lunes, 9 de abril de 2018

Berlinópolis


En la Alemania de entreguerras del siglo XX creer en algo era una obligación cercada por la hiperinflación, el pago de las reparaciones de guerra impuestas por los vencedores de la Primera Guerra Mundial en el Tratado de Versalles, y la radicalización política cuyo mayor logro iba a ser hacer recaer sobre la República de Weimar el precio social de una guerra perdida por una generación educada para gestionar un imperio al precio que fuera. Cuando el nazismo recuperó la idea de un imperio de 1000 años solo estaba sembrando el suelo arado previamente en tiempos de paz.
Thea von Harbour, que nació en una localidad del imperio alemán y murió en la capital de ese imperio convertido en nación aniquilada, escribió Metrópolis (1926) en medio de ese tiempo y lo llenó de quienes, confinados en una ciudad subterránea, vivían exhaustos a costa de pagar con cada gramo de sus vidas el precio impuesto por quienes vivían arriba, en edificios y calles idénticos a los que Fritz Lang iba a tomar de Nueva York para rodar, un año más tarde, su adaptación a cine.
Los cincuenta millones de habitantes que von Harbour puso a habitar en los dos estratos de la ciudad eran en ese momento el 80% de los que vivían en Alemania. Si es incierto aventurar que von Harbour llegara a leer alguno de los dos volúmenes en que fue editado mein kampf entre 1925 y 1926, hitler vío y apreció la película de Lang. Lo que aquella pudiera leer en la obra de hitler -nacionalización de las masas, identificación y aniquilación del enemigo, y expansión geográfica hasta ocupar el país el espacio de su destino- es, aunque detectable en la novela, menos obvio que lo que aquel pudo, en su mente enloquecida, extraer de la metáfora harbouriana por la que unos yacían en las sombras, privados de sus derechos y del espacio para desarrollarlos, y otros prosperaban a plena luz del día a costa de la sangre de los primeros.
Si von Harbour quería dejar alguna pista que hitler pusiera seguir sin gran esfuerzo de traducción, no se esforzó mucho por restar malignidad al científico Rotwang -llegado de lejos, sombrío, su mente brillante dedicada a la investigación secreta, que habita la casa maldita de Metrópolis y cuyas claves parecen regidas por el poder de la estrella de Salomón, que desde cada dintel abre e impide, permite o encierra a quienes intentan franquear sus muros.
Más vieja que la ciudad, esa casa “era incluso más vieja que la catedral y ya existía antes de que el Arcángel Miguel intercediera ante Dios, sombría y malvada… había sido construida por un mago (a quien siguió la peste) en siete noches… unas piedras que se desprendieron mataron a quienes osaron poner la mano en sus muros para tirarlos… parecía como si la plaga que había seguido al mago se agazapara y asaltara a los hombres que morían sin que se supiese la enfermedad”.
Von Harbour vivió lo bastante para ver cómo la división de Berlín parecía imitar la que pusiera en su novela. Sin el engrudo religioso que inunda la película, extrañamente sin ahogarla, y sin la malignidad judía marionetísticamente volcada en el científico Rowang, ambos lados del muro podrían haber defendido su posición en la trama como la de un bando traicionado por una idea diseñada para buscar su ruina: el lado obrero, como víctima enésima de la maquinaría capitalista. El lado capitalista, como bando débilmente entregado a los placeres de la vida sin saber de las condiciones infrahumanas de otros, y a expensas, en cualquier caso, del poder omnímodo de quienes lo ejercen en la sombra.
El mediador entre aquellas dos ciudades simultáneas y la actual capital de Alemania es, casi un siglo más tarde, una maquinaría igual de incesante y que parecería similarmente salida de una misma cabeza, esta vez para armonizar la energía creativa que reluce en tiendas de Prenzlauer Berg, bares en Scheunenviertel, librerías en Mitte, arquitectura de Potsdamer Platz, galerías de arte en Alexanderplatz o restaurantes en Kreuzberg.
Así, la ciudad que concentrara durante cuarenta y un años dos ciudades bajo el mismo nombre pero en mundos opuestos, oferta hoy un deslumbrante ejercicio de uniformidad incluso donde su arquitectura observa con ojos de mr. Hyde la presencia del dr. Jekyll en la acera de enfrente. Y que tiene uno de sus más obvios reflejos en los carteles pegados en las paredes de cualquier barrio, que parecerían realizados, si no por el mismo estudio de diseño, sí bajo una pasmosa uniformidad en la ambición gráfica, como si el baremo en la elección tipográfica o el simbolismo sin complejos conviviera dentro de cada habitante que pasa delante de ellos con el gusto por la cerveza, la bollería magnífica, la arquitectura espléndida o el gusto por sentarse en una terraza en cuanto el termómetro supera los diez grados.
Ubicado en uno de los rascacielos de Postdamer Platz, eje del encuentro de las ciudades antes separadas, el Museo del cine oferta carteles de Metrópolis antiguos y modernos,  honrando el esfuerzo que en 1972 llevó al Archivo Nacional del cine de la RDA a efectuar el primer intento de restauración del montaje original, añadiendo algunas escenas, pero sin un guión claro que determinase qué había en la versión original, enésima metáfora de lo incompleto que cuenta la película. “Estoy deseando que me pongas nombre” -dice el robot humanoide en la novela al hombre que encargara su creación.
Al final de la guerra, los bombardeos incesantes y despiadados sobre Alemania añadieron un símil más que ya nadie estaba en condiciones de advertir. Convertido el país entero en una fábrica de armamento, las ciudades industriales y las que intentaban serlo atrajeron sobre sí millones de bombas que devastaron el paisaje y a quienes se refugiaban en sótanos que muchas veces acababan siendo solo otro tipo de horno. Cientos de miles de civiles ardían bajo las bombas, y los millones de metros cúbicos de hormigón destinados a búnkeres que en un momento fueron desviados para alimentar la construcción de estructuras militares -“Cuando la muralla atlántica estuvo levantada a tiempo para su fracaso, los medios previstos para los búnkeres se destinaron al traslado de la industria” -escribe Jörg Friedrich en El incendio, Alemania bajo los bombardeos- volvieron a ser empleados para fortalecer los búnkeres cuando hitler se resignó a que éstos fueran “el último hombre” de la ciudad derruida.
Las industrias que en horarios ininterrumpidos proveían de armamento al reich se refugiaron en el subsuelo acorazado, allí donde von Harbour puso a los obreros a descansar. Cuando éstos subían finalmente a la superficie, veían lo mismo que Lang puso al final de su película. Pero quienes se estrechaban las manos felicitándose hablaban otro idioma.

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