Nacido el mismo año en que hitler fue nombrado canciller, el dramaturgo británico Michael Frayn debe parte de su fama a sendas obras sobre Alemania -Copenhague (1998) y Democracia (2003)- que transcurren, física o mentalmente, fuera de Alemania. La primera sugiere, repetida, una conversación secreta mantenida en Dinamarca en 1941 entre un físico alemán y uno danés que podría haber cambiado el curso de la guerra. La segunda, cómo la reconstrucción de la confianza de un país se hizo con un gusano inserto en el corazón del sistema.
La
conversación real entre Niels Bohr y Werner Heisenberg, permitida por la
Gestapo tanto como vigilada, refleja la búsqueda de la capacidad nuclear que
desequilibrara la guerra en una carrera que la Alemania nazi ya solo podía
ganar subido a ella. Es el relato tortuoso de la exhumación de una amistad
antigua y una rivalidad aún vigente. Y desde Heisenberg, la reconstrucción de
sus dudas, sigilosamente cuidadas, acerca de la propia voluntad para negar a su
país la capacidad atómica.
La
responsabilidad individual para crear o impedir semejante poder –“dentro de la cabeza uno dobla para los dos
lados”- convive en éste con la fidelidad, sentimental y atormentada, a su
país, y en Bohr con la necesidad opuesta, limpia y clara, de librar al mundo de
una amenaza que ya es mortal sin necesidad de bombas atómicas. Es esencialmente
una conversación que lucha por no decir lo que necesita saber y por no
preguntar lo que vino a saber o a confesar –“seguimos con el reactor porque ahora no corríamos el riesgo de producir
a tiempo el plutonio suficiente para hacer una bomba”- Y eso entronca con
lo que en la magnífica Democracia, basada también en hechos reales, Frayn puso
a Willy Brandt a hablar con su secretario personal sin saber que éste es un
espía ruso que acabará con su carrera al ser descubierto.
En
tiempos de sospecha y paranoia el silencio es un lenguaje más, pegado al que
hablan todos. En Copenhague los protagonistas son amigos y el silencio se les
pega a las ropas. En Democracia el proceso es más complejo: Brandt desconfía
del recién llegado y solo al final, culminado su nombramiento como Primer
ministro socialista, la dependencia del secretario habrá alcanzado, y amparado,
secretos de alcoba, que creen un nuevo silencio, íntimo pero igualmente
destructivo.
Ambas
obras hablan del ingrediente o la fórmula que falta para poder lograr un arma. Literalmente
en la primera. Más sutil en la segunda, dado que la munición personal que
almacena el espía se mezcla en su cabeza con el aprecio inevitable que siente
por el hombre excepcional que lidera el país cuando todo estalla y ambos son
devueltos a las sombras respectivas: uno a Rusia, otro a la sede de su partido,
expulsado del parlamento.
Un
texto es de quien más sufre, y si en Democracia hay una víctima, en Copenhague
hay dos: sin poder negar su trabajo para el gobierno nazi, Heisenberg dice
haber practicado la única resistencia posible: la capacidad científica al
servicio del error humano, la física en manos de la equivocación. De la equivocación
buscada, defiende. La única que podía retrasar lo suficiente la consecución de
la bomba alemana para que la bomba estadounidense terminara el trabajo.
Dentro
y fuera del texto de Frayn, Bohr y Heisenberg bien pudieron hablar de otro
reactor puesto en marcha precisamente en Dinamarca tres años antes, éste por
Bertolt Brecht, que escribió su Terror y miseria del tercer Reich (1938) durante
su exilio en una isla danesa antes de partir hacia Paris, donde se estrenaría
ese mismo año. Dividida en 24 escenas y basada en testimonios y noticias
aparecidas en la prensa, contiene todo tipo de miedos a medida: desde el que
acarrean ciudadanos cuya mera miseria les hace ya cómplices posibles de
simpatías comunistas, al que lleva a un juez encargado de atender un caso de
violencia y robo nazi a una joyería judía a pasar, en apenas un rato, por todas
las sentencias posibles, ninguna de las cuales le priva de ser deportado.
Los
físicos que dan nombre a la escena 8 advierten la respuesta a un dilema
gravitacional a partir de la solución dada por Einstein solo para calificarlo
en alto, un instante después, de sofisma judío por miedo a que alguien pueda
estar escuchando. Un maestro que ya siente llegar la delación de su hijo a las
juventudes hitlerianas y se pregunta en alto cómo expresar a cambio cuanto
quisieran oír dice “cómo saber qué
quieren que haya sido Bismarck”. Un miembro de las SA que anima a un obrero
a fingirse contrario al régimen para así poder enseñarle a reconocer a quien
podría condenarle por ello, acaba trayendo la ruina al hombre con el que jugara
a buscarse la ruina.
Cuanto
miedo pusiera Brecht en quienes quedaron en Alemania había sido volcado contra
él el mismo año en que hitler fue nombrado canciller: escrita tres años antes,
su obra La medida (1930) fue interrumpida por la Gestapo y quienes la
organizaran, acusados de alta traición. La fábula didáctica que mostraba a
cuatro agitadores rusos ayudando a esparcir el marxismo en China mostraba una
razón explícita para el temor nazi y otra distinta, solo disponible en el caso
de que se molestaran en leerla: llamando a la revolución, mostraba una
alternativa al nazismo en la que sus métodos –“no matar no nos está permitido aún”- se parecía demasiado a los
planes alemanes para el mundo.
Irónicamente, el mismo año en que Chaplin rodara su magnífica Monsieur Verdoux (1947), cuyo alegato final contra la tiranía del poder aliado con la industria armamentística contribuiría no poco a su expulsión de Estados Unidos en 1952, Brecht hubo de refugiarse en Suiza acusado por el mismo comité de actividades antiamericanas que luego se ensañaría con Chaplin y otros muchos. Cuando éste llegó a Suiza para quedarse, Brecht ya había vuelto a Alemania. Hitler habría apreciado que, como mal menor, el comunismo ganara batallas desde el mismo corazón de quienes lo combatieran aún más que él.
Irónicamente, el mismo año en que Chaplin rodara su magnífica Monsieur Verdoux (1947), cuyo alegato final contra la tiranía del poder aliado con la industria armamentística contribuiría no poco a su expulsión de Estados Unidos en 1952, Brecht hubo de refugiarse en Suiza acusado por el mismo comité de actividades antiamericanas que luego se ensañaría con Chaplin y otros muchos. Cuando éste llegó a Suiza para quedarse, Brecht ya había vuelto a Alemania. Hitler habría apreciado que, como mal menor, el comunismo ganara batallas desde el mismo corazón de quienes lo combatieran aún más que él.
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