jueves, 17 de septiembre de 2015

Trenes que ruedan temprano



El año en que Louis y August Lumière inventaron el cine en Lyon, en 1895, Francia casi podía ver venir una guerra a cámara lenta con la misma mezcla de asombro y miedo con que los primeros espectadores se apartaban al ver llegar un tren en blanco y negro, más despacio de lo que lo hacía en realidad, pero igualmente dirigido hacia donde estaban sentados.
Mientras ese tren, o uno casi idéntico, unía ya el Imperio ruso vía el Transiberiano, y Estados unidos mediante la línea Atlántico-Pacífico, en Europa algo peor viajaba en línea de colisión: convertida en una de las principales potencias coloniales, Francia libró contra Inglaterra un pequeño conflicto en Sudán entre 1898 y 1899, solo resuelto en una Entente Cordial ante el súbito ascenso del Imperio alemán.
Muchos de quienes subían a esos trenes cargaban un fardo invisible: Francia ansiaba la revancha de la derrota sufrida en la Guerra Franco-prusiana de 1870-1871. En esa guerra la III República había perdido Alsacia y Lorena, que pasaron a ser parte del nuevo Reich germánico.
Los hijos y nietos de los combatientes franceses de finales del siglo XIX crecieron con la idea nacionalista de vengar la afrenta recuperando esos territorios. En 1914 sólo hubo un 1% de desertores en el ejército francés, en comparación con el 30% de 1870. El tren mundial que colisionaría en 1914 viajaba ya en 1896.
Rodados en los siguientes dos años, varios de los cortos creados con el ingenio de los Lumière parecen recoger el curso de los acontecimientos futuros: uno rodado en 1896 muestra una batalla de bolas de nieves que libran hombres y mujeres a ambos lados de una calle. Cuando un ciclista llega e intenta pasar en medio del ir y venir de proyectiles es atacado con saña por ambos bandos, le derriban, se levanta, incluso entonces es bombardeado a bocajarro, huye en la misma dirección por la que vino, deja su gorra en el suelo como un cadáver de los que se iban a pudrir años después entre trincheras sin que pudieran ser enterrados. En otro, éste de 1899, un vagón que avanza junto a la construcción de las vías lo hace a saltos, literalmente, como si quisiera salir de éstas cuanto antes, convertirse en tanque.
Mientras la invención de una afrenta, la ficción nacional necesaria, crecía en Francia, Prusia y Alemania rumbo a esa otra ficción revestida de verdad documental que es una guerra, la maquinaría cinematográfica recorría el camino inverso: decenas de operadores fueron enviados por todo el mundo para rodar y mostrar el mundo de una forma que nunca antes había existido. Muchos de quienes entraban a una sala a ver esas películas cruzaban por primera vez una frontera, y esa era la que súbitamente separaba su calle de una de Japón, Indonesia, Perú o Dinamarca.
Cuando la ficción, de la mano más obvia de Georges Meliés, o después Segundo de Chomón, empezó a cruzar una segunda frontera, la que separaba el mero documento de la ficción concebida y rodada, los Lumière se declararon industriales, no creadores de contenidos. Interrumpieron la filmación de material propio y volcaron su esfuerzo en otras inquietudes, dejando que otros llevasen su invención hacia caminos inexplorados.
Solo que no fue así exactamente: en varios de sus cortos hay historias tramadas, en la línea de lo que Sennett, Keaton, Lloyd o Chaplin harían después: un jardinero que se dispone a regar un jardín ve cómo el agua sale de improviso hacia su cara mientras chequea la manguera. Un tullido que pide en la calle y obtiene de quien pasa unas monedas ve acercarse un guardia, al llegar éste, aquel descubre unas piernas ocultas y echa a correr. La mayoría de esos 1400 cortos aún se conservan y pueden verse en el Museo Lumière, en la misma casa familiar en que vivieran éstos.
Uno de esos operadores fue Gabriel Veyre, acaso el más dotado y uno de los pocos cuya carrera posterior no fue inferior en logros a la primera, más experimental. Estremece ver uno de sus cortos mudos filmados en Indonesia hace 115 años el mismo año que Joshua Oppenheimer exhibe en pantallas de todo el mundo (salvo quizá en Indonesia) su estremecedor documental sobre el genocidio en ese país –La mirada del silencio. Y que aparece en portada de la revista de cine que vende la tienda del Museo.
Mecenas a la manera renacentista, los Lumière heredaron la fortuna patriarcal que crecía justo delante de su casa familiar: las fábricas cuya salida de los obreros rodaron en 1895 fueron erigidas junto a la finca familiar. Desde sus ventanales espléndidamente decorados con motivos art decó veían los tejados y las chimeneas de sus fábricas. Quienes salían por las dos puertas –hoy recreadas magníficamente- eran más suyos que el invento cuya alcance ignoraban: esos obreros les pertenecían.
En manos de quienes con el tiempo serían dueños de más de 200 patentes en varias áreas industriales, su desdén por el nulo futuro augurado al que sería su invención inmortal resulta enternecedora. La fortuna familiar y el interés en emplearla orientada a la búsqueda científica les hizo menospreciar las posibilidades comerciales de su invento, hasta abandonarlas. Quizá gracias a ese desinterés, el cine pudo gozar de lo que la era que vivieron no: libertad de movimientos y de la paz que no necesita luchar por territorios que son de todos y de ninguno. 

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