En la Alemania de entreguerras del siglo XX creer en algo era una obligación cercada por la hiperinflación, el pago de las reparaciones de guerra impuestas por los vencedores de la Primera Guerra Mundial en el Tratado de Versalles, y la radicalización política cuyo mayor logro iba a ser hacer recaer sobre la República de Weimar el precio social de una guerra perdida por una generación educada para gestionar un imperio al precio que fuera. Cuando el nazismo recuperó la idea de un imperio de 1000 años solo estaba sembrando el suelo arado previamente en tiempos de paz.
Thea von Harbour, que nació en
una localidad del imperio alemán y murió en la capital de ese imperio
convertido en nación aniquilada, escribió Metrópolis (1926) en medio de ese
tiempo y lo llenó de quienes, confinados en una ciudad subterránea, vivían
exhaustos a costa de pagar con cada gramo de sus vidas el precio impuesto por
quienes vivían arriba, en edificios y calles idénticos a los que Fritz Lang iba
a tomar de Nueva York para rodar, un año más tarde, su adaptación a cine.
Los cincuenta millones de
habitantes que von Harbour puso a habitar en los dos estratos de la ciudad eran
en ese momento el 80% de los que vivían en Alemania. Si es incierto aventurar
que von Harbour llegara a leer alguno de los dos volúmenes en que fue editado
mein kampf entre 1925 y 1926, hitler vío y apreció la película de Lang. Lo que
aquella pudiera leer en la obra de hitler -nacionalización de las masas,
identificación y aniquilación del enemigo, y expansión geográfica hasta ocupar
el país el espacio de su destino- es, aunque detectable en la novela, menos
obvio que lo que aquel pudo, en su mente enloquecida, extraer de la metáfora
harbouriana por la que unos yacían en las sombras, privados de sus derechos y
del espacio para desarrollarlos, y otros prosperaban a plena luz del día a
costa de la sangre de los primeros.
Si von Harbour quería dejar
alguna pista que hitler pusiera seguir sin gran esfuerzo de traducción, no se
esforzó mucho por restar malignidad al científico Rotwang -llegado de lejos,
sombrío, su mente brillante dedicada a la investigación secreta, que habita la
casa maldita de Metrópolis y cuyas claves parecen regidas por el poder de la
estrella de Salomón, que desde cada dintel abre e impide, permite o encierra a
quienes intentan franquear sus muros.
Más vieja que la ciudad, esa
casa “era incluso más vieja que la
catedral y ya existía antes de que el Arcángel Miguel intercediera ante Dios,
sombría y malvada… había sido construida por un mago (a quien siguió la peste)
en siete noches… unas piedras que se desprendieron mataron a quienes osaron
poner la mano en sus muros para tirarlos… parecía como si la plaga que había
seguido al mago se agazapara y asaltara a los hombres que morían sin que se
supiese la enfermedad”.
Von Harbour vivió lo bastante
para ver cómo la división de Berlín parecía imitar la que pusiera en su novela.
Sin el engrudo religioso que inunda la película, extrañamente sin ahogarla, y sin
la malignidad judía marionetísticamente volcada en el científico Rowang, ambos
lados del muro podrían haber defendido su posición en la trama como la de un
bando traicionado por una idea diseñada para buscar su ruina: el lado obrero,
como víctima enésima de la maquinaría capitalista. El lado capitalista, como bando
débilmente entregado a los placeres de la vida sin saber de las condiciones
infrahumanas de otros, y a expensas, en cualquier caso, del poder omnímodo de quienes
lo ejercen en la sombra.
El
mediador entre aquellas dos ciudades simultáneas y la actual capital de
Alemania es, casi un siglo más tarde, una maquinaría igual de incesante y que
parecería similarmente salida de una misma cabeza, esta vez para armonizar la
energía creativa que reluce en tiendas de Prenzlauer Berg, bares en Scheunenviertel,
librerías en Mitte, arquitectura de Potsdamer Platz, galerías de arte en
Alexanderplatz o restaurantes en Kreuzberg.
Así,
la ciudad que concentrara durante cuarenta y un años dos ciudades bajo el mismo
nombre pero en mundos opuestos, oferta hoy un deslumbrante ejercicio de
uniformidad incluso donde su arquitectura observa con ojos de mr. Hyde la
presencia del dr. Jekyll en la acera de enfrente. Y que tiene uno de sus más
obvios reflejos en los carteles pegados en las paredes de cualquier barrio, que
parecerían realizados, si no por el mismo estudio de diseño, sí bajo una
pasmosa uniformidad en la ambición gráfica, como si el baremo en la elección
tipográfica o el simbolismo sin complejos conviviera dentro de cada habitante
que pasa delante de ellos con el gusto por la cerveza, la bollería magnífica,
la arquitectura espléndida o el gusto por sentarse en una terraza en cuanto el
termómetro supera los diez grados.
Ubicado
en uno de los rascacielos de Postdamer Platz, eje del encuentro de las ciudades
antes separadas, el Museo del cine oferta carteles de Metrópolis antiguos y
modernos, honrando el esfuerzo que en
1972 llevó al Archivo Nacional del cine de la RDA a efectuar el primer intento
de restauración del montaje original, añadiendo algunas escenas, pero sin un
guión claro que determinase qué había en la versión original, enésima metáfora
de lo incompleto que cuenta la película. “Estoy
deseando que me pongas nombre” -dice el robot humanoide en la novela al
hombre que encargara su creación.
Al
final de la guerra, los bombardeos incesantes y despiadados sobre Alemania
añadieron un símil más que ya nadie estaba en condiciones de advertir.
Convertido el país entero en una fábrica de armamento, las ciudades
industriales y las que intentaban serlo atrajeron sobre sí millones de bombas
que devastaron el paisaje y a quienes se refugiaban en sótanos que muchas veces
acababan siendo solo otro tipo de horno. Cientos de miles de civiles ardían
bajo las bombas, y los millones de metros cúbicos de hormigón destinados a
búnkeres que en un momento fueron desviados para alimentar la construcción de
estructuras militares -“Cuando la muralla
atlántica estuvo levantada a tiempo para su fracaso, los medios previstos para
los búnkeres se destinaron al traslado de la industria” -escribe Jörg
Friedrich en El incendio, Alemania bajo los bombardeos- volvieron a ser
empleados para fortalecer los búnkeres cuando hitler se resignó a que éstos
fueran “el último hombre” de la
ciudad derruida.
Las industrias que en horarios ininterrumpidos proveían de armamento al reich se refugiaron en el subsuelo acorazado, allí donde von Harbour puso a los obreros a descansar. Cuando éstos subían finalmente a la superficie, veían lo mismo que Lang puso al final de su película. Pero quienes se estrechaban las manos felicitándose hablaban otro idioma.
Las industrias que en horarios ininterrumpidos proveían de armamento al reich se refugiaron en el subsuelo acorazado, allí donde von Harbour puso a los obreros a descansar. Cuando éstos subían finalmente a la superficie, veían lo mismo que Lang puso al final de su película. Pero quienes se estrechaban las manos felicitándose hablaban otro idioma.
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