Quizá porque en una fiesta de Steph es difícil
hallar alguien que no necesite comer o beber sin fin, la presencia de dos
holandeses que aparentemente no necesitan dormir permite por un momento dividir
el mundo, no entre quienes ven el sol o no cada día, sino entre quienes podrían
no necesitan una separación entre un día y el siguiente. Si uno duerme una hora
en los días buenos, el otro puede pasar hasta tres sin cerrar los ojos, quizá
porque su pareja, una mujer peruana, emite una luz radiante que es calor
instantáneo, como si tener el sol en casa fuera incompatible con dormir.
Las nubes se las reparten los otros invitados: si uno
aprecia en el acto la calidez del marsellés porque su espontaneidad, calor y
sentido del humor son mediterráneos, justo ese carácter tan reconocible es, a
ojos de un habitante del norte de Francia, la cualidad que le hace sospechoso.
Como si cuanto más sol en tus días, con más luz hubiera que mirar tus pasos.
Lyon tiene inviernos como congeladores y aquí el
carácter altivo y burgués pudiera caer en copos igual de gruesos, en eso
coinciden el marsellés y el lyonés, a quienes quita el sueño la altivez, una
cierta arrogancia que se me describe hecha de la pesadilla del enriquecimiento
que el comercio de la seda y la industria de la impresión trajeron,
respectivamente, en el siglo XV y el XVII, y que acrecentó en el XIX la
industrialización avanzada, industrial y bancaria, pionera en principios de la
electricidad, la química y la industria cinematográfica.
Con la alternancia de platos y bebidas, llega la
del carácter: un lyonés que vive en la casa de enfrente habla con la gracia y el
desparpajo de la malagueña con la que lleva 30 años casado. Certines, a 60 km.
de la capital de la región de Rhone Alpes, produce a una mujer capaz de ser francesa
en España y española en Holanda. El marsellés es, simultáneamente, italiano. Lo
que en las horas nocturnas ve el holandés que no necesita dormir tiene en esta
parte de Francia sombras parecidas.
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