domingo, 8 de abril de 2018

Plano inclinado hacia el desastre


Hay procesos históricos que parecen reducirse a un mero ejercicio de compensación: el recluta que recibiera la noticia de la capitulación alemana en una cama austera de hospital y que años más tarde escribiría sus memorias anticipadas en la celda de una prisión, acabó nombrando ministro de armamento a un arquitecto, que a su vez escribió las suyas en otra prisión, tras seguir al pie de la letra los planos de aquel.
De la austeridad de la celda que acogiera a adolf hitler salió el mapa nítido de los crímenes contra la humanidad que Alemania iba a cometer como si leyera el manual de instrucciones que es mein kampf. Pero de esas paredes desnudas salió también la ensoñación de destino ario que requería el desvarío arquitectónico que convertiría a albert speer en el hombre más cercano a hitler y al que debemos dos grandes paradojas: la primera, la transición de arquitecto jefe del tercer reich al diseño y supervisión de las fábricas necesarias para abastecer de armamento a su país. Es decir, la responsabilidad simultánea de diseñar un urbanismo que resistiera los siglos de imperio germánico por llegar, y la de proveer de bombas, submarinos y tanques a quienes tenían la misión de destruir el urbanismo ajeno.
Y una segunda no menos asombrosa: en un reverso de la función anterior, negarse a ejecutar la orden de autodestrucción total que Hitler firmara quince días antes de suicidarse. Hay que imaginarse a speer entrando en un despacho del búnker a recibir una orden como ministro de armamento y salir de él habiéndola leído como arquitecto incapaz de ejecutar la orden de destruir lo poco del nazismo edificado que aún pudiera servir de algo a su país una vez perdida la guerra.
Speer vivió lo suficiente tras su liberación para entender que las fotografías de su maqueta del Berlín proyectado a dos manos con hitler es lo que quedaría de él como arquitecto. E incluso sobre esas imágenes debía flotar la bomba verbal que su propio padre lanzara sobre el régimen nazi al contemplar la maqueta: “todos vosotros os habéis vuelto completamente locos”.
Mies van der Rohe llegó a Chicago el mismo año que speer tuvo listos los planos de la nueva cancillería del reich. Su última obra antes del exilio era la casa Lemke, al noreste de Berlin. Cuando éste fue liberado en 1966, la casa Lemke aún seguía presa de la Segunda Guerra Mundial, esta vez bajo supervisión soviética. Requisada por el ejército rojo en 1945, fue empleada sucesivamente de garaje, almacén, lavandería y cantina para los empleados de la policía secreta de la Alemania bajo control ruso. El jardín que da al río había sido asfaltado y convertido en aparcamiento. Ocho años antes, Brecht había insertado en su Terror y miseria del tercer Reich (1938) a una pareja que decide no invitar a cenar a los Lemke para que no insistan en “su escasa preocupación por la defensa antiaérea”.
La zona es hoy un tranquilo barrio berlinés de edificios y casas unifamiliares, y la casa Lemke, un museo que expone arte contemporáneo y que puede visitarse el mismo día que uno desciende a cualquiera de los búnkeres ordenados construir por speer en los últimos dos años de la guerra, cuando los bombardeos sobre Berlín eran devastadores.
Rodeado de carniceros de primera hora -goering, himmler- hitler acaso vio en speer lo que él mismo debía pensar como destino abortado de su vida: alguien dotado para la creación de belleza y armonía, al que se le impone un destino más sagrado aún. Un pintor frustrado encargando a un arquitecto la supervisión de lo necesario para destruir el mundo antes de poder edificarlo de nuevo pudiera tener más que ver con la necesidad de sensibilidad que con la de obediencia: a esas alturas hitler ya sabía que la única forma que tenía un dios de atender a algo con interés era buscar a alguien que le demostrara que no lo era. De cuantas artes pueden ser explicadas a un hombre, la arquitectura es, a un tiempo, una que permite la opinión de un ignorante y también el respeto debido a las reglas ocultas que requiere. Speer escribió no haber sentido nunca la presión de hitler por imponer su criterio.
Y no es que sus ansías expresivas no pugnaran por compensar sus limitaciones afectivas: escribe Antonio Batista en La sinfonía de la libertad que hitler dibujó borradores escenográficos de una ópera de Wagner -Wieland el herrero-, escenas de otras -El anillo del nibelungo y Los maestros cantores- y, delirio enésimo, una escenografía para Lohengrin que “emulaba las reuniones del partido, con sus banderas y parafernalia y, aún peor, con instrucciones a los directores de orquesta para que el espíritu militar de la cuadratura que marcaba el paso de marcha se impusiera a la libertad lírica”. El montaje giró por toda Alemania.
Speer correspondió a la generosidad de su contratista cumpliendo el sueño enloquecido de hitler de la única forma posible: devolviéndolo a su condición de ensoñación. Mientras caminaba diariamente por el patio de la prisión de Spandau en que penó sus veinte años de condena, speer se imaginó caminando de Berlin a Heidelberg. Y después, recorriendo el mundo con la ayuda de libros de viajes y mapas. Desde el norte de Alemania a Asia empezando por el sur antes de entrar en Siberia, cruzar el estrecho de Bering y poner rumbo al sur para finalizar a 35 km al sur de Guadalajara, en México.
En el proceso, cumplió también otra etapa en el viaje de hitler hacia la locura: la lectura compulsiva. Speer leyó más de 500 libros en sus tres primeros años en la cárcel. Siendo uno de los pocos jerarcas nazis que se declararon abiertamente culpables de pertenecer a un régimen criminal, no le debía costar trabajo pensar que mejor hubiera sido si hubieran invertido sus destinos: speer acaso habría dado a la Bauhaus la oportunidad de cambiar Alemania sin tener que sacarla antes de las ruinas, y hitler como ministro de armamento habría tenido mejor ocasión de volarse la cabeza como quisiera tras el fallido golpe de estado en 1923.
Mientras la arquitectura de la conquista nazi se hundía en Stalingrado a principios de 1943, en una zona del desierto de Utah eran levantadas réplicas de bloques de pisos berlineses en los que ensayar la devastación que los bombardeos aliados iban a infligir a la capital alemana en los dos últimos años de la Segunda Guerra Mundial. Construidos por dos arquitectos judíos emigrados a Estados Unidos, los edificios apenas tenían dos plantas, ya que las bombas usualmente solo destruían los pisos superiores.
En el modelo real, un hombre permanecía en cada edificio mientras el resto de inquilinos se refugiaba en el sótano. El guardián del refugio patrullaba el edificio y se apostaba finalmente en el caballete del tejado, bajo el que observaba el curso de las bombas a través de una rejilla de observación. El miedo que pasaban tanto los habitantes de la trampa mortal que eran los sótanos, como quien se apostaba en los tejados rezando para que las bombas fueran incendiarias y no explosivas debían ser secretos tan imposibles de transmitir como simultáneamente envidiados por quien experimentaba otro tipo de miedo.

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