Hiroshima tiene las sombras impresas en suelos y paredes, fijando así lo que desapareció al estallar la bomba en 1945. Egipto tiene las pirámides. Buena parte de la fascinación que ejerce aún hoy aquella civilización extinta emana de saber que, aún imponentes, sus más inconcebibles templos y mausoleos son sombras de una cultura que, al desvanecerse, logró que la propia prueba de la muerte -la tumba- señalara así la huella viva de lo que existió.
Sin serlo, muchos de los vestigios que sobreviven lo hacen, a nuestros ojos, como restos de un ajuar funerario. El templo de Philae, el de Hatshepsut, el de Luxor parecen parte de una tumba al aire libre, en la que el desierto omnipresente fuera el polvo de quienes vivieron aquí hace miles de años. Es una tentación fácilmente al alcance de una cultura como la actual en la que, merced a las redes sociales, lo que está vivo necesita no parar de hablar y de moverse para demostrarlo. También es sencillo confundir civilización con país. Quienes vivieron hace cinco mil años están tan muertos como vivo el país en que todo eso existiera. Como sucede en las pirámides mayas de Chichén Itzá, a cuyas tumbas exhumadas solo se llega tras atravesar la más frondosa y viva de las selvas, llegarse hasta las pirámides de Gizeh, Kefren y Micerinos exige pasar por una población tan rebosante de vida, y de caos, como sea El Cairo.
Los símbolos de lo vivo y lo muerto intercambian roles delante de nosotros y desde luego dentro del lenguaje. Una cantaora puede ser llamada la faraona. Alguien anciano, decir de sí mismo que es una momia. Los jeroglíficos nombran hoy juegos de mesa. Escribir Aida en un buscador de internet arroja en sus diez primeras búsquedas referencias a una serie de tv, no precisamente imprescindible, de ese mismo nombre. Quien atesore en su casa miles de libros, discos o películas puede compararlo con habitar una pirámide y no esquivar con ello el que tanta cultura daría de sí para varias vidas, incluso si ello requiere que todo eso sea saqueado, vendido o tirado cuando uno no esté. Porque esos otros estadios de la vida -el despojo, el sobrante, lo rechazado- acabara acaso, en parte, en otras casas como parte de otras vidas. Como los trozos de Osiris, desmembrado en un episodio primigenio de la mitología egipcia, símbolo del renacer de lo cosechable.
Lo vivo y lo muerto son mitos mayores, especialmente lo segundo a la luz de la religión, y desde luego desde la óptica de la egipcia. Otra forma, más actual, de nombrarlos es reducirlos a lo que sabemos y lo que no, lo que vemos y lo que no. En la balanza que permite sopesar ambas acepciones, la milenaria y la contemporánea, Barry J. Kemp sugiere en El antiguo Egipto que adquirir nuevos conocimientos implica, sin que seamos conscientes, crear mitos menores. Para describir la poca familiaridad con un término asociado al pensamiento primario presumiblemente característico de la antigüedad Kemp sugiere que lo hacemos bajo la forma de “estar enterado de manera muy general” o “tener ciertas nociones”. Como sucede con los datos parciales, incompletos e inconexos que cualquiera tiene sobre electricidad, la industria aeroespacial o la biología de un pez, gran parte de todo ello -sostiene- es probablemente erróneo y malinterpretamos algunos o todos de esos principios. Lo que sabemos a medias no lo sabemos. Y la forma de compensar ese déficit, y reducir la incertidumbre y nuestra fragilidad en ella, es crear un mito menor: que sabemos lo bastante como para sentirnos más cómodos que respecto a lo que ignoramos.
Si eso describe también el tipo de procesos mentales que las culturas de la antigüedad, privadas de ecuaciones, satélites y laboratorios, desarrollaron y con las que prosperaron es porque el conocimiento verificable de la realidad es quizá la herramienta menos útil a una mente como la humana, propensa por naturaleza a tener razón más que a vivir en base a las evidencias que la demuestren. La respuesta a cómo sobrevivimos tras desechar, antes o después, tanto los mitos como el conocimiento, es, en palabras de Kemp, las estrategias intuitivas de supervivencia. La forma, invencible en términos de acceso inmediato y economía de uso, en que en nuestra vida cotidiana siempre elegiremos hacer y decir, sea o no cierto, lo que nos permita salir indemnes de una reunión, una guerra o un matrimonio.
Pero ningún mito -mayor o menor- subsiste sin doblegarse ante el poder. La historia del mundo -escribe Kemp- “no es la del desarrollo de infinitas culturas pequeñas y conciencias grupales que acaban por converger. Sino el registro de la paulatina subyugación humana a gobiernos de tamaño, ambición y complejidad siempre crecientes”. Paradójicamente el antiguo Egipto prosperó durante miles de años gracias a ambas tendencias, pues la primera describe también el modo en que infinitas conciencias, diminutas a ojos del poder, lograron converger, aunque fuera a los pies del faraón y la clase sacerdotal de que se servía.
Todo sucedió hace tanto que especular es la única opción. Las primeras dinastías de las que se tiene certeza, las del periodo arcaico, existían tres mil años antes de que la muerte de Jesús de Nazaret reiniciará nuestra contabilidad temporal. La existencia de egipcios tallando escritura jeroglífica en las paredes de templos y tumbas es quizá mil años anterior a la composición de la Epopeya de Gilgamesh, la narración acadia en verso que da comienzo a la literatura épica. Más aún, la durabilidad de la escritura babilónica, inscrita en tablas de arcilla, palidece ante la solidez de la egipcia como lo hacían el resto de profesiones en comparación con la de los escribas.
Sumada a la ventaja de que la cultura egipcia les libraba de tener que fijar lo malo por escrito, no fuera -Tyldesley dixit- que atrajera la mala suerte, los escribas conformaban las élites culturales en un país donde solo el cinco por ciento de la población era capaz de leer y escribir. No está claro si quienes eran enterrados junto a una copia del Libro de los Muertos necesitaban saber leerlos para que sus instrucciones les preservaran durante el viaje por el inframundo. Nombrado en ese tiempo los Capítulos para salir al día, saber leer los peligros podría haber exigido eso literalmente.
El viajante se hallaba sometido a semejantes sutilezas incluso antes de bajar a la tumba. Escribe Joyce Tyldesley que alguien que había de recorrer un camino arriesgado camino a un oasis “podía hallar conveniente añadir a sus prácticas religiosas habituales una oración a la deidad desértica local”. Solo la novedad aparente podría entonces haber notado que los seres sobrenaturales locales, los demonios y ancestros fantasmales específicos, exhibían rasgos y poderes apenas distinguibles de los que ya eran adorados como dioses estatales. O lo que debía ser más sencillo: envidiarlos. Las estatuas que representaban a los dioses desde la cámara más oculta en el interior del templo gozaban de privilegios por los que la inmensa mayoría de egipcios habría dado un pie. Y durante el Imperio Antiguo sucedía dos veces al día: lavadas y vestidas, ungidas con perfumes y expuestas a ofrendas de comida y bebida en abundancia, cualquier estatua de piedra vivía mejor que quienes trabajaban en los campos para mantener su culto investido de la dignidad necesaria.
La repetición abusiva del privilegio se encarnaría con el tiempo en uno de los relatos conservados -El campesino elocuente-, la peripecia de un hombre que era expoliado por un funcionario abyecto, que además le daba una paliza. Tras padecer un juicio igual de fraudulento, el campesino acude a uno de los hombres próximos al rey y al advertir la elocuencia con que expone su caso, decide que la queja sea expuesta directamente al monarca. Tras escucharle, este decreta entonces que no sean atendidas sus demandas, solo para recrearse una y otra vez en la habilidad oral del demandante. Hasta nueve veces exige verse entretenido el rey antes de castigar al ladrón y devolver al campesino sus mercancías.
Los tres sillares de aquella sociedad que describe Kemp -la continuidad del pasado, la defensa de una unidad territorial mística por encima de divisiones políticas y geográficas, y la estabilidad y prosperidad debida al gobierno de reyes sabios y piadosos- caducaron hace tiempo entre nosotros. No es una coincidencia que quienes, desde la ultraderecha en todo el mundo, tratan de volver a estadios-momia de la cultura humana lo hagan como quien encuentra más ventajoso bajar a una tumba a resguardarse que vivir bajo el sol de las mismos derechos y oportunidades para todos. El símil no pierde cualidades a medida que se entra realmente en una pirámide y para avanzar hacia el centro -vacío y con el aire enrarecido- uno ha de inclinarse, casi arrodillare.
Empleada por Jeremy Naydler para titular su ensayo sobre Egipto, la noción atribuida a Hermes Trismegisto –“Egipto es una imagen del cielo, nuestra tierra es el templo del cosmos en su conjunto”- habla acaso de la forma en que el sol, tan distante como presente en la vida de los habitantes de todo territorio desértico, ocupa un espacio físico, tangible, a ras de suelo egipcio. Uno cuyo poder es tan absoluto que exige rendirse sin condiciones. Es a esa inferioridad constante, aprendida desde la cuna, a la que debieron llamar dios hace miles de años.
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