La mezcla de adobe y paja que conforma aún hoy muchas de las construcciones domésticas en las zonas rurales sostiene también cierta definición de las políticas egipcias en el último siglo, bajo las cuales las libertades perviven bajo techos frágiles que dejan a la intemperie las voces críticas, la prensa libre y la autonomía académica.
La cumbre del clima, a celebrar en unos días en una de sus ciudades, añade al simbolismo del paisaje egipcio el que, para debatir cómo retrasar la desertificación del mundo, se celebre en un territorio que lleva miles de años subsistiendo en ese escenario, por más que la vida rural en Egipto expulse anualmente hacia El Cairo a centenares de miles de personas en busca de una aridez vital menos literal, o solo más ruidosa.
El desierto parece contener todos los cambios: una de las fotografías de Christoph Heidelauf tomadas en los desiertos egipcios a principios de este siglo parece mostrar una carretera de limites ambiguos y amenazada por la arena, y no el cauce de agua que realmente es, conocido como el oasis de Bahariya. Una gran duna móvil simula, de hecho, recoger desecada una inmensa ola justo en el instante previo a precipitarse, como si viniera de mirar atrás en otro desierto, el del inframundo griego. Hay dunas que parecen pinceladas de acuarela de las que se hubiera extraído el agua.
La creencia mítica egipcia de que el origen del mundo tuvo lugar con la creación de la primera colina, emergida de las aguas, halla en el desierto lo que se diría así ensayos fallidos de otros tantos mundos. Las más discretas se agrupan como si el fracaso fuera más habitable de juntarse con otros. Otras más ambiciosas, que simulan pirámides, parecen génesis a los que se hubiera permitido existir un cierto tiempo. Quizá antes de enterrar en ellas, no al creador, sino lo que trajeran o significaran.
Al igual que las religiones salidas de estos desiertos, algunos árboles raquíticos y solitarios, plantados delante de alguna de esas colinas inservibles, parecen haber caminado hasta allí para contemplar con sus propios ojos lo que pudo ser. Sin fuerzas ya para seguir adelante, la arena que el viento ha acumulado a sus pies preludia ya la colina que serán, ellos también, llegado el día.
Difuminada, una duna que parece marcar el límite del desierto libio recuerda a una nube ocre de la que lloviera una sustancia del mismo color, que a su vez empapara las formas nubosas al llegar de arriba. Riscos de piedra caliza en el desierto blanco, cerca de Farafra, permiten intuir lo que sería un fondo marino si toda el agua que lo cubre desapareciera para no volver. Columnas de caliza se yerguen sobre un suelo en el que se alternan amplias franjas blancas, marrones y grises como si la columna, antaño policromada, hubiese visto sus pigmentos fundirse y resbalar hacia el suelo.
Algunas colinas perturbadoramente blancas imitan a un glaciar donde el mar de arena que lo rodea fuera, de tan uniforme, algo que estuviera por ocupar, una parte del mapa pendiente de hallar destino, temporalmente tapado con papel de estraza. Hay dunas que parecen peinadas con el esmero de quien tiene todo el tiempo del mundo. Hay montañas piramidales que al atardecer estuvieran siendo estiradas hacia arriba, como si el azul oscuro tirara de ellas tratando de alisar aún más la superficie plana que las rodea. Hay tramos del paisaje desértico que tienden a una existencia en blanco y negro, como si el calor hubiera evaporado al mismo tiempo el color de la tierra, o como si el sol prolongado estuviese borrando la fotografía y creando un grabado, solo por economizar tintas.
En los márgenes del Nilo, allí donde crece la vegetación de forma modesta, parecería que el verde está siendo vigilado, consentido, por el desierto que domina el paisaje, como si el tramo de arena y roca yerma visible fuera apenas una parte ínfima del cuerpo de un ser mitológico que llevara ahí miles de años y al que la vida hubiera de pedir permiso.
Al sur de Asyut, un cementerio en el que las lápidas apenas consiguen escapar del mismo color del desierto que las cubre recuerda a una ciudad de cúpulas de adobe donde la vida hubiese ido volviéndose polvo con los siglos, en el que los huesos de quienes yacen enterrados fueran ya parte de las dunas, contentos al cabo de poder viajar, salir de sus tumbas, ver el sol de nuevo.
Más ambiciosos, quienes fueran enterrados en el Valle de los Reyes simulan desde arriba habitar una ciudad excavada en la roca, donde las puertas oscuras que franquean el paso a las tumbas permitieran creer que esa parte del desierto rocoso está hueca, vaciada para permitir a Ra viajar de noche por atajos nuevos, como en un laberinto al que entrar y del que salir por cualquiera de sus puertas en caso de necesidad.
Contempladas desde las alturas de las montañas centrales del Sinai, las palmeras que crecen a la sombra posible semejan parásitos que subsistieran de día plegando sus patas de arácnido hasta parecer inofensivas. Al este del Sinai, cerca del Mar Rojo, algunas formaciones rocosas, horadadas caprichosamente, recuerdan a una calavera inconcebible donde los dientes, perfectamente visibles, fueran tan enormes precisamente porque la cavidad de los ojos no existe, como si cuanto más feroz la dentellada, menos mereciera ver lo que devora.
Casi todo esto debía llevar aquí ya siglos cuando Joseph-Philibert Girault empleó la reciente invención de la fotografía para realizar en 1842 los primeros daguerrotipos del patrimonio histórico de Grecia, Anatolia, Siria, Palestina y Egipto. Desaparecidos hoy, son parte de los mismos desiertos que documentaran. Auspiciadas por motivos científicos, militares o religiosos, las expediciones que viajaron por Oriente próximo a mediados del siglo XIX son, en las huellas bíblicas, tanto una investigación sobre el origen mitológico de occidente, como un museo del exotismo cultural del que aún hoy es parte quien toma parecidas fotografías en las mismas ruinas.
Tomada por Pascal Sehab en 1870, una de ellas muestra a dos docenas de locales y tres turistas occidentales subidos a las primeras catorce hileras de piedras que forman la gran pirámide de Keops con la familiaridad desacralizadora que debía sugerir entonces los restos del Egipto milenario. En otra imagen de ese mismo año, un grupo de mujeres y niñas egipcias posan delante de uno de los muros decorados del templo de Karnak, cada una de ellas lleva sobre la cabeza una vasija, probablemente con agua, que recuerda a aquellas figuras del dios solar Ra, representado a veces como un círculo sobre la cabeza del faraón.
Algunos árboles frondosos anexos a una pirámide semejan, llegados desde 1880, parte de la decoración añadida por George y Constantine Zangaki. Con la dignidad que da el sepia a las fotografías, algunas de las tomadas desde el templo de Isis en Philae muestran estructuras que parecieran haber sido pensadas ya como ruina, en las que el tejado que soportaran las columnas jamás hubiera estado ahí, como si éstas no lo necesitaran.
Fotografiado por Frank Mason Good en 1868, la fachada del templo de Ramsés II en su ubicación original en Abu Simbel surge de una duna que llega hasta la puerta, como si el desierto hubiese abandonado sus salas al hacerlo los dioses que albergara. Salida del inframundo de la tierra calcinada por el sol, la esfinge de Gizeh luce en 1886 después de ser desenterrada como si el mismo dios Ra acabara de ser forzado a salir a la superficie antes de tiempo. Tomada por Lehnert y Landrock en 1905, la fotografía de las siluetas de las falucas en el Nilo al atardecer recuerda a las palas de una hélice enorme e inservible que hubiese sido inventada antes de hacer lo propio con el viento en esa zona.
Imágenes tomadas por Pascal Sebah en torno a 1870 del cementerio del Norte, en El Cairo, lucen singularmente vacías un siglo antes de ser empleado como vivienda por miles de seres sin hogar. Y sin embargo, hecho de mausoleos y de lápidas dispuestas sin aparente orden, parece esencialmente ya la ciudad de los muertos que no será hasta bien entrado el siglo XX. Como una plaza inmensa donde las tumbas fueran los puestos de un mercado que no acabara de congregar a nadie. O como si todos ellos estuvieran en la fotografía siguiente, tomada en esos mismos días, en que una hilera interminable de personas tumbadas boca abajo espera a que un sacerdote pasara a caballo sobre ellos. Los huesos que se rompían delataban a los pecadores.
En otra de las imágenes panorámicas de El Cairo es como si hubiesen sido borrados de los tejados todos aquellos que vivirán en ellos un siglo después. Nada es más irreal que ver calles vacías de esa ciudad: en una de Good tomada en 1868 las ruinas parecen tan normales como inaudito que ni una sola persona camine por esa calle ancha. Uno tendrá la misma impresión cuando las fotografías sean de estudio y muestren a jóvenes tapadas casi por completo. Como si también ellas fueran una calle sin vida.
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