta llamase alguien un día/ diciendo que es un mensajero mío,/ ni aún siendo yo te creas que lo envío”. “¿Cuántos soy? ¿Quién es yo? ¿Qué es este intervalo entre mí y mí?”. “Mi alma es una orquesta oculta; no sé que instrumentos tañe o rechina, cuerdas y harpas, timbales y tambores, dentro de mí. Solo me conozco como sinfonía”.
Nacido tres años antes de que Herman Melville muriera, hay trozos del desasosiego Pessoano que parecen el diario de aquel escribiente prácticamente mudo y aislado del mundo que Melville volcó en Bartebly el escribiente cuyo motto, y frase única, era “preferiría no hacerlo”. Para quien venía de viajes diarios al abismo, fabular el ensimismamiento debía ser un refugio, incluso si solo al servicio de crear literatura: “Escribo atentamente, inclinado sobre el libro en que hago con los asentamientos la historia inútil de una firma oscura; y, al mismo tiempo, mi pensamiento sigue, con igual atención, la ruta de un navío inexistente por paisajes de un Oriente que no existe. Las dos cosas son igualmente nítidas, igualmente visibles para mí: la hoja en que escribo, con cuidado en las hojas pautadas, los versos de la epopeya comercial de Vasques y Compañía, y el convés donde veo con cuidado, un poco al lado de la pauta alquitranada de los intersticios de las tablas, las tumbonas alineadas, y las piernas salidas de los que descansan del viaje”. Y Pessoa sabía que lo era: “Siento, al sentir la mañana, una gran esperanza; pero reconozco que la esperanza es literaria.”
Lo era también la espera, cualquier espera: del amor, del éxito literario, de la salud arruinada en noches en vela forradas de alcohol y tabaco. Uno de sus versos -“¿Quién sabe saber lo que siente?”- miente respecto a la voluntad de saberlo. Pessoa eligió la no vida para poder describirla, para poder hacer de la vida que le incomodaba, la literatura que podía vivir de una forma, si no más feliz, más ordenada, más armoniosa en su sintaxis: Si quería “la crucifixión de que no me distingan”, O no querer “quien me quiera/ que me amen me da tedio”, y que retóricamente se preguntara ¿Pero quién me ha mandado a mí querer comprender?/ ¿Quién me ha dicho que había que comprender?”, ni siquiera en el escribir hallaba sueño –“ordenar el alma… ese imposible que lleva a la locura o al sufrimiento extremo”.
Intentar ordenar el alma es la carcoma última que recorría sus intentos de habitar la escritura: “Damos comúnmente a nuestras ideas de lo desconocido el color de nuestras nociones de lo conocido: si llamamos a la muerte un sueño, es porque parece un sueño por fuera; si llamamos a la muerte una nueva vida, es porque parece una cosa diferente de la vida”. “¿Dónde respiraría mejor si la enfermedad es de mis pulmones y no de los aires que me rodean?”. “Me irrita la felicidad de todos esos hombres que no saben que son desgraciados”. Mi aislamiento no es una busca de felicidad, que no tengo alma para conseguir; ni de tranquilidad, que nadie obtiene sino cuando nunca la pierde, sino de sueño, de apagamiento, de renuncia pequeña.”
Como un ser que aguanta la respiración en presencia del mundo y luego, a solas, respira en lo que escribe, el Pessoa que dijera “ser del tamaño de lo que veo”, y que sentía “el corazón deshecho en la cabeza, los sentimientos confundidos, un torpor de la existencia despierta”, pedía a la escritura lo que no podía darle, y de la vida rechazaba todo: “Le he pedido tan poco a la vida, y ese mismo poco la vida me lo ha negado… escribo, triste, en mi cuarto tranquilo, solo como siempre he estado, solo como siempre estaré.”
En no pocas partes del Libro del desasosiego Pessoa dice haber preferido morirse, y quizá porque la propia naturaleza de sus observaciones son las de un invitado a un día que no pidió, se lee como el diario de un muerto hablando de la belleza –“Escribo dejando que las palabras me hagan fiestas, niño pequeño en su regazo… hago paisajes con lo que siento. Hago fiestas de las sensaciones.”- entre la torpeza rara de un mundo que insiste en tratarle como a un vivo. Hacer firmar a Bernardo Soares esos fragmentos debía ser una forma simultánea de desobedecer y seguir la corriente al mundo que le tocó vivir.

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