domingo, 15 de abril de 2018

La música de las esferas negras


Como si una profecía sobre el valor y densidad de lo musical en Alemania, Wagner acuñó la idea de obra de arte total, no para ponderar mejor la que constituía su oficio, sino para integrar todas las artes interpretadas a la vez. Hoy, uno puede salir de un museo de las vanguardias en Berlín, caminar unos metros y entrar en otro donde la arquitectura remozada es tan admirable como las esculturas del mundo antiguo que alberga, y de camino a cualquiera de sus teatros de ópera pasar delante de un museo del cine o de sus espacios que albergan teatro. Pero la idea ya existía antes de Wagner, en cierta cualidad del genio alemán para el que la acumulación de saberes parecería una tradición que va de Goethe a Humboldt, de Gauss a Röntgen, de Einstein a Mies van de Rohe.
Goethe, que comparte con Schiller una estatua en la ciudad de Weimar y que después de conocer como nadie sus pensamientos llegó a conocer como nadie el cráneo de su amigo difunto al tenerlo con él tras su muerte, dijo de éste algo que J.P. Eckerman recogió en su libro de Conversaciones con él (libro que Christopher Isherwood se dio a sí mismo en su encarnación como personaje en Adiós a Berlín) y que se proyecta hacia delante como una advertencia no escuchada: “por causa de su orientación filosófica ha llegado al extremo de situar a la idea por encima de la naturaleza; es más, llega incluso a aniquilarla. Convierte en hechos todas sus ideas, tanto si son acordes con la naturaleza como si la violentan”.
En el camino tortuoso hacia su destino actual como himno europeo, la novena sinfonía de Beethoven, reclutada para la causa nazi, sonaba cada 20 de abril por la megafonía de las ciudades alemanas para celebrar el cumpleaños de hitler, y en ello quizá la estatua de Schiller, autor de la oda a la alegría, da la espalda al Konzerthaus desde el centro mismo de la Gendarmermarkt, en Berlín. Allí donde precisamente la interpretación de la novena sinfonía -estrenada en el Konzerthaus en 1826- fue el último acto público de la RDA antes de su caída un día después en octubre de 1990.
Como ocurrió con todas las artes al contacto con el nazismo, la música que salía de manos judías fue anatemizada aunque para ello hubiera que trasponer al sabido argumento de conspiración milenaria el de modernidad destructiva. Como Bruno Walter u Otto Klemperer en el podio, Arnold Schoenberg o Kurt Weill ardieron en los atriles de las orquestas alemanas. Cuanto director de orquesta, cantante, instrumentista o profesor de música judío tuviera un empleo lo perdió en 1933.
Solo durante los once años que van desde 1933 a 1944 se estrenaron en Alemania 164 óperas. Es arduo saber si justo el papel concedido a la música por los órganos propagandísticos nazis no sembró las bases de la proliferación actual de espacios para la ópera y las músicas sinfónicas y de cámara en Alemania. “El público consideraba el concierto como una ceremonia religiosa. Su tenso y devoto entusiasmo oprimía como un dolor de cabeza” -escribió Christopher Isherwood en su testimonio de aquellos días, Adiós a Berlín.
Las orquestas posibles o imposibles eran demandadas por los nazis por doquier: en pueblos ocupados donde los músicos locales habían de actuar para los oficiales, en agrupaciones estables dentro de las propias ss, en cafés y cabarets dentro de los propios guettos. La música de Wagner, Beethoven, Schubert o Bruckner era interpretada en los propios campos de exterminio por orquestas estables formadas por prisioneros. La música estaba presente en ejecuciones y torturas, cantar estaba entre las demandas que acompañaban los trabajos más extenuantes. Uno de ellos pudo haber incluido tocar la obertura que hitler llegó a esbozar.
El cine reciente ha contado esa pulsión de la sensibilidad inserta como un infarto controlado dentro la insensibilidad: en La lista de Schindler (1993) un oficial de las ss halla un piano en medio del desalojo violento del gueto de Varsovia e interpreta en él una suite de Bach. En El pianista (2002), al ser descubierto el protagonista por un oficial, éste le pide que toque algo. El Nocturno de Chopin salvó la vida del pianista judío, al que el oficial -Wilhelm Hosenfeld- ayudó a sobrevivir hasta la llegada inminente del ejército ruso.
El mismo año que Claude Lanzmann presentó su documental El último de los injustos (2013), Deutsche Gramophon editó un documental dirigido por Dorothee Binding y Benedict Mirow, que recoge, no solo las músicas compuestas en el campo de concentración de Theresienstadt y que Anne Sofie Von Otter recuperó en un disco seis años antes, también un estremecedor documental que aúna a varios de los instrumentistas tocando allí donde las piezas fueron creadas, incluyendo a uno de los músicos –Coco Schumann- que sobrevivieran al campo, acompañando el retorno de los únicos sonidos que no hablaran de muerte, o de su eco inconcebible: la melodía que los presos ensayaban en la nave que contenía los aseos, a escasos metros de los crematorios, era la Oda a la alegría, de Schiller.
Incluso sin necesidad de representar que Theresienstadt era un campo distinto que el nazismo empleó como artefacto propagandístico, lo era: hasta cuatro conciertos tenían lugar a diario. La ópera infantil de Hans Kràsa –Brundibar- fue interpretada más de 55 veces, siendo, a pesar de ello, raramente el mismo reparto: los niños eran enviados a Auswitchz. Solo 250 de los 11.000 que albergaran sus muros sobrevivieron. Violette Jacquet-Silberstein, violinista en la orquesta de mujeres que tocara en Auswitchz, vivió para ver bajar de los trenes a esos niños solo para corroborar cómo la música apenas salvaba tanto como lo hiciera la mera suerte, y fallecida en febrero de 2014, acaso también a tiempo de ver el documental de Lanzmann, o el de Binding y Mirow. Quizá ya por entonces su memoria le había puesto a salvo de reconocerse en quienes aparecen en ellos. Sesenta años antes o después, de qué forma, sin la sensación de irrealidad permanente, de teatro absurdo y trágico, podía sobrevivirse en Theresienstadt o Auswitchz sin volverse loco. Privados de partituras, la mayoría de los músicos de Theresienstadt tocaba de memoria. A cuántos no salvaría el tener que recordar cada día miles de acordes y no lo que, como las ventanas o los somieres, no servía para alimentarles. 
Willhem Fürtwangler que, al contrario que Karajan, no hubo de perder el control de un concierto de Los maestros cantores para ganarse el desdén de hitler, defendió tras la guerra el derecho de nazis y no nazis a refugiarse en la música de Beethoven en tiempos en que ese era el único búnker que protegía realmente las vidas de quienes escuchaban cuantos sonidos pudiera producir el horror desde la mañana a la noche. Años después, en sus viajes por escenarios europeos y norteamericanos, era “obligado a salir a saludar incluso desmesuradamente, lo que le dedicaban eran más absoluciones de penitencias comunitarias que ovaciones” – escribe Batista.
La misma sede de la Filarmónica de Berlín (aunque no el mismo edificio) en la que Furtwängler dirigiera sinfonías de Beethoven en los cumpleaños de hitler acoge, cuando vamos, un programa dedicado a Mendelssohn, judío alemán del siglo XIX permitido fugazmente y prohibido después, al extremo de encargar, y conseguir, de carl orff que reescribiera la música de aquel, quizá para compensar que la propia sinfonía postrera de Beethoven fue encargada por la Sociedad Filarmónica… de Londres.

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