Por apenas unos meses Oliver Sacks no ha llegado a
tiempo de ver representada en Lyon la ópera de Michael Nyman El hombre que
confundió a su mujer con un sombrero, basada en el libro del mismo título que aquel
escribiera en 1985. Su último libro publicado en vida –Alucinaciones- contiene una explicación que puede aplicarse
también al fenómeno religioso -"Las
alucinaciones no pertenecen en su totalidad a la locura. Mucho más comúnmente,
están vinculadas con la privación sensorial, la intoxicación, la enfermedad o
el prejuicio".
Sacks se habría encontrado a gusto al visitar el Museo de las
Confluencias, un compendio espléndidamente ensamblado de ciencias de la
biología y artes de la cultura humana, antigua y contemporánea. La ciudad que
previo a la Segunda Guerra Mundial era “una metrópolis del Catolicismo”, al
extremo de que el gobierno títere de Vichy fue bendecido por las autoridades eclesiásticas,
alberga hoy una sala que divide la ambición humana en los epígrafes Creadores y
Organizadores, y ubica la práctica religiosa en esta última.
Una pantalla con siete videos permite sondear la visión del hecho
religioso hoy, a manos de un agnóstico, un católico, un musulmán, un judío, un
taoista, un cristiano ortodoxo y un budista. Ninguna de ellas es inmune al
rumbo del mundo e incluso una de las que menos parece distinguir el tiempo en
que aplica sus fantasías, como el judaísmo actual, sorprende con una mirada
lúcida y atemperada del hecho religioso como algo que o logra conciliar su
papel con el de otras religiones y preceptos cívicos, o habrá de replegarse y
aceptar un rol muy secundario. Sacks lo habría llamado una alucinación necesaria,
es decir el reverso de su definición.
Estos días reluce una exposición temporal sobre los Gabinetes de
curiosidades, creados en Europa al viento de la exploración naval que trajo el
Renacimiento, que en el siglo XVII tanto podían mostrar colecciones de monedas,
medallas y cuadros, como piedras, plantas y animales. En el siglo XVIII, ya
adscritas mayoritariamente a Bibliotecas públicas, Sociedades y Academias,
evolucionaron hacia la especialización temática, y un siglo más tarde dieron
lugar a lo que hoy conocemos como Museos.
Constituidos en una era en la que el conocimiento científico se abría
paso entre las brumas del permiso divino, las colecciones, organizadas
arbitrariamente a medida que los nuevos especímenes se acumulaban y recalificaban
el orden previo, tanto iniciaban el dibujo de un árbol de la vida como, en el
caos, celebraban que éste solo pudiera venir de Dios. La alucinación estaba ya en el
propio proceso de búsqueda, anclado en lo bizarro y lo monstruoso, en lo que
podía, alternativamente, ser catalogado de misterioso por la ciencia y de
fabuloso por la fe.
La superstición que guardaba un bote o mostraba un cuerpo disecado acabó
por atraer su antídoto: el carácter híbrido, en el límite de distintos órdenes
naturales, de algunas de sus muestras generó debates y éstos trajeron consigo
la investigación metódica, el genuino pensamiento científico que actuó de
ventilador llegado el día. Cuando ninguna mujer pudo ser confundida con un
sombrero, o cualquier otro objeto inanimado, la fe terminó de merecerse a
Sacks.
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