Como un tic cuyas poleas interiores uno solo
imagina, la ingesta de alcohol en estas tierras –que por ejemplo permite ver
pedir dos pintas de una vez para ahorrarse un segundo viaje a la barra- tiene
en el Museo de Autómatas de Glasgow un espejo no por nada originario de otro
lugar, Rusia, en el que no se bebe menos ni de forma menos catastrófica: ruso
es el autor de las maquinarias de la alegría y la tristeza que, encadenadas de
forma no previsible –la que sigue a la que estás viendo podría estar en el otro
lado de la sala y no al lado de ésta- acompasan sus engranajes al ritmo y tono
de las músicas elegidas para cada una de ellas, y que van desde un pasaje
jazzístico a un fragmento de una pieza de Barber, un fox trot, un vals o una
tonada popular zíngara.
Descrito por un grupo de españoles que trabaja en
la Universidad de Stirling, las músicas que uno percibe de primeras –una
amabilidad no enfática pero sí omnipresente- son, no los ritmos a los que se
mueven las poleas sociales, sino su eco: una forma de cortesía, de profundidad
pactada y estricta, en el que las fiestas de cumpleaños infantiles empiezan y
acaban a una hora clara y predeterminada, tras la cual la primera persona en
irse es la madre del niño que festeja. Donde una invitación a la vecina de
enfrente –que no trabaja y por lo tanto está en casa casi todo el día- a tomar
café genera de vuelta una cita dentro de quince días. O donde, de salir el sol por
sorpresa –como si aquí hubiera otra forma-, los únicos que se presentan a la
invitación súbita son españoles. El “too rude” podría, así, servir para cerrar
un círculo que empieza justo en la misma sensación que acoge a quien intenta profundizar
en una invitación permanente, de roce diario.
Una de las poleas extrañamente conectadas a esa discreción
del individualismo más correcto es el alcoholismo gregario, inmediato y
furibundo que reúne en los bares a quienes mientras no sostienen una cerveza
sostienen la actitud más opuesta imaginable. Es una visceralidad amparada,
protegida por un momento y un lugar concretos que, sin embargo, posee la
cualidad adaptativa más insospechada, como cualquiera puede apreciar al ver
deambular determinado turismo británico al llegar a España, como si un país
tuviese el poder de ser, a sus ojos, ese lugar y momento concreto 24 horas al
día.
Irónica como pueda ser semejante transfusión de
identidad en un país en el que la identidad es justo un caballo de batalla
ubicuo, ni siquiera la familiaridad escocesa con los usos etílicos españoles
podría explicar la afinidad súbita: los ingleses beben más que nosotros. Así
que pudiera ser solo el benéfico influjo de no hallarse entre iguales. La
paradoja es que, tratando de ser nosotros, son lo opuesto: pues si algo es un
español es español en todas partes, es decir: mejor, más cómodo entre 10
compatriotas que entre tres, mejor entre 100 que entre 50.
Con lluvias fácilmente constantes todo el año, aquí no se viaja, se huye. Es más sencillo encontrar un escocés de turismo en Murcia que en las Highlands. Eso no significa quedarse en casa hasta entonces: hay mucho excursionismo, la gente corre, juega al golf o al fútbol con mucha o poca lluvia. Para compensar semejante indiferencia, el clima es cruel con ellos: en los cuatro días que hemos pasado allí los cielos estaban despejados de noche y totalmente cubiertos de día.
Con lluvias fácilmente constantes todo el año, aquí no se viaja, se huye. Es más sencillo encontrar un escocés de turismo en Murcia que en las Highlands. Eso no significa quedarse en casa hasta entonces: hay mucho excursionismo, la gente corre, juega al golf o al fútbol con mucha o poca lluvia. Para compensar semejante indiferencia, el clima es cruel con ellos: en los cuatro días que hemos pasado allí los cielos estaban despejados de noche y totalmente cubiertos de día.
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