Viajar el primero de enero ayuda a no terminar de acabar un año ni empezar otro. Ni siquiera el puente Luis I, que hace décadas rodábamos y teñíamos de rojo en anuncios de televisión para una aseguradora especialmente casposa, parece ya del color grisáceo del acero. Como sucede en la otra orilla del Duero, a los pies de uno de sus pilares hay músicos que versionan temas ajenos, que no suenan, así, ni a quien los cantara originalmente ni a quienes los versionan. El turismo es un creador de híbridos y lo raro en Oporto es que sus calles no parezcan necesitar esa fusión que en tantos lugares del mundo convierte en establecimientos de calidad dudosa cuanto podría querer consumir un turista.
Quizá porque lo paseamos sin apenas presencia de las hordas que cabe pensar invadan la ciudad cada tanto, sus calles están vacías a partir de las 23h, la música no atruena desde bares infames, ni siquiera las cadenas de comida barata parecen prevalecer sobre una oferta más sensata y acogedora. Solo los precios delatan de cuando en cuando que en muchos de esos sitios a quienes podrían esperar es a un visitante. Es, con todo, el precio más razonable que una ciudad tan atractiva debería exigir a quien llega a invadirla.
Visitadas cuando nadie se bañaría en ellas, a merced del viento del Atlántico y de la lluvia que ha empezado a caer, las piscinas das Marés, diseñadas por Álvaro Siza entre 1960 y 1973, también representan una forma digna, majestuosa de hecho, de convertir una costa intratable -el agua que baña Portugal está helada incluso en verano- en un habitáculo que doméstica, no el mar -del que se nutren las dos piscinas ubicadas en la playa de Leca de Palmeira-, sino a quienes se bañan en ella, convertidos así en alguien que está en una playa sin estarlo, que se baña en el mar sin bañarse. Que visita Oporto sin que a ésta parezca importarle demasiado.
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