viernes, 18 de septiembre de 2015

a la izquierda de la lujuria



No habían pasado 70 años desde que Diderot y D´Alembert fijaron por escrito los principios del siglo de las luces cuando Lyon fue devastada por una epidemia de cólera que dejó, entre sus vivos, el propósito de erigir una estatua de bronce de la virgen, a la que acaso la fecha prevista no gustó pues una inundación arruinó el taller del escultor y forzó el día que desde entonces -1852- honra cada 8 de diciembre la inmaculada concepción. Aunque la providencia enviara de nuevo rayos y agua sobre la celebración prevista, en 1854, los habitantes de la ciudad optaron por sacar velas a sus ventanas con que compensar humildemente lo que los fastos no pudieran. Una nueva y puntual epidemia, de frío, acoge desde entonces, al albur de ese día espontáneo de velas y fiesta, el Festival de las Luces que asombra Lyon durante cuatro días. Y permite, entre otros milagros evolutivos en el significado de la fiesta, que sobre la fachada de una catedral se proyecte un juguete digital que se sirve de cada rasgo de la fachada para simular su planificación, su construcción piedra sobre piedra, pero también su ruina, y posterior –y espectacular- invasión por ramas y hojas que cubren, y agostan, con su floración simulada las piedras en las que en ese mismo momento se sirve té, dentro, con que calentar esa parte del alma, el cuerpo. También fugazmente el de la iglesia, que acabaría ganando en el siglo XX lo que perdió en el siglo de las luces. Y que queda, en el recorrido por una ciudad como un árbol de navidad tumbado, como lo que, con más cordura, hubiera debido ser: un lugar oscuro y solemne para adictos, un juego de bombillas para el resto, unos días al año. Asentada sobre una colina visible desde cualquier punto de la ciudad, la basílica de Notre Dame de Fourvière alberga en su cripta los siete pecados capitales, justo debajo del altar mayor. Como la cera acumulada e inevitable que dejan velas y vidas al arder. 

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