Como a otros Museos similares en Moscú, Londrés, Varsovia o Berlín, al Centro de Historia de la Resistencia y la Deportación de Lyon se entra como se subía el viajero del tiempo en la máquina imaginada por Wells en 1895. El paseo por sus últimas salas es también la idea final de la peripecia Wellsiana: de ese viaje parecerías no poder volver.
Precariamente iluminada para simular las
deficiencias eléctricas en tiempos de guerra, o el miedo que la iluminación
excesiva podía atraer en un mundo de sombras, la calle francesa recreada
termina en una casa a la que se entra como a un mundo ya extinto y sin embargo
instantáneamente vivo, o lo que es peor, posible: sus paredes y lo que albergan
transportan indefectiblemente a la Francia ocupada de 1940.
Una radio emite un boletín de aquellos días,
alternado con música de la época, forzosamente triste entre esas paredes; la
mesa, con tres platos puestos sobre un mantel de hule roto a la espera de la
comida; un estante con pocos libros; un ropero; una maleta acaso siempre
preparada; una bombilla precaria alumbrando u ocultando cada parte al resto; un
desvaído papel pintado en la pared. Pero es encontrarte a solas y en silencio
lo que crea el espejismo y lo fija. Es día laborable de septiembre y no somos
muchos ese día en el Museo, asi que uno se queda en medio de la habitación,
sintiendo la parálisis de aquel mundo, la desolación como una vela que se
consume pero nunca logra apagarse.
Esa penumbra fue el reino de klaus barbie, quien
comandó los crímenes de la Gestapo en Lyon entre 1942 y 1944. Es toda una
declaración de intenciones el que el recorrido anteponga a la voz muda de las
cartillas de racionamiento, paracaídas, ametralladoras o imprentas clandestinas
la del asesino y sus víctimas en el documental con que se inicia el recorrido,
y que recoge algunos de los testimonios grabados durante el juicio celebrado en
1988.
La imperturbabilidad de aquel durante la parte del
juicio que fue forzado a atender es la de quien trata a los supervivientes como
a muertos de permiso, o como a piezas de un museo que no le interesara por sabérselo
ya. Muchos, si no todos, de quienes hablan con voz entrecortada narrando las
torturas –algunas de ellas irreproducibles- fueron sacadas de casas como la que
se reproduce al final del recorrido museístico.
Miles de judíos no volvieron a ellas ni a sitio
alguno. Y la Francia que, bajo el régimen de pètain, quiso construir paredes
aún más antiguas dentro de las existentes acabó garantizando a barbie un juicio
tan justo que incluso le permitió no escuchar las atrocidades que escucharon
los jueces al oír a los supervivientes. Y sin buscarlo, hizo por fin algo
humanitario por sus víctimas: uno no imagina, viendo a tantos hombres y mujeres,
adultos o ancianos, llorar al narrarlas cuarenta años después de sucedidas, si
hubiesen sido capaces de hablar de hallarse en la misma sala el asesino.
Antes de ser extraditado tras cuatro décadas de libertad
impune en Bolivia, barbie trabajó para el contraespionaje estadounidense en los
años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Acaso justo ese panel que
explicara la posición norteamericana espera el olvido en medio de la calle
oscura que lleva a la casa vacía o vaciada.
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