Tan presente en nuestros días, el fango como lugar de crecimiento ideológico viaja hacia atrás en el tiempo para hallar en Egipto un ejemplo mejor, éste de cómo lo que las civilizaciones fertilizan al contacto con otras puede existir literalmente gracias a la crecida anual de un río. Hasta que la presa de Asuán permitió en 1970 contener el agua que desbordaba anualmente el cauce del Nilo, sus crecidas inundaron el valle homónimo en un ciclo de inundación, siembra, cosecha y sequedad que discurre en paralelo a la prosperidad egipcia durante miles de años.
Quienes esbozaran los primeros modelos de una cosmogonía que proporcionara un origen mítico a la vida egipcia, sometida a todo tipo de fuerzas naturales, lo hicieron a sus orillas. Nombrado Las aguas de la vida, el océano primigenio era el útero del que salieran los dioses. De ellas brotó una colina, el “montículo del principio” y en él acabó posándose un pájaro llamado Fénix. O un dios inicial -Atum- que crea todo lo demás masturbándose. Parece ser que en otra de las versiones del relato iniciático egipcio era un escarabajo pelotero el que creaba la vida a partir del excremento al que hacía girar. Las variables sobre el tema probablemente dan para crear el sistema solar. Más sensatos, quienes elaboraran después el mito de la creación hebrea contenida en el Génesis pudieron tomar el relato del diluvio tal y como se narra en la epopeya mesopotámica de Gilgamesh, y de la teología egipcia el ave que finalmente se posa en tierra firme. O la habilidad del dios Khmun de dar forma humana al barro con sus manos.
Establecida en una de las zonas desérticas más grandes del mundo, en la que cabría, entera, Europa, ver en las aguas del Nilo la creación del mundo debió ser tan literal que ni siquiera hubiera requerido extraer de ellas a dioses sin cuento a los que incluso los cocodrilos desdeñaban. Originado a 5.500 km al sur en el lago Victoria (los mismos que le separan hacia el oeste del Atlántico), su ciclo anual de crecida y retroceso quizá hizo necesario inventar una mitología solo porque, incluso sabiendo que el Nilo crecería y después se retraería, había tanto tiempo entre uno y otro ciclo, tanta hambruna o prosperidad posible, que debía ser difícil no compartir la espera con alguien. Su surtido infinito de dioses podría haber sido solo la necesidad de tener a quién hablar, a quién agradecer o culpar de algo que deja tantos días para atormentarse por ello. Como la tierra en sí misma, el propio río era considerado el cuerpo de un dios -señala Naydler. El centro de “un mundo metafísico que se derramaba sobre el físico, saturándolo de significado”.
Incluso si en él nadaban cosas a evitar. De los cuatro tipos de jeroglíficos de peces, cuatro significaban “abominación”, “hediondo”, “descontento” y “cadáver” -recuerda Naydler. También que, pese a su carácter sagrado -incluida la logística diaria-, el agua del Nilo era, a sus ojos, el hábitat de criaturas asociadas con Seth como el cocodrilo, el hipopótamo o la serpiente de agua. ¿Y no había sido un pez el que se comiera el pene de Osiris durante su segunda muerte?.
Contentarse con una divinidad por cada fase anual del antiguo calendario egipcio -inundación, cosecha y sequía- se antoja verdaderamente escaso con solo imaginar el momento en que el cauce del Nilo, alimentado por los dos afluentes llegados de las montañas etíopes, asentaba el limo transportado, que al descender las aguas permitía sembrar sin necesidad incluso de volver a regar durante el crecimiento. Más aún, tras la siega, el calor que secaba la tierra y la agrietaba impedía a la vez que las sales se acumularan, intoxicando el cultivo del año siguiente. Y eso era antes de que la canalización expandiera el alcance y la duración de la crecida. Rodeados de desierto interminable, debía ser difícil no ver en todo aquello tan improbable un milagro puntual.
Aunque en todo momento pesase sobre ellos la posibilidad de que el prodigio salvífico se tornara maldición. La crecida ideal debía oscilar entre los siete y los nueve metros. No solo porque eso garantizaba las cosechas que los tributos iban a gravar acorde a esa medida. Sino porque, de ser mayor, las aguas podían anegar los poblados y al llevarse por delante los muros de adobe, destruir también las cosechas guardadas en ellos de años precedentes.
Las aguas del Nilo funcionaban como un supermercado en una era en la que no había muchos. Proporcionaba gran cantidad de barro que era convertido en ladrillos y cerámica. Añadía a la dieta frecuente el pescado, y atraía animales y aves. Permitía crecer la planta del papiro. Era una lavandería y una alcantarilla simultáneamente. Incluso ejercía de autopista por la que transportar en barco las piedras pesadas desde las canteras, algo no desdeñable en un territorio carente de puentes e incluso de caminos -extracta Joyce Tyldesley en Mitos y leyendas del Antiguo Egipto.
La vida que surgiera del fondo de sus aguas volvía a ellas en sus relatos del inframundo. Un segundo río -el Nilo celestial, en palabras de Naydler- discurría por debajo del mundo y era recorrido cada noche (en barca, como durante el día por el cielo) por el dios sol, Ra, y a su salida por el este reiniciaba un ciclo que no permitía separar lo religioso de lo agrario. La división entre orilla occidental y oriental estaría así, sugiere poéticamente Naydler, dictando dónde han de estar los complejos funerarios y los templos mortuorios, pues era allí donde Ra descendía al inframundo al anochecer. Mucho después William Golding escucharía durante una travesía fluvial que “nadie utiliza el Nilo una vez ha oscurecido”.
En la concepción egipcia el Nilo fluía por sus tierras desde el mundo de los muertos, donde Osiris, su monarca, fertilizaba así sus orillas al viajar por sus aguas, las mismas, curiosamente, que le vieran morir la primera vez, cuando fue asesinado por Seth y encerrado en un baúl que acabó en el Nilo. Aunque quizá, como en la figura acuñada más tarde por Herodoto, Osiris no se bañaba dos veces en el mismo río dado que en otra de sus acepciones míticas las aguas de la crecida venían a ser las lágrimas de Isis, su esposa.
Giuseppe Verdi declinó componer una pieza para la inauguración del Canal de Suez en 1869. Pero la oferta germinó poco más tarde y su ópera Aida se estrenó en El Cairo en 1871. No hay una gota de agua del Nilo en toda ella, pero su acto final sucede bajo tierra. Allí, en una tumba excavada para castigar la debilidad del general egipcio Radamés, los protagonistas son enterrados en vida justo bajo las lágrimas de Amneris, la hija del rey, que -ella sí- vive atada a la maldición del Nilo: un sentimiento que la inunda y la vacía, la hace crecer y la reseca.
Quienes fabularan para el judaísmo la peripecia de un mar que podía abrirse y cerrarse a voluntad, dejando pasar a los propios y castigando a los ajenos, habrían tenido un surtido de significados a su alcance de haberlo hecho a sueldo de la mitología egipcia. Imaginar que un río o un mar se volviera precisamente contra los egipcios debía sonar incomprensible hace 4.000 años. Y probablemente ni siquiera les hubiera quedado la posibilidad de llamarlo propaganda. La que contenían los muros de sus templos, grabados con hazañas desorbitadas de reyes antiguos y presentes, acaso les parecía tan verosímil como su catálogo interminable de dioses.
No hay comentarios:
Publicar un comentario