Hay procesos históricos que parecen reducirse a un mero ejercicio de compensación: el recluta que recibiera la noticia de la capitulación alemana en una cama austera de hospital y que años más tarde escribiría sus memorias anticipadas en la celda de una prisión, acabó nombrando ministro de armamento a un arquitecto, que a su vez escribió las suyas en otra prisión, tras seguir al pie de la letra los planos de aquel.
De
la austeridad de la celda que acogiera a adolf hitler salió el mapa nítido de
los crímenes contra la humanidad que Alemania iba a cometer como si leyera el
manual de instrucciones que es mein kampf. Pero de esas paredes desnudas salió
también la ensoñación de destino ario que requería el desvarío arquitectónico
que convertiría a albert speer en el hombre más cercano a hitler y al que
debemos dos grandes paradojas: la primera, la transición de arquitecto jefe del
tercer reich al diseño y supervisión de las fábricas necesarias para abastecer
de armamento a su país. Es decir, la responsabilidad simultánea de diseñar un
urbanismo que resistiera los siglos de imperio germánico por llegar, y la de proveer
de bombas, submarinos y tanques a quienes tenían la misión de destruir el
urbanismo ajeno.
Y
una segunda no menos asombrosa: en un reverso de la función anterior, negarse a
ejecutar la orden de autodestrucción total que Hitler firmara quince días antes
de suicidarse. Hay que imaginarse a speer entrando en un despacho del búnker a
recibir una orden como ministro de armamento y salir de él habiéndola leído
como arquitecto incapaz de ejecutar la orden de destruir lo poco del nazismo
edificado que aún pudiera servir de algo a su país una vez perdida la guerra.
Speer
vivió lo suficiente tras su liberación para entender que las fotografías de su
maqueta del Berlín proyectado a dos manos con hitler es lo que quedaría de él
como arquitecto. E incluso sobre esas imágenes debía flotar la bomba verbal que
su propio padre lanzara sobre el régimen nazi al contemplar la maqueta: “todos vosotros os habéis vuelto
completamente locos”.
Mies
van der Rohe llegó a Chicago el mismo año que speer tuvo listos los planos de
la nueva cancillería del reich. Su última obra antes del exilio era la casa
Lemke, al noreste de Berlin. Cuando éste fue liberado en 1966, la casa Lemke aún
seguía presa de la Segunda Guerra Mundial, esta vez bajo supervisión soviética.
Requisada por el ejército rojo en 1945, fue empleada sucesivamente de garaje,
almacén, lavandería y cantina para los empleados de la policía secreta de la Alemania
bajo control ruso. El jardín que da al río había sido asfaltado y convertido en
aparcamiento. Ocho años antes, Brecht había insertado en su Terror y miseria
del tercer Reich (1938) a una pareja que decide no invitar a cenar a los Lemke
para que no insistan en “su escasa
preocupación por la defensa antiaérea”.
La
zona es hoy un tranquilo barrio berlinés de edificios y casas unifamiliares, y
la casa Lemke, un museo que expone arte contemporáneo y que puede visitarse el
mismo día que uno desciende a cualquiera de los búnkeres ordenados construir
por speer en los últimos dos años de la guerra, cuando los bombardeos sobre
Berlín eran devastadores.
Rodeado
de carniceros de primera hora -goering, himmler- hitler acaso vio en speer lo
que él mismo debía pensar como destino abortado de su vida: alguien dotado para
la creación de belleza y armonía, al que se le impone un destino más sagrado
aún. Un pintor frustrado encargando a un arquitecto la supervisión de lo
necesario para destruir el mundo antes de poder edificarlo de nuevo pudiera
tener más que ver con la necesidad de sensibilidad que con la de obediencia: a
esas alturas hitler ya sabía que la única forma que tenía un dios de atender a
algo con interés era buscar a alguien que le demostrara que no lo era. De
cuantas artes pueden ser explicadas a un hombre, la arquitectura es, a un
tiempo, una que permite la opinión de un ignorante y también el respeto debido
a las reglas ocultas que requiere. Speer escribió no haber sentido nunca la
presión de hitler por imponer su criterio.
Y
no es que sus ansías expresivas no pugnaran por compensar sus limitaciones
afectivas: escribe Antonio Batista en La sinfonía de la libertad que hitler dibujó
borradores escenográficos de una ópera de Wagner -Wieland el herrero-, escenas
de otras -El anillo del nibelungo y Los maestros cantores- y, delirio enésimo, una
escenografía para Lohengrin que “emulaba
las reuniones del partido, con sus banderas y parafernalia y, aún peor, con
instrucciones a los directores de orquesta para que el espíritu militar de la
cuadratura que marcaba el paso de marcha se impusiera a la libertad lírica”. El
montaje giró por toda Alemania.
Speer
correspondió a la generosidad de su contratista cumpliendo el sueño enloquecido
de hitler de la única forma posible: devolviéndolo a su condición de
ensoñación. Mientras caminaba diariamente por el patio de la prisión de Spandau
en que penó sus veinte años de condena, speer se imaginó caminando de Berlin a
Heidelberg. Y después, recorriendo el mundo con la ayuda de libros de viajes y
mapas. Desde el
norte de Alemania a Asia empezando por el sur antes de entrar en Siberia,
cruzar el estrecho
de Bering y poner rumbo al sur para finalizar a 35 km al sur
de Guadalajara, en México.
En el proceso, cumplió también otra etapa en el
viaje de hitler hacia la locura: la lectura compulsiva. Speer leyó más de 500
libros en sus tres primeros años en la cárcel. Siendo uno de los pocos jerarcas
nazis que se declararon abiertamente culpables de pertenecer a un régimen
criminal, no le debía costar trabajo pensar que mejor hubiera sido si hubieran
invertido sus destinos: speer acaso habría dado a la Bauhaus la oportunidad de
cambiar Alemania sin tener que sacarla antes de las ruinas, y hitler como
ministro de armamento habría tenido mejor ocasión de volarse la cabeza como
quisiera tras el fallido golpe de estado en 1923.
Mientras
la arquitectura de la conquista nazi se hundía en Stalingrado a principios de
1943, en una zona del desierto de Utah eran levantadas réplicas de bloques de
pisos berlineses en los que ensayar la devastación que los bombardeos aliados iban
a infligir a la capital alemana en los dos últimos años de la Segunda Guerra
Mundial. Construidos por dos arquitectos judíos emigrados a Estados Unidos, los
edificios apenas tenían dos plantas, ya que las bombas usualmente solo
destruían los pisos superiores.
En el modelo real, un hombre permanecía en cada edificio mientras el resto de inquilinos se refugiaba en el sótano. El guardián del refugio patrullaba el edificio y se apostaba finalmente en el caballete del tejado, bajo el que observaba el curso de las bombas a través de una rejilla de observación. El miedo que pasaban tanto los habitantes de la trampa mortal que eran los sótanos, como quien se apostaba en los tejados rezando para que las bombas fueran incendiarias y no explosivas debían ser secretos tan imposibles de transmitir como simultáneamente envidiados por quien experimentaba otro tipo de miedo.
En el modelo real, un hombre permanecía en cada edificio mientras el resto de inquilinos se refugiaba en el sótano. El guardián del refugio patrullaba el edificio y se apostaba finalmente en el caballete del tejado, bajo el que observaba el curso de las bombas a través de una rejilla de observación. El miedo que pasaban tanto los habitantes de la trampa mortal que eran los sótanos, como quien se apostaba en los tejados rezando para que las bombas fueran incendiarias y no explosivas debían ser secretos tan imposibles de transmitir como simultáneamente envidiados por quien experimentaba otro tipo de miedo.
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