La I guerra mundial transcurrió para quienes
lucharon en ella entre paredes angostas que rezumaban humedad y el barro que en
el fondo de las trincheras tanto facilitaba no moverse como perpetuaba los días
inmovilizados, de los que solo se salía para afrontar la intemperie de un
granizo de balas y esquirlas de proyectiles. Nadie como los escoceses que
acudieron a ella debieron sentirse en suelo familiar. La trinchera social de la
que salieron no era, a principios de siglo, mucho mejor: los centros urbanos escoceses
eran un nido de pobreza y desempleo que, como en otros países, ofertaba un
trabajo al mismo tiempo que una guerra.
La
tasa de enlistamiento voluntario se disparó una vez que el gobierno garantizó
un salario semanal de por vida a los parientes de los hombres que cayeran en el
frente o volvieran discapacitados. El múltiplo previsto de sufrimiento estaba
justificado: siendo apenas el 10 por ciento de la población británica en esos
días, Escocia aportó el 15 por ciento de las fuerzas armadas nacionales, y
eventualmente el 20 por ciento de muertos. Antes de que la escasamente poblada
isla de Lewis y Harris fuera famosa por dar el mundo las piezas de
ajedrez medievales que llevan su nombre, vio perder a más hombres que cualquier parte,
proporcionalmente, de Gran Bretaña.
La mañana que nos dirigimos a visitar un castillo
del siglo XV cerca de Sterling, en un pueblo que no llegara a los mil
habitantes una multitud de hombres y mujeres se congregaba en el día nacional
de los caídos. Silentes e inmóviles como tumbas de paisano, permanecían de pie
rodeando lo que parecía un pequeño prado rectangular cubierto de césped, como
aquí por igual jardines y cementerios.
La forma en que la sociedad civil honra unas
causas e ignora otras tiene mucho del empeño gubernamental, ya sea local o
nacional, en ganar guerras aún no libradas y que seguramente no necesitemos
librar. Y en ello esta presencia silenciosa bajo la lluvia sugiere un bando
extrañamente puro: el del compromiso individual que no merece ser manchado con
eslóganes idiotas que animen a dirigir contra alguien lo que sientes. El sacrificio
de fondo que se honra seguramente ha de ser más fácil de atesorar si las
guerras que recuerdas lo son en defensa de una causa noble o necesaria, y no
contra tu vecino de calle.
“Causa común. Escoceses de la Commonwealth y la Gran Guerra” -reza el título de la exposición que el año pasado unió a los Museos nacionales de Escocia. Pasmoso como sea imaginar algo así en España, lo es aún más el grado de reflexión que sugiere el eslogan que acompaña al logo creado para conmemorar el centenario del comienzo de ese conflicto: “¿Qué aprendimos de todo esto?”. Esa lección: cómo honrar una trinchera exige antes salir de ella.
“Causa común. Escoceses de la Commonwealth y la Gran Guerra” -reza el título de la exposición que el año pasado unió a los Museos nacionales de Escocia. Pasmoso como sea imaginar algo así en España, lo es aún más el grado de reflexión que sugiere el eslogan que acompaña al logo creado para conmemorar el centenario del comienzo de ese conflicto: “¿Qué aprendimos de todo esto?”. Esa lección: cómo honrar una trinchera exige antes salir de ella.
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