En una tierra en la que la identidad nacional viene en no poca medida de negar la inglesa, las voces opuestas que Shakespeare puso a torturar el interior del único rey escocés de su catálogo podrían ser, dentro de la cabeza de Macbeth, solo la misma voz con diferente acento: escrita por un dramaturgo ingles a partir de las Crónicas de otro –Raphael Holinshed- acaban siendo la voz inversa: no la de un escocés en manos inglesas, sino al revés, pues Holinshed tomó la suya de la Historia de los escoceses, escrita en latín por el escocés Hector Boece.
Escrita por Shakespeare quinientos años después de
que el Macbeth real reinara en Escocia en el siglo XI, aúna la fidelidad a
Boece con un matiz perverso en ella: ensombrecida por éste la figura de Macbeth
para agradar al rey de aquellos días, Jacobo V de Escocia, la maldición que
Shakespeare puso en manos de tres brujas es una que los reyes antiguos temían
tanto como sabían cierta: Macbeth reina tras asesinar, entre otros, a Banquo.
Pero es solo para cumplir el designio ajeno, pues al matarle permite que la
profecía –matar al padre para propiciar el reinado del hijo- se cumpla: el hijo
de Banquo regresa para matar a Macbeth. Jacobo V hubiera apreciado el matiz
Shakesperiano: si Boece trató de exaltar a un hipotético antepasado de éste, de
nombre Banquo, el propio Jacobo V era ya su sucesor real y a la vez el
descendiente novelado, convertido en rey a la edad de un año.
Si en la ficción Macbeth se abre paso en la
historia escocesa a través de la sangre derramada de reyes escoceses, la
realidad es aún más novelesca: tras matar al rey Duncan, Macbeth sería
asesinado por el hijo de éste –Malcolm Canmore. Si en la ficción es Macbeth
quien asesina o intenta asesinar a los hijos de sus contendientes, en la
realidad sería el suyo, su hijastro, el que cayera a manos de Canmore.
Puede leerse como una partida de ajedrez entre la
biografía y el teatro, y de hecho ese ajedrez existe: tallado en el siglo XII a
partir de dientes de morsa, y de origen escandinavo, setenta y ocho piezas
fueron halladas en la isla escocesa de Lewis a principios del siglo XIX.
Cómicamente elaborados, y perfectamente conservados, contienen reinas que se
aburren sentadas en el trono, obispos que sostienen el cetro como si un
paraguas, o soldados que muerden el escudo tras el que se esconden, mezcla de
hambre y ferocidad. En todos hay ojos que uno puede encontrar hoy en una serie
de dibujos animados como South Park. Macbeth reinó un siglo antes de que fueran
talladas y la parodia que representan arduamente bebía entonces de reyes que
llegaban al trono entre sangre vertida y salían de él de la misma manera. Ningún
tablero se conserva, pero se cree que éstos pudieran ser rojos, como para añadir
realidad a la ficción.
Solo once se conservan en el Museo de Escocia en Edimburgo. El resto está, dónde si no, en manos inglesas en el Museo Británico. Fue un islandés –Gudmundur G. Thórarinsson- el que en 2010 sugirió una salida al problema de la identidad de la monarquía, y más importante, de la religión dominante en el tablero británico al sugerir que las piezas podrían haber sido talladas en Islandia, al hallarse varios guerreros vikingos entre las piezas, frecuentes en sagas y poemas, cuyo ardor en batalla les llevaba a morder sus propios escudos. Un ajedrez Shakespeariano mostraría a Macbeth, no como rey –que eso queda reservado a Lear- sino como peón, el peón más cercano al rey. Quien tallara las piezas en el siglo XI no pondría muchas pegas a que Falstaff fuera la reina.
Solo once se conservan en el Museo de Escocia en Edimburgo. El resto está, dónde si no, en manos inglesas en el Museo Británico. Fue un islandés –Gudmundur G. Thórarinsson- el que en 2010 sugirió una salida al problema de la identidad de la monarquía, y más importante, de la religión dominante en el tablero británico al sugerir que las piezas podrían haber sido talladas en Islandia, al hallarse varios guerreros vikingos entre las piezas, frecuentes en sagas y poemas, cuyo ardor en batalla les llevaba a morder sus propios escudos. Un ajedrez Shakespeariano mostraría a Macbeth, no como rey –que eso queda reservado a Lear- sino como peón, el peón más cercano al rey. Quien tallara las piezas en el siglo XI no pondría muchas pegas a que Falstaff fuera la reina.
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