Tan proclive al desvarío y el espejismo, el desierto y sus proximidades exhaustas es el lugar del que salieron las religiones monoteístas -islam, judaísmo y cristianismo. También Egipto, politeísta, tenía un dios solitario, huraño y vengativo. Y habitaba en el desierto. Símbolo y portavoz de la sequía, del sol calcinador y los vientos que llegaban del desierto arrasándolos, Seth era el mar cuya sal amenazaba la tierra fértil. Describe Jules Cashford que cuando el Nilo y la vegetación circundante se agostaban, se decía que Seth había asesinado a Osiris una vez más. Cuando la primera fase de la crecida anual del Nilo, arrastrando materia en descomposición llegada de las ciénagas ecuatoriales del sur, volvía fétidas sus aguas, debía ser difícil no pensar que era el olor de Osiris al aflorar sus trozos enterrados. De no recoger a tiempo las toneladas de peces moribundos que el descenso del nivel de las aguas dejaba sobre el cauce agonizante, los trozos sueltos de Osiris habrían malogrado su reputación, incluso a ojos -y nariz- de los pocos que recordaran al comer peces que era justo el pene de su dios el que no había podido ser hallado, devorado por un pez.
En los meses previos a la inundación -escribe Jeremy Naydler- “el poder de Seth aumentaba considerablemente”. La tierra se tornaba polvo, la vegetación desaparecía. El desierto parecía poder devorar el país reseco y agostado. “Los dioses egipcios eran los habitantes espirituales de la tierra cultivada, parte del tejido social del valle. Todos salvo Seth. Éste fue siempre un intruso, al que uno se encontraba al abandonar la tierra fértil y se aventuraba en la tierra yerma”.
Uno de los que lo harían miles de años después -Christoph Heidelauf- escribió que viniendo del desierto del Sinai, el ruido del tráfico llegado del Nilo sonaba como un estruendo infernal, tras el que esperaba “la caldera de El Cairo”. De camino al oasis de Dakhla algunas de las rocas le parecieron árboles, pilares. En unas veía el rostro de pájaros, en otra el de demonios.
Con más facilidad de lo que permite un desierto, podemos entrar y salir de los procesos mentales de tradiciones como el judaísmo o el cristianismo -escribe Barry J. Kemp- sin que nos pueda la extrañeza que transportan ambas, no muy distintas, en cuanto al delirio organizado, de mitologías como la egipcia. La diferencia a su favor -dice- es que las imágenes y el lenguaje que incorporan la religión de Moisés y Cristo son entendidos como parte del modo en que clasificamos la realidad en occidente.
Parte de su éxito pudiera recaer, no en su forma literal -ningún mar se abre a nuestro paso, nadie querido resucita- sino en su conversión al ritual en que el pensamiento mítico -la superioridad racial, el destino, lo sagrado de una idea, la sangre como mapa- nos acerca a la tentación de los hombres antiguos de creer que lo imposible sucede si apuestas lo bastante por ello.
Regida por desiertos implacables e inmutables y por un río que crecía y menguaba, fertilizando o creando hambruna, la existencia en el Egipto de la antigüedad parecía predestinada a ser entendida en términos de una lucha entre el orden y el desorden. Kemp dice que las metáforas que hallaron para expresar esa dialéctica puede inducirnos a subestimar la comprensión intelectual de la realidad de que eran capaces. Más aún dado que muchos de sus relatos mitológicos se contradicen y sus dioses pueden ser una cosa y la contraria en función del lugar en que fueran adorados, o la era en que sucediera.
Pero ninguna civilización puede permitirse vivir en función de la comprensión intelectual de la realidad. La vida, hoy y hace cuatro mil años, es mucho más urgente. Y acaso más aún en economías basadas tan absolutamente en la agricultura y sus exigencias constantes y a menudo infructuosas. Reconstruir un modelo mental de lo que debía ser vivir hace miles de años tropieza ante muros tan inextricables en los que el orden y el desorden se solapan: la misma civilización que debía creer fervientemente en la injerencia diaria de los dioses y en la vida después de la muerte incluía entre sus hábitos el saqueo de cuanto, oculto en las tumbas más prósperas, había de servir para transitar por esa otra vida, ya en presencia literal de algunos de esos dioses. O al menos de las estatuas que, dejadas junto al sarcófago, se esperaba que llevaran a cabo las tareas ingratas que se exigieran al muerto. Los aperos agrícolas que se extraían de las tumbas dejaban desprotegido al muerto. Cierto que debía ser un remordimiento menor comparado con la clásica desprotección de los estómagos de quienes necesitan robar para comer.
Una opción no descabellada es que el saqueo de las creencias más instauradas y literalmente sagradas no penetrara en las tumbas de la religión sino en las de la clase social. Que lo que hurtaran a un muerto no fuera su ajuar para la otra vida sino simplemente parte del patrimonio acumulado en una sociedad tan aberrantemente estratificada que solo pudiera sostener las diferencias entre la clase sacerdotal y la campesina llamando creencias a lo que, desde abajo, solo era -como siempre- la más pavorosa desigualdad.
La superación del pensamiento primario adjudicable a las sociedades de la antigüedad por el modelo racional de nuestros días permite apreciar la misma impostura con solo cambiar la pirámide de Keops por la pirámide trófica que, aplicada a lo laboral, sitúa hoy a casi todos en la tumba de la precariedad y la ausencia de derechos civiles, mientras unos pocos se apiñan, aún a salvo, en su cúspide, que es frecuentemente solo de la obscenidad del expolio.
Si fue la extrema miseria e incertidumbre lo que hace cinco mil años arrojó a las sociedades a buscar consuelo o culpables en la religión, no fue algo que los dioses egipcios parecieran comprender. Para ello su sistema de creencias tendría que haber sido gestionado por el pueblo y no por los sacerdotes, al cabo parte del privilegio monárquico, y los primeros interesados en nombrarse portavoces de unos dioses a los que contentaba que nada cambiara en cuanto al reparto de los bienes terrenales.
Cuando el cristianismo y después el islám llegaron para instaurar un solo dios que además prometía una vida mejor, y en ella el pago al sufrimiento padecido en ésta, la reticencia egipcia debía saber que la única función de su sistema mitológico tenía que ver con el control social y eso ya se les escapaba de las manos al estar sometidos de facto a la ocupación griega primero y romana después.
“La mente humana -escribe Kemp- es un maravilloso almacén atestado, como el de cualquier museo, de reliquias intelectuales y en el que no faltan guías que hagan que lo que es extraño nos resulte familiar.” Eso también describe la dualidad del pensamiento egipcio antiguo -el orden enfrentado al desorden- y dentro de ella, la forma en que lo primero debió albergar asimismo el orden de los recursos en manos de la clase dirigente, y el desorden subsiguiente de la justicia, la equiparación social y la retribución justa. Proporcionalmente a la importancia de las apariencias, “pocos pueblos han convertido el cobro de las rentas y la recaudación de tributos en tema del arte sagrado”.
Expresado por Jeremy Naydler, la renovación llegada de Grecia no se debió tanto a su perseverancia en la ciencia y la razón, sino a la forma en que se desprendieron de un ordenamiento divino más antiguo, del que los egipcios fueran guardianes en la antigüedad. A ojos egipcios -dice- la religión hebrea era “un minimalismo incomprensible que ni siquiera los israelitas podían fácilmente comprender”. Quizá porque a diferencia de la religión en Egipto, los defensores de la fe hebrea no tenían un imperio con el que defender tanto el orden como el desorden, lo que podía ser comprendido y lo que no.
Claro que, preguntados griegos o israelitas, la capacidad de la religión egipcia de albergar distintos mitos de origen sin mayor problema les debía parecer un maximalismo incomprensible. La capacidad egipcia de “elegir a dioses distintos para crear el mundo de formas distintas” recibe el nombre de “multiplicidad de aproximaciones” -recuerda José Miguel Parra. Inmersos en esa simultaneidad, dudosamente un egipcio habría comprendido el término en aquellos días.
Si alguna vez el pensamiento egipcio estuvo cerca de una reforma religiosa que contrajera el complejísimo sistema politeísta fue durante el fugaz reinado de Akenatón (siglo IV a.C.). Éste intentó simplificar el culto, y no dio rodeos en el intento: sencillamente hizo borrar el nombre de Amón del mayor de sus dioses. Privado de la apariencia humana que éste añadía al sol, Ra quedó momentáneamente como en un principio existiera entre los egipcios. El nombre que daban al sol -Atón- se erigió como el único dios al que adorar. Al purgar del sistema de creencias al resto de dioses, y privar así a los templos -o cerrarlos- de los recursos de que gozaran desde hacía siglos, también debió hacerse evidente el papel sobredimensionado que jugaban los sacerdotes y éstos dieron la espalda al nuevo culto. Seguramente en la medida que podían. La convulsión debió ser brutal dado que, al desprenderse de los antiguos dioses, desaparecía también Osiris y el reino de los muertos tal y como se entendiera durante miles de años.
Paradójicamente el amago de monoteísmo que eso pudo haber instaurado en Egipto hubiera podido plantar acaso mayor resistencia ante la llegada del cristianismo y el islám después, enfrentado un único dios ante una de las grandes novedades que traerían éstas. La otra -la vida eterna- ya existía en la religión egipcia, pero sus pasillos para llegar a ella eran, de puro detallados y alambicados, mucho más arduos que la simplicidad magnífica con que la biblia soslaya el cómo y el dónde del paraíso.
La tesis de Kemp -que Akenatón propuso “intentar lograr enunciados concisos con definiciones finitas sobre la naturaleza de Dios”- no solo le equipara al judaísmo. Su fracaso está directamente relacionado con la autoridad que emana el dios iracundo y criminal del Antiguo Testamento: el Atón emanaba “una actitud benigna que influía en un mundo estable. No era un dios irascible dispuesto a intervenir en los asuntos del hombre y a dictar su comportamiento.” Más interesante aún, estando separadas la enseñanza moral y la teología, la elección de Akenatón se ocupaba de esta última y desdeñaba la primera. “No le interesaba el destino o la condición del hombre”.
Durante su reinado, “el misterio, la promesa de que siempre quedaba algo por descubrir -escribe Kemp-, desapareció de los textos teológicos y de los templos”. Akenatón se declaró el único capaz de entender los misterios del Atón, pero incluso en la intimidad de su tumba, “nada hay en ella que no fuese conocido por todos”. Kemp equipara al judaísmo mosaico, que proporcionara un sentido de identidad entre las amenazas que les rodeaban, con la religión de Atón que, al contrario, arrebataba a los egipcios una tradición que les permitía deducir una identidad clara de los fenómenos del universo a partir de la variedad infinita de dioses. Como si no existiera un acontecimiento en la naturaleza sin un vigilante, un responsable o un juez.
A su muerte, sus monumentos fueron destruidos. Las innovaciones estéticas en cuanto a la representación de la familia real durante su reinado -largos cuellos, ojos rasgados, estómago y caderas prominentes- perviven hoy en su forma más conocida en el busto de su esposa Nefertiti, expuesto en el Museo Pérgamo, en Berlín. Como si también la estatua hubiera mirado hacia el sol demasiado tiempo, solo conserva uno de sus ojos. Acaso el mismo que Seth arrancara a Horus y que se convirtió en la luna.
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