jueves, 5 de abril de 2018

pared con pared


Realizada casi una década antes de que Chaplin pudiera parodiarla en Tiempos modernos (1936), Berlín, sinfonía de una ciudad (1927) volvía a las pantallas de cine en enero de 2013 en Madrid apenas unas semanas después de que la película de Chaplin lo hiciera fugazmente. Alejado el tiempo de ambas hasta fundir esa década en un mismo lapso, es la de Walter Ruttman la que parecería honrar a la de Chaplin en ese plano breve de los pies inconfundibles de Charlot en la pantalla de un cine berlinés de la era.
Rodada a escasos siete años del nombramiento de hitler como canciller, el retrato del Berlin industrial que amanecía y anochecía entre las fábricas que muy pronto incendiarían el mundo, parece estar hecha para anticipar cosas que solo ocurrirían años después: un grupo de soldados alemanes, que uno no podría distinguir de los que invadirían Polonia doce años más tarde, marcha por las calles de la capital alemana como si ya se dirigieran hacia las cercanas fronteras del este.
Un hombre discute con otro en plena calle, hay un empellón y en un instante hay decenas de transeúntes alrededor, separándoles, impidiendo el altercado en una imagen que sonrojaría a quienes, de entre esos, aún siguieran vivos al final de la guerra, en 1945, afirmando que no sospecharon nada, que el nazismo se tornó un brazo criminal sin que sucediera delante de sus ojos.
Ese plano, finalmente, en que en un ring se suceden, acto seguido, un brutal combate de boxeo y parejas bailando al son de una orquesta salida de la nada, como si la sangre contribuyera al mejor deslizarse. Cuantos de quienes vieron la película el año de su estreno la verían ya como un artefacto capaz de venir no del pasado sino del futuro. Cuántos de esos espectadores verían en esos tres judíos que caminan juntos algo que ya no estaba delante de sus ojos cuando lo veían fuera de los cines, sino más lejos. 
Nacido seis días después de que la segunda de las bombas atómicas fuera lanzada sobre Nagasaki, a apenas quince días de que la Segunda Guerra Mundial acabara, Win Wenders rodó cincuenta años más tarde El cielo sobre Berlín (1987), la historia de dos ángeles que recorren la ciudad, invisibles a todos salvo a los niños pero escuchando los pensamientos de sus habitantes, y en el caso de uno de ellos, enamorándose de una mujer que le lleva a renunciar a las ventajas de la inmortalidad. Privados, salvo unas pocas líneas, de voz propia salvo para relatar la inmensidad del tiempo que llevan en la tierra, es la historia de quienes sufren la soledad de sus voces interiores sin consuelo o contravoz posible. Y que, en la memoria de los ángeles, permite visualizar el que, apenas medio siglo antes, recorrieran esos mismos autobuses en medio de la ciudad incendiada en la que, sin buscarlo el guión, se ven alemanes de 1945 rebuscando entre los escombros en busca de, precisamente, voces que alertaran de vida bajo las ruinas.
El guión de Wenders, Peter Handke y Richard Reitinger añadió entonces al silencio con que los ángeles acompañan su amor por los libros -ningún ángel más aparece en las calles pero parecen llenar las escenas de la biblioteca- el que muchos de ellos, representados por un impagable Robert Falk, hayan dado ya el paso de convertirse en humanos. Rodada apenas dos años antes de que el muro de Berlín, tan presente en la película, cayera, generó una secuela -Tan lejos, tan cerca (1993)- en la que el segundo de los ángeles también se vuelve humano, esta vez para experimentar la peor soledad y el desamparo, desayudado por un ángel demoníaco que parece buscar su caída hasta que le ayuda a redimirse y con similar mezcla de ingredientes: el nazismo como sombra social no desvanecida y el cine como trasfondo, en la primera encarnado en un ángel devenido en actor rodando en Berlín una película sobre el holocausto. Y en la segunda, en un engrudo paródico que hila la venta ilegal de cine porno pagado con armamento nazi.  
Para la primera, Wenders sopesó que los ángeles hubieran sido exiliados en Berlín por dios como castigo por defender a los hombres tras la Segunda Guerra Mundial. Rodada en Berlín oeste, para reconocerla hoy sería necesario el don del ángel reconvertido Falk, que dice sentir a otro ángel aunque no pueda verlo. El puesto de perritos calientes en el que Falk demuestra sus talentos aparece en la película justo delante de un edificio de arquitectura contundente, al que solo las letras pintadas en su fachada identifican como búnker. Es el mismo, recientemente abierto como muestra sobre el curso del nazismo en su abismarse, que recorremos esperando ver algo que mejor recuerde u honre el drama que se vivió en ellos durante los interminables bombardeos que arrasaron Alemania en los últimos tres años de guerra.
Empleado para narrar, mediante paneles, el ascenso y caída del régimen nazi, hay que afinar para hallar en él un dato relativo a ese mismo búnker, en el que en los peores días, llegaron a hacinarse en sus tres plantas 12.000 personas, 5 por m2. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario