miércoles, 2 de noviembre de 2022

Ascenso y caída del escenario


Cuando Grecia conquistó Egipto en 332 a.C. pareció querer reproducir el mito de Osiris, uno de sus dioses primigenios al que sus relatos describían descuartizado en catorce partes por su hermano Seth. Como si fueran también trozos dispersos de una sola, Alejandro Magno fundó varias ciudades y a todas las llamó Alejandría. Cuando el griego Sófocles escribió en el siglo cuarto antes de nuestra era la primera de las obras de su ciclo tebano -Edipo rey- lo hizo en un tiempo en que Egipto aún poseía una ciudad con ese mismo nombre, que fuera capital del Imperio durante siglos. 

Lo que Sófocles volcó en la estirpe del desdichado Edipo, hecho también de fragmentos de su propio pasado que no logra ensamblar a tiempo, era representado anualmente en otra ciudad egipcia, Abidos. Aunque, como es norma en esa teología, sus elementos -un hijo que provoca la muerte de su madre, alguien que muere dos veces, la disputa entre hermanos como herencia fatal- se presentaran desordenados y no siempre en una sola versión de la historia. Si en Sófocles la semilla da lugar a frutos catastróficos, en el mito griego de Osiris engendraba el ciclo anual de la agricultura.

El primero también pudo haber tomado del segundo las formas de castigo que padecerá Edipo: en una parte del mito de Horus éste sufría la pérdida de ambos ojos, arrancados por Seth después de que aquel asesinara a su madre, hermana de éste último. En otra versión conservada en la que el monarca debe dejar embarazada a su madre para engendrarse a sí mismo, Horus la violaba.

Durante tres mil años Osiris, al que siempre se representara como una momia, fue venerado en poemas, himnos, ritos y representaciones teatrales. Aunque esto último no signifique lo mismo que hoy entendemos por ese término. Los misterios de Osiris, que acaso daban el mismo nombre al resto de ceremonias que lo honraban, escenificaba el asesinato doble de éste y su desmembración la segunda vez. Ese era el punto de partida de un relato que se prolongaba varios días y que incluía su búsqueda por parte de su esposa -Isis-, primero del baúl en que fuera encerrado y arrojado al Nilo (quien fabulara más tarde la huida similar de Moisés de niño pudo haber asistido como espectador), y después de los trozos en que fuera mutilado su esposo en la segunda de sus muertes. 

Una vez ensamblados (menos el pene, arrojado al mar y no hallado) Isis encontraba la forma de hacerle engendrar un hijo (Horus), que se convertía más tarde en el vengador de su padre. Y en el ejecutor de su madre (algo que aprovechaba otro dios -Thoth- para sustituir la cabeza seccionada por la de una vaca). Dioses al cabo, Isis resucitaba al igual que lo hiciera Osiris, y todos ellos pasaban más tarde a hacerse cargo de alguna de las labores que atañen a los humanos, ya sea en este mundo, en el otro, o en ambos. 

Es interesante preguntarse si un mito tan importante como el de Osiris desmembrado acumulaba también significados concretos en cada uno de esos trozos. Los egipcios de la antigüedad otorgaban características, quizá funciones, del alma a diversas partes del cuerpo: miembros, órganos, la piel, el pelo o los dientes. Cada una de nuestras partes transportaba una cuota de las funciones del alma. El vigor de piernas o brazos implicaba parecida energía a la hora de aplicar la voluntad propia -escribe Naydler. Lúcidamente, éste escribió que el desmembramiento adquiría otro significado si se lo juzgaba necesario para comprender la experiencia de la “catastrófica fragmentación psíquica”. Reunificar los trozos suponía así refundir la conciencia previamente dispersa. Entenderlo debía ser más sencillo que añorar la suerte, en tal caso, de Osiris.

Era una ceremonia religiosa y quienes acudían como peregrinos desde todo Egipto lo hacían como devotos más que como espectadores, aunque los fastos habitualmente asociados a cada divinidad habían convertido a la sociedad egipcia en ambas cosas. El mensaje escenificado -la muerte y la resurrección, y cómo esta se convertía, cosechas mediante, en parte viva de la comunidad- necesitaba espectadores a los que fascinara la parte irreal (toda) y creyentes a los que la parte prometida (una vida después de esta) hiciera creer en una existencia menos pesarosa, oprimida y precaria. Aunque fuera bajo un sol de ultratumba. O ni siquiera eso, dado que el dios sol (Amón Ra) transitaba todas las noches por las regiones de los muertos, en el camino del anochecer al amanecer por la otra parte del mundo. Uno de los segmentos del relato que pudieron ser entendidos literalmente era así que el tránsito por el inframundo sucedía a plena luz del día: “En la Cuarta y en la Quinta Hora los Justificados verán pasar al sol por las cavernas secretas de Sokaris, el antiguo dios de los muertos” -dice uno de los pasajes del Libro de los Muertos.

La resurrección de Osiris pudiera haber tenido primordialmente una relevancia personal para quienes asistían a la ceremonia, no tanto ligada al simbolismo regenerador asociado a la cosecha de cada año. Jules Cashford escribe en El mito de Osiris que muchos de quienes se congregaban en Abidos lo hacían habiendo llevado hasta allí estelas con himnos grabados, que hablaban a sus seres perdidos. Otros enterraban pequeñas figuras de arcilla o directamente a sus muertos, para que reposaran cerca de donde -contaba la leyenda- se hallaba enterrada la mismísima cabeza de Osiris. 

La conclusión del drama tebano de Sófocles, y en ella la tragedia de una las hijas de Edipo -Antígona- luchando por sepultar adecuadamente a uno de sus hermanos fallecidos, habría agradecido la costumbre egipcia de enterrar a sus muertos -los que podían permitírselo- con tanta contundencia como libros de instrucciones. A los llamados Textos de las Pirámides -jeroglíficos inscritos en sus paredes interiores- sucedieron los Textos de los Sarcófagos, dispuestos en los ataúdes. Pero también copias del Libro de los Muertos. 

Los sacerdotes que escenificabann el mito de la muerte y la resurrección de Osiris debían sentirse aliviados de no tener que poner en escena una de las escenas imposibles que describe el Libro de los Muertos: “En la Sexta Hora los muertos verán miles de almas-pájaro y a extrañas diosas sosteniendo en las manos las pupilas de los ojos de Horus; verán a Khepen el Escarabajo y también verán serpientes de cinco cabezas portadoras de puñales. En la Séptima Hora, los muertos estarán ante Isis, presa de merecidos furores contra los demonios; verán a los enemigos de Osiris decapitados y atados como los asiáticos por dioses con cabeza de león, contemplarán el otro lado del firmamento terrestre y al dragón Apofis llenando el séptimo círculo del infierno con sus viscosas espirales y bebiendo el agua de debajo de la Barca solar con el fin de impedirle deslizarse sobre las aguas que la transportan…”

Dada la imposibilidad de hallar un relato ordenado y común del mito egipcio del origen, quienes asistían a los misterios de Osiris en Abidos también podían haber hallado en la representación una forma lo suficientemente consensuada (como para ser puesta en escena cada año) para asentarse en un lugar nítido -al menos uno- dentro de los siempre borrosos límites de la creación popular de la que habían salido todos los mitos.

Edipo, por su parte, al que todo el sol del mundo no iluminara lo bastante, y que de hecho comparte con Egipto cuatro de sus cinco letras, habría visto en la perspectiva egipcia un inconveniente severo, dado que, incluso en medio de su peor destino, siempre podía esperar que los dioses griegos intercedieran por él, algo que el pensamiento egipcio se había acostumbrado a descartar dado que en su teología los dioses no tomaban partido encarnándose bajo forma humana.

Cashford ubica la celebración de los misterios de Osiris a partir de la narración de Plutarco, de ello deduce que pudo haberse celebrado en algún momento entre marzo y junio, cuando el Nilo abandonaba del todo la tierra regada meses antes, dejando que el sol la abrasara. El hallazgo de Osiris, parte fundamental de la narración representada, tendría lugar en el comienzo de la inundación posterior, lo que tiene sentido desde el punto de vista simbólico (como padre de la fertilidad agrícola) pero no tanto del dramático, pues es mucho más sencillo hallar sus trozos, no digamos su cabeza, cuando las aguas se han retirado. 

La crecida del Nilo significaba que Isis lloraba buscando a Osiris. Si se desbordaba o las semillas germinaban, Isis le había hallado. El esperma de Osiris permitía fertilizar los campos. Al crecer las plantas brotaba también el hijo de ambos, Horus. Si Osiris encarna la inundación anual, Isis es la tierra bajo el agua vivificadora. Quien asistiera a la representación religioso-teatral con esos conceptos en mente, debía sufrir cuando, llegado el sexto día de la escenificación, Osiris debía querer ser hallado, tenia pedir ayuda. ¿La plantación de cebada debía, pues, querer brotar? Y si el agricultor entendía el mito de forma literal, ¿de qué forma había de esperar que la semilla pidiera ayuda?

Osiris finalmente llamaba a su hijo Horus a que bajara a por él. Sucedía al final del sexto día. Y ni un solo sonido podía oírse entonces, quizá para que ese grito sonara claro. Con o sin público, era una ceremonia de simbolismo rentable: en el año 2000 a.C. el ascenso al trono de Senusert I vio representar el mismo drama, en el que el rey difunto encarnaba a Osiris, y el nuevo a Horus. 

En el momento culminante de la representación en Abidos, el sacerdote anunciaba que Osiris, antaño enterrado (cabe pensar que su cuerpo estaba, pues, seco) había resucitado. Probablemente todos entenderían entonces que el Nilo se desbordaría y las cosechas serían buenas. Parte de esa agua transportaba ya en barca la estatua amortajada de Osiris (tal y como se conservaba habitualmente en los templos), que solo volvía por el Nilo, ya visible, en su viaje de regreso al templo. Aunque otra versión -dice Cashford- pudiera haber consistido en enterrar la estatua antigua y exhibir en barco la nueva, ya resucitada. 

Calentado por el calor de Ra a su paso nocturno por el inframundo, Osiris era reanimado y ascendían juntos al amanecer, sumándose así al ciclo diario de los planetas y estrellas visibles. Quien, tiempo después, asistiera a una representación de Edipo Rey habría advertido que, en el tránsito del drama egipcio al griego, a falta del sol, un ciego (Tiresias) guía a otro. Pero cuando ya no importa.

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