Leer sobre Egipto es asomarse a diversos modos de bajar a una tumba y vislumbrar, en medio de la oscuridad, qué voces perviven ahí, capaces de explicar un mundo que existió en su plenitud hace cinco mil años, y cuyos ecos desolados, carcomidos por el tiempo, nos llaman aún hoy con voces cuyo sentido es necesario reconstruir o inventar para poder darle sentido. En esa penumbra todo lo que escuchas lo deduces.
Llegando desde un pasado borrado, algunas de esas voces hablan del futuro con una claridad extraña. Jeremy Naydler abre su ensayo El templo del cosmos con una profecía, compilada en el Corpus Hermeticum en el siglo XI, en la que el dios egipcio Thoth augura que Egipto será devastado. Hastiados de la vida, los hombres dejaran de mirar hacia el cielo con asombro. La religión será percibida como un lastre. El suelo se tornará estéril, y el aire se volverá una sustancia corrompida y nauseabunda. Casi parece expuesto para la Cumbre Mundial del Clima que acogerá Egipto en unos días.
Escrito con una fe sonrojante en la certeza de la presencia de fuerzas sobrenaturales, Naydler repasa con autoridad y brillantez las pruebas de ese caudal extraviado en el tiempo, que floreciera en el antiguo Egipto como si esa parte de la profecía -el resurgir de lo sagrado en el mundo- no solo esperara delante sino que hubiera estado realmente ahí en el pasado, donde nuestra “antipatía heroica hacia una época anterior de superstición irracional y paganismo desenfrenado” la hubieran convertido en un fósil de nuestra relación con lo trascendental.
Ese fósil respiraba realmente según Naydler: “la ordenación religiosa egipcia cultivaba asiduamente el conocimiento de los poderes espirituales que impregnan el cosmos”. Cuando habla de la forma en que los griegos dejaron de prestar atención a esa forma de conciencia más antigua y sutil, dice que “hubieron de orientarse cada vez más a partir de las facultades humanas más estrechas de la lógica y la percepción de los sentidos”. Egipto nos llama como una parte que hubiéramos extraviado -escribe. “Un cupo de sensibilidad nueva en relación con los poderes espirituales que impregnan nuestra vida”. Llama “reino” a lo que está más allá de las nubes.
Para referirse a las alteraciones estacionales llegadas del Nilo -dice- “eran un reflejo en el plano físico de realidades metafísicas.” Las mismas que añora en la moderna cosmogonía científica, que al limitarse a describir el origen del cosmos con premisas estrictamente materialistas, “es incapaz de concebir que el cosmos existiera previamente en un estado espiritual”. Al hablar de Moisés y el milagro de la separación del mar rojo, llama a su aparición en la Biblia “estar documentado”. Quizá porque la literatura egipcia conservada menciona a magos capaces de dividir las aguas de un lago o devolver la vida a un animal decapitado. Como a aquel mago, a Naydler no le tiembla el pulso al escribir que “sin duda la separación de las aguas era una técnica conocida y practicada por los magos egipcios desde el imperio antiguo”. Al citar la transformación de un bastón en una serpiente que recoge la Biblia dice que “evidentemente estaba entre los poderes de los magos egipcios”. Ni siquiera cuando sugiere la existencia de una “imaginación pública que permitía experimentar cosas en grupo no confinadas a la psique individual” habla de psicología de masas como hoy sabemos que funcionan.
Curiosamente, el lenguaje que otorgaba a las partes del cuerpo el significado y la disposición que permitían cuenta exactamente lo opuesto: la experimentación de partes grupales (el cuerpo es un todo) como actos de voluntad independiente. Naydler describe cómo en el Egipto antiguo la nariz es quien respira, la boca es quien habla, el oído el que oye. “La cualidad moral de lo que se decía pertenecía a la boca”. Confiar en alguien se pronunciaba como “darle tus manos”. Los labios rectos señalaban a alguien honesto. En el vientre residía la impulsividad y los sentimientos. En el corazón, la memoria y la intención. La moderna división entre alma y cuerpo no existía -resume. “Ninguna parte del cuerpo era simplemente física y ninguna parte de la naturaleza era simplemente material”.
La encarnación del mito en la realidad resulta a veces de una simplicidad poética: el orden recibía el nombre de maat, y el monarca era el encargado de establecer maat en la sociedad, en todas sus acepciones de control, justicia y lo apropiado. Los egipcios eran exhortados a hablar maat, a hacer maat. “Continuamente extraviada, había que restablecerla” -cita Naydler. “Yo he hecho brillar maat, que Ra ama, sé que él vive por ello; es también mi pan; yo como de su brillo”. El rey era llamado personificación o encarnación. Era Horus, una y otra vez con cada rey. Maat desaparecía al morir, y no volvía hasta que un nuevo rey ascendía al trono, efeméride que se hacía coincidir con algún momento clave del Nilo, su crecida o retroceso.
Con claridad arquitectónica, José Miguel Parra escribe que para aquellos egipcios, “algo era verdad solo en el momento en que estaba sucediendo”. Era así como Seth, el asesino doble de Osiris, podía ser también quien acompañara a Ra en su viaje nocturno por la tierra de los muertos. Los dioses podían intercambiar poderes en función de las necesidades del clero local, de la necesidad de hacer decisivo el culto a una deidad para el desenlace deseable de las cosechas, la guerra o cierto tipo de obra pública en marcha.
Un demiurgo que daba a luz a los primeros dioses masturbándose lo hacía más tarde en unión de una mujer, encarnada en la mano del primero. O no, ya que en otra versión daba a luz escupiendo. El faraón que en vida representaba a Horus pasaba a representar a Osiris al morir. Hay una ternura de la inteligibilidad en el intento de hacer legible y coherente la intención de tal o cual divinidad, o su relación con quienes vivían con un ojo puesto en las crecidas del Nilo y otro en las estatuas que salían del templo más cercano para recordarles a todos lo importante que era sentirse en deuda con la clase sacerdotal.
La descripción de Parra del tipo de intercambio propio de una sociedad no dotada aún de moneda ilustra, paradójicamente, la negociación incesante que espera hoy al turista a cada paso en las proximidades de un templo: el mercader llegado de lejos exponía sus bienes acarreados y se hacía a un lado para que la mercancía pudiera ser inspeccionada por quienes, de quedar satisfechos, dejaban junto a ella sus propias mercancías. De no parecerles suficiente, los primeros apartaban parte de lo depositado y esperaban. La fórmula debía repetirse hasta llegar a un acuerdo. O hasta que alguien se cansaba de mover sus propiedades.
Barry J. Kemp escribe que, al contrario que en otras religiones y filosofías orientales, dotadas de una literatura más extensa y más coherente, en la egipcia, dependiente en gran medida de un lenguaje pictográfico, al desenvolverse en un mundo privado de adversarios serios -después los hubo- “nadie sintió el imperativo de elaborar una forma de comunicación más convincente y completa”. La dominación -literal y cultural- helenística, romana e islámica contribuyó a la pérdida de su literatura, al menos mucha de la que no estaba grabada en piedra. “Gran parte de lo que podía captarse de forma inmediata por medio de símbolos o asociaciones de palabras ha desaparecido para siempre”.
Quienes pudieron haberlo evitado -la clase sacerdotal, preeminente durante miles de años- carecían del interés por transmitir de forma comprensible sus creencias, quizá porque cuando las amenazas externas se tornaron dominadoras, la narración ordenada o comprensible de la religión egipcia se había vuelto ya tan cambiable como lo era el culto y la reinvención de poderes asociados a los dioses según la zona o los intereses de la clase dirigente.
Prestar servicio en un templo, aunque fuera eventualmente, no solo era una prioridad para la clase sacerdotal. Muchos de quienes en los periodos de excedencia volvían al trabajo agrícola tenían en el estado al principal empleador, ya fuera para erigir templos o para trabajar en su mantenimiento una vez construidos. Paradójicamente eso solo complica aún más las preguntas que genera estar delante de una pirámide: si ni siquiera fueron erigidas por esclavos a los que imponer lo imposible, ¿de qué manera lograron apilar dos millones y medio de piedras, abarcando toneladas cada una de ellas? La respuesta, oculta entonces por el blanco cegador del mármol que recubría la de Kefrén, y hoy por la distancia y el deterioro, es probablemente solo otra forma de esclavitud: una que, incluso voluntariamente, no deja de vivir atada a la necesidad de comer, vestirse o cobijarse. La lentitud forzosa del proceso pudo haber sido, de hecho, la circunstancia que más atractivo volviera trabajar en ello, pues eso garantizaba el sustento mucho más tiempo del que exigía erigir un templo más sencillo.
El desierto que preservara a Egipto durante siglos, cuando acceder a sus ciudades por este u oeste era tan inconcebible como tratar de hacerlo por el sur, defendido por una de las cataratas que componen su cauce, o por el norte en una era en que los barcos aún no podían transportar ejércitos por mar, es hoy, contemplado desde la carretera que lleva a Abu Simbel, un lugar que recuerda a las imágenes que las sondas envían desde la superficie de Marte.
Es eso lo que parece resumir Joyce Tyldesley cuando escribe que “en una tierra que carecía de una única respuesta correcta para los misterios de la vida, la rivalidad nunca podía ser un problema”. Libres de la lógica que los griegos traerían al mundo después, carecían de escrúpulos para hallar incompatibles las contradicciones de su mitología. La noción de Tyldesley -que los mitos egipcios eran apenas “intentos válidos de explicar lo inexplicable”-, y que, conformado cada uno de esos relatos a su propia lógica interna, se bastaban para crear un edificio de creencias apto para la convivencia, existe sostenido por el hecho más singular posible a nuestros ojos: el que no necesitaran dividir todo eso en “hechos” y “ficción”.
Eso pese a que el ciclo anual del Nilo contemplaba los dos extremos de la vida agrícola -la sequía y la inundación- y debía ser así, a sus ojos, simultáneamente esos dos lugares mentales: por un lado hecho, por otro, en su filiación divina, ficción. Si existío un sustrato más claro que lo explicase -escribe- desapareció cuando las bibliotecas anexas a los templos fueron destruidas en el transito caótico del paganismo al cristianismo durante el 391 a.C.
Transcribir un mundo que existe en una zona gris entre los hechos y la ficción parece o bien consecuencia del lenguaje jeroglífico, condensado a pictogramas el significado, o bien aquello que creara ese mismo lenguaje. El lugar en que ambos escenarios coexistían era el templo en el que los temores reales y las ensoñaciones de una vida después de la muerte quedaban fijados en la misma piedra como si esa fuera la señal de la perdurabilidad de una y otra.
Bajo el desierto, la imaginación mítica crecía fértil. Y ni los reyes, fundidos de motu propio con los dioses, vivían ajenos a ello. Describe Tyldesley cómo la necesidad de escuchar historias fabulosas era una costumbre a la que, en una sociedad donde apenas un cinco por ciento sabía leer, un rey tampoco se resistía. Aburridos, llamaban a sus hijos para escuchar de éstos relatos de misterio -sugiere. El propio dios Thot embaucó a otra diosa a base de enlazar fábulas para que volviera a Egipto. Las instrucciones grabadas en los muros de alguna tumba permitían al rey difunto comerse a los dioses para absorber sus poderes.
Los egipcios de la antigüedad ubicaban la inteligencia en el corazón, que era devuelto a su sitio tras eviscerar el cuerpo del difunto. No así el cerebro, que era desechado y tirado a la basura. Citado por Tyldesley, Ramses II no debió ser el único en bajar a la tierra de los muertos con el corazón cosido en el lado equivocado del pecho. Las momias eran enterradas con los miembros sexuales intactos y cuando el cuerpo estaba demasiado deteriorado para distinguir su sexo, los embalsamadores añadían los órganos de ambos. La noche de los vivos no era necesariamente más apacible: los fantasmas podían comunicarse con los vivos a través de los sueños. Entre los tormentos podían darse “tocamientos, besos y acoso sexual”.
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