miércoles, 4 de abril de 2018

La ciudad legible


En una sala del Neues Museum, la que sigue a la abarrotada habitación de Nefertiti, bustos respectivos de Sócrates, Eurípides y Esquilo hallan, al otro lado de la amplia sala rectangular, una estatua del lector jefe Pedamenope, hallado en Karnak y datado en el siglo VI a.c. Labrada en piedra oscura con forma de bloque cuadrado, es una figura sentada en el suelo y que se abraza las rodillas. Más que un lector parece un oyente.
La forma en que la cultura aúna extremos halla en Berlin ejemplos explícitos: a escasos metros de la plaza en que se quemaran libros en la Alemania nazi, la sede de la Staatsoper alumbra la maravilla operística a su mejor nivel. Y también ejemplos más discretos: si justo enfrente del edificio diseñado por Walter Gropius para albergar el archivo permanente de la Bauhaus se halla la sede de la Unión Demócrata Cristiana, su alianza reciente con el partido Socialdemócrata acaba de costar el puesto a su máximo dirigente, Martin Schulz, un hombre que regentó su propia librería durante doce años.
En la peripecia de los maestros de escuela que aparecen en la narrativa dejada por la Primera Guerra Mundial puede leerse el destino de sus lecciones: si en Sin novedad en el frente, Erich María Remarque puso al profesor Kantorek a alentar a sus alumnos contra el deshonor de no acudir al frente, en La iniciación de un hombre/ 1917, John Dos Passos honraba al maestro francés en su jardín, -“algo evocaba en él el siglo XVIII”- rodeado de rosas tardías y caléndulas, agostadas, desvaídas por el polvo de los transportes de tropas norteamericanas. Cómo los cuerpos encorvados y cubiertos de lodo tenían caras “como las de los débiles y delicados rostros de los niños: tiernos y sonrosados bajo el barro y el vello”. La única vez que, en su Tempestades de acero, Ernst Jünger dice haber visitado a los padres de un soldado caído es para honrar al hijo de un maestro de escuela; incluso al rememorar, de anciano, la forja de su carácter en su novela breve y póstuma Venganza tardía (1991), el relato es el de un niño contra sus maestros. Al notar cómo el trazo de las notas tomadas durante los cuatro años del conflicto sugiere dónde debió escribirlas, las únicas cuya letra tiene la legibilidad aprendida en los ejercicios escolares es la escrita en los instantes de paz.
Probando que los libros necesarios solo los leen quienes no los necesitan, el primer volumen de mein kampf fue publicado en 1925, ocho años antes de que hitler accediera al poder. Los tres años previos a su triunfo electoral vendió entre 200.000 y 400.000 copias (según la fuente) solo en Alemania a un precio -12 marcos- que no muchos podían permitirse en plena resaca de la Gran Depresión originada en Estados Unidos. Antoine Vitkine cuenta en su ensayo sobre el libro que esa categoría fiscal -escritor- es la que hitler declaró durante los veinte años que vivió a partir de su publicación. Mein kampf era ofrecido a todas las parejas que se casaban, enseñado a los niños, impreso en alfabeto braille, ofertado como regalo de navidad. La mediocridad estilística del primer borrador fue corregida por un equipo que incluía a rudolf hess, a un crítico musical y un sacerdote.
Estremece que el título que hitler eligiera originalmente para su obra -Cuatro años de lucha contra las mentiras, la estupidez y la cobardía- no fuera en su día, incluso si inédito, leído justo como lo que es desde sus primeras líneas: el resultado de demasiados años a merced de sus propias mentiras y su propia estupidez. Cuando señala a los judíos como causa de todos los males, esgrime el delirio de que “el joven judío de pelo negro espía, durante horas, con el rostro iluminado de una alegría satánica, a la muchacha inconsciente del peligro de deshonra de su sangre y de enajenación de su pueblo de origen. Por todos los medios trata de degradar las bases sobre las que descansa la raza del pueblo al que quiere subyugar. De la misma manera que corrompe sistemáticamente a mujeres y niñas, no vacila en derruir en gran medida las barreras que la sangre interpone entre los otros pueblos. Fueron y son aún hoy los judíos quienes llevaron a los negros al Rin, siempre movidos por el mismo pensamiento secreto y la misma evidente finalidad: destruir, por el envilecimiento resultante del mestizaje, esta raza blanca que odian, hacerla caer del elevado nivel de civilización y organización política al que ha llegado y convertirse en sus amos”. Dicho eso, sugiere un encaje estratégico con Inglaterra, como si todo lo anterior tuviera la más natural aceptación en un sistema parlamentario.
Las lecciones que no llegó a entender al abandonar la educación secundaria sin un título a los dieciséis años acaso las inventó únicamente para hallar consuelo en ellas. El primer sorprendido al hallar eco en otros debió ser él. Antes de lograr la impunidad total, hitler debía sentirse validado por haber anunciado con tanta antelación, y exuberante difusión, su breviario psicótico sin las menores consecuencias negativas. Más aún porque, como señala Vitkine, al presentarse como escritor, dejaba de ser instantáneamente un golpista fracasado o un mero turbulento desequilibrado. El paraguas de prestigio literario que luego enviaría a la hoguera le servía en 1925 para presentarse en público como un teórico. Qué parte del sentimiento de providencia al que se sentía llamado no era sino la maravilla de hallar entusiasmo ante la exhibición impúdica de lo peor que podía sacar de sí mismo.
Entre los cómplices de primera hora, pocos como hess debieron advertirlo y no solo porque le tocara corregir el primer borrador: al contrario que hitler, hess estudió ciencias políticas y recibió formación en comercio. Uno no puede evitar desear más dolor a quienes, aclamando al loco que solo pareciera haber estudiado odio, sí tenían estudios para advertir el abismo al que se precipitaban: speer era arquitecto; goebbels, doctor en filología; himmler estudío agronomía; goering amaba la pintura de Rubens, Tiziano y Da Vinci.
Y ese dolor íntimo con suerte ni siquiera necesitaba recaer sobre los más próximos a hitler: quien aspirara a hacer carrera en el partido nazi debía ser capaz de citar la obra de aquel. Y era un libro en dos volúmenes. Una sola lectura no debía bastar. Quien experimentara asco, desprecio o directamente no hallara un solo párrafo cuerdo debía, a cambio de su supervivencia política, tragar el veneno las veces que fuera suficiente. Uno de ellos debía ser el oficial nazi, tan valientemente escrito por Jean Bruller en 1942, que Jean Pierre Melville llevó a cine respetando el título de la novela -El silencio del mar (1949).
Si algo emanaba algunas de las páginas de mein kampf era un silencio incómodo. Entremezclado con el dictamen más enloquecido sobre lo judío y el destino de Alemania, quien se asomara a él leería, sin poder evitar sentirse mencionado, cómo “la facultad de asimilación de las masas es muy restringida y corto su entendimiento. Por tanto, toda propaganda eficaz debe limitarse a muy pocos puntos y hacerlos prevalecer mediante fórmulas estereotipadas y repetidas todo el tiempo que sea necesario… el pueblo alemán se halla en una disposición y un estado de espíritu tan femeninos, que sus opiniones y sus actos están determinados mucho más por la impresión de sus sentidos que por la pura reflexión”.
Publicado en 1939 aunque ambientado, y escrito en tiempo real, en los años del ascenso nazi durante la República de Weimar, Adiós a Berlín, de Christopher Isherwood, es otra forma de leer sobre un tiempo de hiperinflación en el que toda idea, hasta la más abyecta, valía más al día siguiente de ser enunciada.
Como las antigüedades que relucen hoy en los escaparates berlineses acreditando que en este país existió desde hace un siglo largo una clase media, incluso si arruinada dos veces en la primera mitad del siglo XX, escribió Isherwood que el mobiliario de la habitación que ocupaba en 1930, “macizo, pesado”, lleno de objetos que en sí mismos podían preludiar una guerra –“candelabros que con forma de serpientes entrelazadas, un cenicero del que surge la cabeza de un cocodrilo, un abrecartas copiado de una daga florentina, un delfín de latón que sujeta en el borde de la cola un pequeño reloj roto”- acaso “puede que simplemente sean fundidas para hacer municiones en una guerra”.
El 23 de abril de 2018 El País contaba una muerte y una resurrección parcial: la muerte se ocupaba de Raymonde Jeanmougin, última superviviente de la unidad de conductoras de ambulancias francesas integrada en la 2ª División Blindada del general Philippe Leclerc que participara en la liberación de París y llegará incluso al refugio de hitler en los Alpes Bávaros. Y la resurrección, de un cruce de postales entre Ana Frank y una niña de Danville, Iowa, en abril de 1940 que quedaría sin más respuestas.
Ese día de 2018 era también el día del libro y al llegar a la librería de un amigo, hallé en ella esperándome el ejemplar de mein kampf en castellano que una amiga mutua había dejado allí como regalo. Lo cogí con una delicadeza que era solo estremecimiento y que se acentúo al hallar mi amigo que esa edición era la de 1937.
Todo estaba vivo aún. Alemania no invadiría Polonia hasta 1939. Uno podía leer sus 368 páginas en una semana y esperar dos años todavía a que sus amenazas comenzaran a buscar su lugar en el mundo real. Esa espera, en la que muchos alemanes escogieron el exilio, era en España doble: si leído en el lado fascista, imaginaba ganar también desde fuera la guerra civil a la que aún restaba un año. Si leído en el lado constitucional, incrementaba aún más el delirio asesino que se cernía sobre Europa. Cuatro años antes, acaso Stefan Sweig había empezado a escribir lo que luego sería El mundo de ayer nada más terminar de leer el libro de hitler.

No hay comentarios:

Publicar un comentario