sábado, 3 de septiembre de 2011

6. Sales cada mañana y lo ves


Tanto enfásis se puso en este país en construir un escenario que durante la guerra fría separara el bien del mal, que demasiado bien y demasiado mal han acabado por no distinguirse bien. Y cuando el New York Times 17.8 publica que “las elecciones sirven para poco más que como una muestra ritual de lealtad, donde voces del interior del gobierno ven la popularidad como el eje fundamental en la pervivencia de un gobierno. Esto cuenta respecto a una vida política que a veces se diría parece una campaña interminable en la que los líderes extinguen incendios o acogen a empresariaros billonarios. Los datos de las encuestas se han convertido en parte esencial del gobierno diario”, hablando en realidad de Rusia, bien podría hacerlo de no pocos estados del país construído para ser su opuesto exacto. Fundados en motivos más hechos para ser vitoreados que para ser entendidos, no escasa parte del peso del partido republicano descansa en políticas del tamaño preciso de sus eslóganes. Quizá por eso su perenne llamada a un minigobierno se alimenta de minirazonamientos, insertos, eso sí, en un plan mayor: explicar la política como una rama de la autoayuda, donde la complejidad productiva de un país tiene su aplicación clara, recta, estrictamente aplicable a cada uno de los asistentes al mitín que toque dar. La economía como un asunto de fontaneros, granjeros, carpinteros: se ajustan unas tuercas, se aprietan los manguitos, se siembra un día concreto. La sencillez del diagnóstico es todo cuanto hace falta para curar la dolencia. Es el visionario y no el científico el que mejor maneja el telescopio.
Un teatro sirve para hablar de otro, y lo que escribe Charles Isherwood en NYT sobre la reciente estancia de seis semanas de The Royal Shakespeare Company en Nueva York –“Cuanto más te expones a Shakespeare, más aprecias el prodigio de sus logros y la interminablente fertil longitud de sus obras”- también habla de ese otro asombro –que la exposición a según qué ideas en boca de perry y bachmann, repetidas en su simplismo abotargado, no repela a quien las escucha o lee un día tras otro. Como esos volúmenes que Barnes&Noble ubica estos días a la entrada de su tienda en Baton Rouge, y que anuncian la explicación de la complejidad (economía, religión, política, arte…) en capítulos que se leen en 30 segundos, la cantidad y calidad de atención que tantos parecieran estar dispuestos a prestar para entender las implicaciones de una idea es la del gusto por la peor comida rápida. Su deformidad, solo la renuncia a leer los ingredientes del envase. También explicado en esa otra traba del escenario estadounidense explicada por Isherwood: buena parte del Shakespeare hecho aquí (con criterios estadounidenses) ni siquiera alcanza los mínimos requisitos de mera comprensibilidad; si no puedes entender una palabra de lo que los actores están diciendo, no vas a sacar nada de la representación. Sumado así lo que ven y lo que no, la razón última por la que palin, perry o bachmann ni siquiera deberían conducir un autobús escolar no tiene que ver con su visión económica ni con su ceguera social, sino con una sana prevención –a la que Bill Keller dedicaba un gran artículo en NYT 28.8- hacia quienes ven a un dios sentado a su lado, asintiendo a sus decisiones o peor aún, susurrándolas. De la misma forma que uno no confiaría a sus hijos a alguien que dijera ver seres verdes entre las nubes. Y con todo, leyendo lo que perry y bachmann anuncian como revelaciones contrarias a la verdad científica más obvia, o al mero sentido común, no es la abreviatura de una idea lo que uno percibe, no la reducción a un sinónimo o una lección cercana, sino algo más peligroso y que demasiados pasan por alto, de puro acostumbrados: que tan parcial es llamar ignorante a quien no ha leído, como letal no llamar mero idiota al que, sin leer, defiende que quienes lo hacen están equivocados.

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