Ningún imperio de la antigüedad subsiste al impacto de la demografía de nuestra era. Por cada resto arqueológico que detiene la construcción de un bloque de apartamentos o una línea de metro, probablemente hay muchos que son sepultados por segunda vez en el silencio y la impunidad de la rentabilidad inmobiliaria. Claro que para eso muchas veces no es necesario esperar dos mil años entre la edificación y la exhumación de una construcción: en el antiguo Egipto los templos, refugio de las imágenes que representaban a los dioses, eran nutridos periódicamente con ofrendas de alimentos, llegados de las tierras que el propio templo explotaba, posiblemente a cientos de kilómetros. Las estatuas del panteón local eran, de facto, la nobleza terrateniente de la zona -escribe Naydler.
Incluso mucho después de desaparecidas las culturas de la antigüedad el lugar del Egipto de los faraones siguió siendo visible a decenas, a miles de kilómetros. Solo a finales del XIX la pirámide de Gizeh dejó de ser la edificación humana más alta del mundo. Visitarla antes recorrer El Cairo, en cuyo perímetro se halla, es acaso un gesto que separa su majestuosidad del caos y el desorden que prevalecen de vuelta de la visita. Como si el título de que gozaran los faraones -soberanos de los dos tierras- dividiera aún hoy la parte apacible del país y la atosigante.
Tumultuosa, abarrotada por veinte millones de personas, la capital actual de Egipto es tan ajena a la quietud imponente de los vestigios del pasado que casi se diría representa más bien la acumulación del turismo que, de forma proporcional, desembarca en su aeropuerto cada año. Solo su griterío sin fin, la aberrante confusión de cláxones, viaja hacia atrás hasta el tiempo antiguo en que la medicina egipcia debía de identificar al demonio que incomodaba al enfermo. La pócima acuñada iba acompañada de conjuros para hacer del paciente un lugar inhóspito para la dolencia, es decir para el demonio. El médico hablaba entonces con él hasta que, cuando le consideraba debilitado, le exhortaba, gritando, a que saliera de ese cuerpo. Solo tras aterrorizarle, y de paso al enfermo, el remedio era administrado.
El ruido de sus calles es tal que se diría que la antigua creencia egipcia en que la energía llegada de los muertos -el ka- alimentaba lo vivo ha sido sustituida por el ruido conjunto de vivos y muertos tratando de llegar a la misma calle. Al morir hace miles de años, se decía que alguien “iba a su ka”. Con ello quería decirse que se entraba a formar parte de un núcleo de pensamiento y esfuerzo ancestral, que seguía siendo parte de la comunidad. De ser cierto sería una desdicha pues es sencillo pasar unos días en El Cairo y pensar que solo los muertos han de poder dormir aquí.
Incluso los tipos de lenguaje empleados en la escritura a lo largo de miles de años del Egipto antiguo recuerdan a los tipos de atasco que es capaz de padecer una avenida cairota en un solo día: el jeroglífico como el más impenetrable de esos lenguajes. El jeroglífico cursivo para atascos formales y cerca de una mezquita. El hierático, o un atasco con muchos ramales, para sus tramos más cotidianos. El demótico o el atasco al alcance de cualquiera. Finalmente el copto, que a través del añadido de vocales y un alfabeto llegado de otro idioma, añade al ruido de las bocinas el de las gargantas, no menos expresivas e incansables. Cuando Parra señala que la construcción de la frase en cualquiera de esos sistemas de escritura venía marcada por “un sistema verbal imposible, donde los tiempos venían marcados por el conjunto del texto”, y cómo eso implicaba que la acción contenida en una frase aislada podía ser leída frecuentemente como sucedida en pasado, presente o futuro, también parece describir el estado de los atascos y el festival del claxón, momificados. Lo mismo cabe pensar de esa advertencia que acompañara el grabado o dibujo de animales peligrosos -y mutilados para volverlos inofensivos- en las tumbas, en la que todo lo que era escrito poseía la capacidad de cobrar vida. Y no acabarse nunca.
Trece años antes de que William Golding describiera en su Diario Egipcio el reencuentro con la noche cairota –“una disonancia de gimoteos, bocinazos, chillidos y aullidos”- William S. Ellis escribía en National Geographic de mayo de 1972 cómo en medio del caos del tráfico cairota un funeral que había sido engullido por la masa humana de las primeras horas solo permitía a sus allegados localizar el ataúd porque éste era visible por encima de todas las cabezas, como si la cultura de la muerte aún se las apañara para guiar a los vivos. Ellis describía la forma en que un babuino imitaba los andares de un borracho para lograr una limosna.
A solo cinco años de la guerra (perdida) de los seis días contra Israel de 1967, el ataúd de oro de Tutankamón permanecía oculto en un bunker secreto a prueba de bombardeos, en los días en que ningún egipcio podía salir del país con más de 22 dólares sin permiso gubernamental, y las píldoras anticonceptivas no llegaban a cumplir su objetivo pese a los esfuerzos gubernamentales porque las mujeres rurales las guardaban en cajas como talismanes.
Veinte años después Peter Theroux escribía en la misma publicación que los problemas solo se habían exacerbado: la población, como la pobreza, se había duplicado en doce años, la polución probablemente había hecho algo peor y si alguna vez hubo una duda acerca de cuál era la ciudad más ruidosa del mundo, se había evaporado. La sede de la ópera que ardiera un año antes de que Ellis escribiera su artículo había visto erigir un nuevo edificio en los días que Theroux vio publicado el suyo. Éste describe cómo en esos días un padre y un hijo podían entrar en un café cercano al mejor hotel de la ciudad y ofrecerse a limpiar de serpientes el sitio. La palabra “cobra” era bastante para que el dueño del café aceptara pagar, aunque la serpiente que en seguida era localizada fuera, de hecho, extraída del bolsillo de uno de los solucionadores y ni siquiera fuera una cobra.
La dureza del éxodo que arrojaba a sus calles cada mes a miles de hombres y mujeres llegados de poblaciones rurales, cambiando el aburrimiento y la pobreza rurales por su equivalente en una gran metrópolis, reducía la posibilidad de acceder a un trabajo, creando un tipo de precariedad que no acababa de llegar a acceder a oportunidades y tampoco podía -quería- regresar al lugar del que saliera. Es la historia de toda emigración y la expresión cairota de 1993 había añadido la sobrepoblación de gente compartiendo una habitación pequeña, viviendo en los tejados o en los mismos barcos en los que se trabajaba. Traído de esas mismas poblaciones rurales, el trabajo infantil o el acarreo de agua entre calles abarrotadas de basura y emanaciones tóxicas se había asentado como una de las formas de supervivencia. Fuera de toda comprensión, un terremoto seis meses antes apenas había causado seiscientas víctimas. Conocidos como la Ciudad de los Muertos, la gigantesca extensión de los dos cementerios de la ciudad había forzado al gobierno de la ciudad a abastecer de agua y electricidad esos asentamientos que, entre otros usos, permitía una fábrica de helados dentro de sus confines. En El Cairo -resume- África es parte de Egipto, no al revés.
A medida que uno se desplaza hacia atrás en el tiempo, éste deja de moverse. La antigüedad, lo que signifique haber vivido hace 3.000 o 4.000 años, permanece detenido sin envejecer o alejarse más. Al contrario, somos nosotros quienes nos desprendemos más y más de lo que el antiguo Egipto significara en términos de convivencia. La búsqueda del orden que les conformara es hoy un imposible. Los dioses que fueran vaciados de sus tumbas magníficas duermen hoy -apenas algunos- en las vitrinas de los museos. Pero la autoridad que representaran se ha evaporado sin que las conquistas de la Ilustración se basten para disipar las amenazas del fanatismo, el crimen de estado o el triunfo de los peores gravitando sobre nosotros sin descanso. Uno puede pasear por Las Vegas o aproximarse a uno de esos museos y hallar una pirámide construida en los últimos treinta años. Más allá del aprovechamiento de una forma atractiva, el resto se ha dilapidado. La presencia de lo sagrado que los egipcios veían en cada porción del suelo, el agua o el aire, ha recorrido el camino opuesto: nada es hoy menos sagrado que el estado de los mares, las tierras o el aire que respiramos. Simbolizando todo eso, el padre de un amigo, marino mercante, estrelló un petrolero en el puerto de El Cairo hace unas décadas. Evacuado en helicóptero antes de que pudieran meterle en la cárcel, merecería figurar en alguna de las paredes esculpidas por doquier en los templos. Solo por ver la cara de Osiris al perderle.
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