Por si el aserto de Bioy Casares –para que el viaje tuviera sentido, uno no debería llevarse- no fuese ya completo, el acto de viajar tiende a la estrechez, como si cada etapa aspirara a que llegaras con menos carga encima a cada paso. Los pasillos que llevan a un avión son progresivamente angostos, y acaso la expansión de uno mismo que sientes al hallarte en un país que no es el tuyo lo fuera menos de no venir de ese útero mecánico que te fuerza a permanecer inmóvil como una oruga en tránsito. Cuánto de ese camino no tendrá que ver con lo que, fuera, se queda quieto el tiempo necesario para que te aclimates.
martes, 21 de agosto de 2012
green peace of mind
Si
la conciencia es un estado líquido, quizá la lluvia tenga que ver en ello. Y a
mayor cantidad de hierba que cuidar, más fácil sea asimilar que atender una
parcela tuya es como segar otra: no solo tú te beneficias, no solo lo que haces
por ti vive en tus ojos. Atravesada por canales, Holanda es verde y cívica,
aunque el orden de los factores no pueda probarse. No ayuda a la ecuación que
parte del gobierno incluyera, hasta bien poco, un partido de extrema derecha. Pero
incluso si la visión del país es solo un optimismo verde y evolucionado, como
el que Voltaire pusiera en su Cándido, la conclusión redime el alegato contra
la insensatez humana, en 1759 y hoy día. Solo en su final, tras afrontar
cuantas desgracias pueda alguien coleccionar, Voltaire pone en su desdichado y
no muy listo protagonista la única revelación fiable a su alcance: todo pudiera
reducirse a cuidar el propio jardín.
idea con paloma encima
En
Haarlem una iglesia lleva meses reencarnada en cervecería. La cerveza que se consume
se elabora entre esas mismas paredes y dos grandes depósitos se elevan en mitad
de la nave central, no mirando a donde se hallara el altar, sino a una salida
lateral, digamos de emergencia. La que me sirven es oscura y densa.
Probablemente no es culpa de nadie.
la playa de las maravillas
Es
rara la sensación de que todo está donde debe. Y en Holanda sucede allí donde miras.
Hasta que miras hacia arriba. Si el lunes la prensa hablaba de calor tropical
en sus calles, el sol de los dos días previos volvía irreal la idea de… hallarnos
a salvo de la ola de calor propia de la que huyéramos. Es en la playa donde
mejor confluyen ambos prodigios: a la casi absoluta ausencia de fealdad arquitectónica,
de que todos los volúmenes son lo que debieran, se suma la certeza de que pocos
de quienes llenan la arena deberían estar aquí si el clima fuera el normal. Esa
sensación de Alicia: normal crecer hasta asomar por el tejado si comes de una
galleta, normal menguar hasta caber en un bote si comes de otra.
A merced de Puck
Hay
que ser Nick Bottom, recién descubiertas sus orejas de burro tras venir de
dormir con una reina, para entender que dentro del sueño veraniego hay noche
oscura. Aunque también puedes volver de una playa próxima a Haarlem, después
del más inusualmente veraniego día holandés, y encontrarte a oscuras pedaleando
por una senda anochecida, siguiendo una tenue luz roja en la parte trasera de
la bicicleta de delante como quien sigue a un faro. Y eso es antes de que la
bicicleta de S. se averíe y tengamos que adentrarnos en el bosque a pie, sin
ver nada que no sean nuestras voces. Como cada minuto es más oscuro y más
hablamos, el círculo se cierra y más cerca estamos de estar soñando todo esto.
sombrero y leyes
Uno
siempre ha pensado que un sombrero representa, contiene, parte del civismo que ya
no llevamos en la cabeza. Otros sitios inusuales en que buscarlo son ese anuncio
que imprimía hace unos meses, en un programa de mano, el ruego de no toser,
carraspear o hacer gárgaras entre los movimientos de una sinfonía. O el cartel
que, nada más subir al tren que lleva de Amsterdam a Haarlem, advierte la obligación
de no hablar de forma que pueda molestar al resto de pasajeros. Entender que tu
silencio es parte de algo escrito en 1861 está condenado al fracaso porque quien
desprecia la instrucción lo hace sabiendo que el entorno –que tose, carraspea y
hace gárgaras al unísono- le ampara. Bastan unos minutos para que nadie en el
tren dude que somos españoles. De vez en cuando el tren se detiene en una
estación, emitiendo un chirrido desagradable, como si carraspeara.
lo que da igual
Durante
una cena en Amsterdam, un hombre describe la arquitectura que admiramos como el
producto del criterio de 10 expertos con la facultad de decidir si tu casa es o
no lo suficientemente holandesa. Los reparos que pone al contarlo no ocultan
que la uniformidad no impide la belleza. Y uno está tentado de decir que la
libertad arquitectónica plena que ha sembrado de edificios España los últimos
20 años parece haber sido condición de fealdad, como si solo se diera manga
ancha si te comprometes a que el traje sea malo, amén de espantoso. Dudosamente
la mejor arquitectura produce una mejor sociedad como su desdén la contraria. Pero
algo ha de contar que limitar la capacidad de tomar decisiones conviva en
Holanda con suelos más limpios, ciudadanos y bares menos groseros en el uso del
sonido, una población más sana, normas ambientales menos traspapelables, inexistencia
de corridas de toros, pintadas idiotas en cualquier lado, o la ausencia de la
alfombra de colillas que asfalta nuestro país. Se llama civismo y la razón de
que sea más fácil hallarlo en Holanda que en España es porque 40 años ya de
democracia no bastan para hacer entender que la libertad no es necesariamente
el derecho a ignorar al otro, y también porque la valentía individual necesaria
para jalear la tortura de animales, tomar las calles vandálicamente tras un partido
de fútbol o gritar en cualquier parte del mundo se torna cobardía pública a la
hora de acuñar normas que en lugar de contemplar la libertad de ser civilizados,
educados, sensatos, la exijan. Convertir las calles en anuncios idénticos de la
armonía buscada no se antoja un precio muy elevado.
una pierna delante de la otra
Insospechadamente ha venido uno a Haarlem a ver revelado un concepto que jamás pensé entendería, y así, la pregunta de cómo podrá alguien asistir a un desfile de moda sin encontrarlo previsible hasta el aburrimiento, halla su respuesta en estas calles y playas holandesas en las que uno no puede dejar de mirar el paso infinito de mujeres idénticas que entran y salen de los bares, las tiendas o el mar sin que te canses de contarlas. O quizá es al revés y te has cansado de contarlas. Y como ocurre en los desfiles, uno sigue ahí porque sabe que se acaban. También ese otro matiz: lo poco que se parece lo que desfila ante tus ojos con lo que uno ve después en el metro. En la imagen, tres holandesas.
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