Recorrer en descapotable las colinas sembradas de viñedos que conducen a Oingt, al noroeste de Lyon, en un día soleado, añade quilates a penetrar el llamado País de las piedras doradas, a las que el óxido de hierro confiere un aspecto complementariamente antiguo en una zona vinícola en la que predomina el Beaujolais, un vino joven que oferta las tres variedades en un formato de cooperativa que agrupa a 80 productores.
El órgano que define un territorio oculta cuarenta más, aunque no los oculta mucho: expuestos en una de las casas en forma de servicio municipal, unos cuarenta organillos y fonógrafos de distintas épocas permiten escuchar polkas, valses, tangos, tonadas populares, incluso himnos que surgen de barricas que más recuerdan hoy a diligencias que crujieran armónicamente mientras las agitas.
Como los vinos cuya conclusión de la cosecha se celebra el día que llegamos, los organillos que hoy suenan una vez al año en un festival que cumple 35 años, animaron ferias y verbenas durante décadas, transitando del siglo XIX al XX mientras mutaban en muebles que guardaban un siglo súbitamente envejecido. La I guerra mundial los convirtió en otro tipo de tumba, al que el gramófono añade paletadas de tierra al dejar escuchar una canción francesa de entreguerras.
Hechos a partir de un pliego de cartón en cuyos orificios el aire crea el sonido, los organillos crearon un molde al final de su era, que conservando el procedimiento –pequeñas incisiones a modo de notas- alumbraron lo que sería su olvido: en la última de las salas, un organillo eléctrico muestra, una vez abierta la tapa frontal, un disco metálico del diámetro del tambor –el tambor- de una lavadora. Desescalado, lo que gira tortuosamente mientras pugna por sonar como sus antepasados, es ya el disco de grafito que vendría a posarse en el mundo y en el gramófono que hoy, como en un panteón familiar, duerme el mismo sueño justo al lado.
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