miércoles, 11 de abril de 2018

Hacer el teatro y no la guerra


Nacido el mismo año en que hitler fue nombrado canciller, el dramaturgo británico Michael Frayn debe parte de su fama a sendas obras sobre Alemania -Copenhague (1998) y Democracia (2003)- que transcurren, física o mentalmente, fuera de Alemania. La primera sugiere, repetida, una conversación secreta mantenida en Dinamarca en 1941 entre un físico alemán y uno danés que podría haber cambiado el curso de la guerra. La segunda, cómo la reconstrucción de la confianza de un país se hizo con un gusano inserto en el corazón del sistema.
La conversación real entre Niels Bohr y Werner Heisenberg, permitida por la Gestapo tanto como vigilada, refleja la búsqueda de la capacidad nuclear que desequilibrara la guerra en una carrera que la Alemania nazi ya solo podía ganar subido a ella. Es el relato tortuoso de la exhumación de una amistad antigua y una rivalidad aún vigente. Y desde Heisenberg, la reconstrucción de sus dudas, sigilosamente cuidadas, acerca de la propia voluntad para negar a su país la capacidad atómica.
La responsabilidad individual para crear o impedir semejante poder –“dentro de la cabeza uno dobla para los dos lados”- convive en éste con la fidelidad, sentimental y atormentada, a su país, y en Bohr con la necesidad opuesta, limpia y clara, de librar al mundo de una amenaza que ya es mortal sin necesidad de bombas atómicas. Es esencialmente una conversación que lucha por no decir lo que necesita saber y por no preguntar lo que vino a saber o a confesar –“seguimos con el reactor porque ahora no corríamos el riesgo de producir a tiempo el plutonio suficiente para hacer una bomba”- Y eso entronca con lo que en la magnífica Democracia, basada también en hechos reales, Frayn puso a Willy Brandt a hablar con su secretario personal sin saber que éste es un espía ruso que acabará con su carrera al ser descubierto.
En tiempos de sospecha y paranoia el silencio es un lenguaje más, pegado al que hablan todos. En Copenhague los protagonistas son amigos y el silencio se les pega a las ropas. En Democracia el proceso es más complejo: Brandt desconfía del recién llegado y solo al final, culminado su nombramiento como Primer ministro socialista, la dependencia del secretario habrá alcanzado, y amparado, secretos de alcoba, que creen un nuevo silencio, íntimo pero igualmente destructivo.
Ambas obras hablan del ingrediente o la fórmula que falta para poder lograr un arma. Literalmente en la primera. Más sutil en la segunda, dado que la munición personal que almacena el espía se mezcla en su cabeza con el aprecio inevitable que siente por el hombre excepcional que lidera el país cuando todo estalla y ambos son devueltos a las sombras respectivas: uno a Rusia, otro a la sede de su partido, expulsado del parlamento.
Un texto es de quien más sufre, y si en Democracia hay una víctima, en Copenhague hay dos: sin poder negar su trabajo para el gobierno nazi, Heisenberg dice haber practicado la única resistencia posible: la capacidad científica al servicio del error humano, la física en manos de la equivocación. De la equivocación buscada, defiende. La única que podía retrasar lo suficiente la consecución de la bomba alemana para que la bomba estadounidense terminara el trabajo.
Dentro y fuera del texto de Frayn, Bohr y Heisenberg bien pudieron hablar de otro reactor puesto en marcha precisamente en Dinamarca tres años antes, éste por Bertolt Brecht, que escribió su Terror y miseria del tercer Reich (1938) durante su exilio en una isla danesa antes de partir hacia Paris, donde se estrenaría ese mismo año. Dividida en 24 escenas y basada en testimonios y noticias aparecidas en la prensa, contiene todo tipo de miedos a medida: desde el que acarrean ciudadanos cuya mera miseria les hace ya cómplices posibles de simpatías comunistas, al que lleva a un juez encargado de atender un caso de violencia y robo nazi a una joyería judía a pasar, en apenas un rato, por todas las sentencias posibles, ninguna de las cuales le priva de ser deportado.
Los físicos que dan nombre a la escena 8 advierten la respuesta a un dilema gravitacional a partir de la solución dada por Einstein solo para calificarlo en alto, un instante después, de sofisma judío por miedo a que alguien pueda estar escuchando. Un maestro que ya siente llegar la delación de su hijo a las juventudes hitlerianas y se pregunta en alto cómo expresar a cambio cuanto quisieran oír dice “cómo saber qué quieren que haya sido Bismarck”. Un miembro de las SA que anima a un obrero a fingirse contrario al régimen para así poder enseñarle a reconocer a quien podría condenarle por ello, acaba trayendo la ruina al hombre con el que jugara a buscarse la ruina.
Cuanto miedo pusiera Brecht en quienes quedaron en Alemania había sido volcado contra él el mismo año en que hitler fue nombrado canciller: escrita tres años antes, su obra La medida (1930) fue interrumpida por la Gestapo y quienes la organizaran, acusados de alta traición. La fábula didáctica que mostraba a cuatro agitadores rusos ayudando a esparcir el marxismo en China mostraba una razón explícita para el temor nazi y otra distinta, solo disponible en el caso de que se molestaran en leerla: llamando a la revolución, mostraba una alternativa al nazismo en la que sus métodos –“no matar no nos está permitido aún”- se parecía demasiado a los planes alemanes para el mundo.
Irónicamente, el mismo año en que Chaplin rodara su magnífica Monsieur Verdoux (1947), cuyo alegato final contra la tiranía del poder aliado con la industria armamentística contribuiría no poco a su expulsión de Estados Unidos en 1952, Brecht hubo de refugiarse en Suiza acusado por el mismo comité de actividades antiamericanas que luego se ensañaría con Chaplin y otros muchos. Cuando éste llegó a Suiza para quedarse, Brecht ya había vuelto a Alemania. Hitler habría apreciado que, como mal menor, el comunismo ganara batallas desde el mismo corazón de quienes lo combatieran aún más que él.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario