martes, 10 de noviembre de 2015

Islas de tesoros parciales


Nacidos con apenas ocho años de diferencia en Edimburgo –Robert Louis Stevenson en 1850, Arthur Conan Doyle en 1859-, un nexo mayor les esperaba detrás y otro delante. Y si la invención de Sherlock Holmes en 1891 es también la reinvención mejor, más ancha, contradictoria, nítidamente humana, del molde tópico que Stevenson publicará en 1878 bajo el nombre de Florizel, Príncipe de Bohemia, mucho antes, en 1605, Don Quijote les observaba partir hacia sus aventuras con similar familiaridad: a Doyle en la no velada crítica que Holmes dedica a “su Boswell”, tan próxima a la que el Quijote queja respecto a su transcriptor, Benengeli. A Stevenson, en la figura, tiesa de puro estereotipo, del caballero de Bohemia que vive para serlo, que necesita serlo en cada afirmación, en cada gesto, como si más que el honor luciera un lifting estiradísimo del apellido y lo que éste conlleva.
De igual forma que Holmes parece encarnar al hombre sin las servidumbres del hombre –“Todas las emociones, incluida el amor, resultaban abominables para su inteligencia fría y precisa pero admirablemente equilibrada. Siempre lo he tenido por la máquina de observar y razonar más perfecta que ha conocido el mundo… jamás hablaba de las pasiones más tiernas, si no era con desprecio o sarcasmo” –escribe John Watson en el prólogo a Escándalo en Bohemia (1891), el Florizel de Stevenson, príncipe de Bohemia que Doyle acaso pudo haber leído antes de cumplir los veinte años, es un detective sin las servidumbres del nombre. “los príncipes y los detectives sirven en el mismo cuerpo. Ambos somos combatientes contar el crimen… ambos sirven igualmente para hacer honorable a un hombre virtuoso… yo preferiría ser un buen detective que un soberano débil e innoble”-dirá en el último capítulo de El diamante del Rajá.
Así, tal si a Holmes bastara el dr. Watson, como a Florizel el coronel Geraldine, tan irreal es imaginar en la Bohemia de 1887 a Holmes suspirar de amor por Irene Adler –al cabo, guardado entre sus papeles entre “un rabino hebreo y un comandante de estado mayor, autor de una biografía sobre los peces abisales”- como, unas calles más allá, a Florizel guardar para sí a la srta. Vandeleur en lugar de casarla con Francis Scrymgeour. Y si la altiva forma de Florizel de recordarle a su escudero su lugar social paga en moneda rara a Geraldine tras salvarle éste la vida en El club de los suicidas, el respeto reverencial de Watson parece tener como destinatario a aquel Florizel y no a Holmes –“había en su manera magistral de captar las situaciones y en sus agudos e incisivos razonamientos, que hacía que para mí fuera un placer estudiar su sistema de trabajo y seguir los métodos rápidos y sutiles con los que desentrañaba los misterios más enrevesados. Tan acostumbrado estaba yo a sus invariables éxitos que ni se me pasaba por la cabeza la posibilidad de que fracasara”. Magistral, agudos, incisivos, un placer, rápidos, sutiles, invariables éxitos. Todo eso en solo seis líneas. Ni en los más álgidos instantes de gloria del Príncipe de Bohemia, el coronel Geraldine llega a tanta adulación.
Es una posibilidad imaginar al propio padre de Florizel bajo los ropajes y la máscara del falso conde de Bohemia, von Kramm, que se presenta ante Holmes para pedirle ayuda, a él, un verdadero detective, en un asunto que concierne a la gran casa de Ormstein, reyes hereditarios de Bohemia. Un asunto que bien podría ser, siguiendo el juego, poner coto a las andanzas de su hijo, el Príncipe heredero, que con la ayuda de Stevenson, el tiempo y como producto del aburrimiento, perderá el trono al final de El diamante del rajá. Olvidas que este rey Guillermo Gottsreich tiene en el relato de Doyle apenas treinta años y funciona.
La mayor diferencia es, por supuesto, de credibilidad: las formas aristócratas de Florizel se leen casi como una sátira del género detectivesco, mientras que lo que hace humano a Holmes es hoy aún más humano que en 1887 –“¿no le importa infringir la ley? –Holmes. Ni lo más mínimo –Watson. ¿Y exponerse a ser detenido? –H. No, si es por una buena causa –W.” Y mientras no hay una respuesta del escudero de Florizel que no sea estrictamente honorable, Watson es libre, en la misma novela, de decir de Holmes la ristra de halagos previos y también de espetarle “Si hubiera usted vivido hace unos siglos le habrían quemado en la hoguera”.
Los personajes imitaban a quienes los escribían: además de su perfectamente opuesta postura ante el alcohol, mientras Doyle se doctoraba en medicina en 1885, Stevenson entraba en los últimos nueve años de quebrantos de salud, y si la biografía de Holmes incluye una grave enfermedad que le tuvo postrado todo el invierno de 1865, la de Stevenson hacía lo propio arrastrando la fragilidad que le dejara la tuberculosis padecida de niño. Y solo unos meses separan el viaje de Doyle a las cataratas suizas de Reichenbach en que ubicaría la primera muerte de Holmes, de la que, más seriamente, afrontaría Stevenson en 1894. Por un pasillo no menos discreto se llega al Writers´ Museum desde la calle Lawnmarket, en Edimburgo. Es un túnel que desaparece una vez dentro, pues el mapa literario expuesto solo contiene a Stevenson, a Robert Burns y a Walter Scott. Holmes se hubiera quedado en casa al saberlo, probablemente a leerlos.

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