No habían
pasado 70 años desde que Diderot y D´Alembert fijaron por escrito los
principios del siglo de las luces cuando Lyon fue devastada por una epidemia de
cólera que dejó, entre sus vivos, el propósito de erigir una estatua de bronce
de la virgen, a la que acaso la fecha prevista no gustó pues una inundación
arruinó el taller del escultor y forzó el día que desde entonces -1852- honra
cada 8 de diciembre la inmaculada concepción. Aunque la providencia enviara de
nuevo rayos y agua sobre la celebración prevista, en 1854, los habitantes de la
ciudad optaron por sacar velas a sus ventanas con que compensar humildemente lo
que los fastos no pudieran. Una nueva y puntual epidemia, de frío, acoge desde
entonces, al albur de ese día espontáneo de velas y fiesta, el Festival de las
Luces que asombra Lyon durante cuatro días. Y permite, entre otros milagros
evolutivos en el significado de la fiesta, que sobre la fachada de una catedral
se proyecte un juguete digital que se sirve de cada rasgo de la fachada para
simular su planificación, su construcción piedra sobre piedra, pero también su
ruina, y posterior –y espectacular- invasión por ramas y hojas que cubren, y
agostan, con su floración simulada las piedras en las que en ese mismo momento
se sirve té, dentro, con que calentar esa parte del alma, el cuerpo. También
fugazmente el de la iglesia, que acabaría ganando en el siglo XX lo que perdió
en el siglo de las luces. Y que queda, en el recorrido por una ciudad como un
árbol de navidad tumbado, como lo que, con más cordura, hubiera debido ser: un
lugar oscuro y solemne para adictos, un juego de bombillas para el resto, unos
días al año. Asentada sobre una colina visible desde cualquier punto de la
ciudad, la basílica de Notre Dame de Fourvière alberga en su cripta los siete
pecados capitales, justo debajo del altar mayor. Como la cera acumulada e inevitable que
dejan velas y vidas al arder.
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