La falsificación permea la vida de las naciones y
su memoria no escapa a esa trampa. Preguntados por aquello que representa su
nación en el mundo hoy día, franceses de diversas partes del país recurren a
una visión imposible del idealismo democrático en que fueran educados: son
parte de algo que ya no se cree nadie. Es un rasgo contemporáneo que comparten,
pero su decepción viene acaso de un lugar mejor: preservada la cultura y la
educación como banderas no muy remendadas, lo que defiende su presencia en el
mundo está hecho de ataques a su misma esencia.
Camuflada la dignidad perdida del obrero en su
redefinición a la baja forjada en los mercados laborales sudamericanos,
asiáticos y africanos; convertida la patria de la separación de poderes en la
de quien vende, por separado, más armas que nadie en Europa a quien lo demanda,
Francia vive mejor en los ojos de quien llega a ella que en los de quienes la
habitan.
Paradójicamente, el rasgo tan francés del debate
ideológico, de la discusión y la confrontación racionalmente entendida como
herramienta permanente ha acabado por reproducir, a su pesar, la contradicción
que gobierna su forma política de estar en el mundo. En la discusión, no
siempre creadora de decisiones, que les anima habita hoy el racismo
indisimulado, y exitoso, que defiende marine le pen; la solidaridad extraviada
que el socialismo echa en las espaldas de la globalización, o la conversión de
la cosa pública en un saco en el que poder parecerse todos demasiado.
Preguntados por cuándo se torcieron las líneas
maestras, sarkozy convive con la alternancia de poderes como muro que impide
apreciar el momento en que se quiebra. La defensa de los derechos humanos
comparte habitación con una cierta indecencia a la hora de aplicarlos cuando
más escuece su factura. Inevitablemente, al mundo le es más fácil ser sí mismo
en Francia de lo que a Francia le resulta ser ella en el mundo.
En una de las salas del Centro Histórico de la
Resistencia y la Deportación se lee acerca del diario colaboracionista Le
Nouvelliste, y cómo para ridiculizar la labor de éste la Resistencia logró
imprimir clandestinamente en 1943 25.000 ejemplares en todo idénticos al diario
original, alterando las noticias para poner en evidencia su papel como
marioneta impresa del nazismo.
En marzo de 2016, producido por la Ópera de Lyon,
el Teatro de la Croix-Rousse acogerá nueve representaciones de la ópera infantil
Brundibar, compuesta por el checo Hans Krása entre 1942 y 1943, y que fue parte
fundamental del ocio infantil en el campo de concentración falsificado que el
nazismo erigió en Theresienstadt, Checoslovaquia, para engañar la inspección occidental
que las fuerzas aliadas delegaron en la Cruz Roja, y ésta en el suizo maurice
rossel, quien con el tiempo sería puesto en su sitio por Claude Lanzmann en uno
de sus documentales.
Los niños que participaban en las representaciones eran enviados a Auschwitz
cada tanto, asi que el reparto de la ópera era renovado continuamente.
Preguntados quienes asistían a ellas, pocos hubieran podido decir algo bueno
sin recordar antes lo perdido una semana antes, en el mismo escenario, bajo la
misma música, en el mismo idioma e idénticos ropajes.
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