lunes, 7 de noviembre de 2022

Un don del turismo


Una vez en suelo egipcio, la profecía poética de Herodoto -Egipto es un don del Nilo- se encarna casi en el acto como un don del turismo. Sucede incluso en los actos más intrascendentes: las multitudes que se apiñan en el interior de los templos, muchas veces para hacerse un selfie delante del espacio vacío que acogiera en su día la estatua del dios, recorren después pasillos tatuados hasta el último centímetro de escritura jeroglífica que, relatando misiones, terrenales o no, de sus dioses, semejan novelas que dicen de sus protagonistas algo más o menos parecido a lo que, unos metros más allá, en otra tumba real, son otras peripecias. Como si quienes, por centenares, recorren las tumbas visitables en el Valle de los Reyes lo hicieran como quien entra a leer capítulos de esa novela idéntica. 

También la luz que espera fuera, implacable y absoluta, es la misma. Los reyes de la antigüedad egipcia que vieran su existencia ligada a la del dios solar Ra debían mirar con envidia la supeditación a una forma de poder tan indiscutida que en esta tierra parece existir sin impedimento, con la suficiencia que da saberse libre de enemigos u obstáculos. Parte de esa indiferencia reaparecerá luego al recorrer en calesa las calles de Asuán y ver cómo todos los vehículos, sean de tracción animal o de combustión, se ignoran unos a otros olímpicamente entre gritos y cláxones sin fin, como si fuera justo eso -el estridente sonido de la protesta acústica- lo que pavimentara los caminos que un occidental no tiene forma de ver o concebir.

Sumado a la existencia precaria por doquier, hecha de materiales e inercias desesperadas y urgentes, no puede haber nada más alejado de la cualidad simbólica, ordenada y elegante, de los jeroglíficos que describen la vida idealizada de la antigüedad. Y que perdura probablemente porque, al igual que los iconos que desde las redes sociales han sustituido a la escritura, es un lenguaje simbólico que extracta, condensa y resume. Que ahorra tiempo y esfuerzo. 

En dirección opuesta a la perdurabilidad a través de la economía gestual, la esperanza de vida egipcia podría ser lo precaria que explica el guía -sesenta años. Parecen, de hecho, demasiados a raíz de lo que fuman todos y de las condiciones de vida, escasamente salubres, que uno ve por doquier, incluida la dependencia del Nilo -la alcantarilla natural, en palabras de Parra. 

La decrepitud individual, ligada al abandono llegado de lo social, es la más extraña herencia de una cultura antigua que valoraba el cuidado del cuerpo por encima de todo, dado que solo un cuerpo en buen estado -momificación mediante- garantizaba el poder afrontar las pruebas que esperaban tras morir. A la muerte eventual carbonizado o devorado por un cocodrilo se unía la de morir dos veces, una en ese momento y otra al no ser capaz de conservar un cuerpo que la eternidad pudiera aceptar, una preservación que a corto plazo fiaban a la sequedad de las tumbas excavadas en el desierto.

La fe en las segundas oportunidades ha evolucionado a peor: sospechoso de gérmenes, comer frecuentemente en la calle -explica el guía- acaba siendo mortal. Extrañamente eso va acompañado de cómo la población se esfuerza por estudiar, consciente de que sin eso el futuro es sombrío. Y con todo, nuestro guía, que habla varios idiomas y es licenciado en filología hispánica, parece salido del segundo lugar solo para caer en el primero. Cuando más tarde diga que aquello a lo que más temían los antiguos era convertido en dioses, casi parecerá un acertijo al que aún buscan respuesta. Tan cercano era el poder transferido a la palabra por su significado, por su presencia en la vida real, que algunos jeroglíficos en los que aparecían animales peligrosos fueron mutilados, decapitados o troceados para volverlos inofensivos.

Otro acertijo podría ser la duración del día. Ir a Abu Simbel exige levantarse a las dos de la mañana para afrontar cuatro horas de ida y otras tantas de vuelta. Aún antes de ser las diez de la mañana uno cree haber gastado ya un día en llegar hasta allí. La impresión que produce el trayecto a través del desierto -toda la tierra a un lado, toda el agua a otro- es que los ingredientes esenciales de un mundo antiguo existieran aún separados, como esperando que el tiempo viniera a mezclarlos u ordenarlos. El asombro espera al afrontar los dos grandes templos de Abu Simbel. Desplazados desde donde el agua de la presa de Asuán iba a sepultarlos hace ahora medio siglo, saber que algo tan inmenso y majestuoso pueda ser separado en fragmentos y luego ensamblado deja al observador tan indefenso como delante de la pirámide de Keops. 

Como si fueran también trozos a la espera de un mapa, expresando tanto la región del Delta, al norte, como la parte que se prolonga hacia el sur por el valle del Nilo, los egipcios de la antigüedad llamaban a su país las Dos Tierras. Honrando la asociación simultánea del rey con la religión y el territorio, uno de los títulos por los que era conocido éste era Los Dos Señores. Incluso andar sobre la tierra (Geb) era caminar sobre el cuerpo de un dios -escribe Naydler.

La impotencia y el caos viajan hacia atrás en busca de días mejores, o solo más atinadamente ilusorios: en un festival celebrado en el Alto Egipto un sacerdote, o el rey en persona, arrojaba a las aguas un papiro en el que se ordenaba al Nilo (el dios Hapi) crecer hasta el punto justo. Al sembrar las semillas los campesinos podían haberse comportado como en un entierro (de Osiris) y llorar. Al final de la era dinástica no existía un día privado de significado, el calendario servía de horóscopo -señala Tyldesley- y una instrucción como “evita quemar incienso hoy” podía leerse como una instrucción más debida a maat. Con un poco más de imaginación, los 275 amuletos contabilizados que sugiere Parra habrían alcanzado para regir cada día del año por uno de ellos.

En lo más incomprensible de sus manifestaciones lo posible de sus ritos pudo haber sido solo una concesión formal a la tradición como lo es entre nosotros ir a misa o celebrar la Semana Santa como unas vacaciones pagadas por el catolicismo. Recorrer hoy sus templos abarrotados perpetúa los matices cambiantes de la fe, pues en una misma sala es normal ver a varios guías desgranar a gritos versiones o ángulos distintos de las historias grabadas en sus muros, como si deducir hubiese heredado las infinitas posibilidades del creer o el esperar. O como si las enormes orejas talladas, destinadas a que el dios Ptah atendiera las plegarias, hubiesen sido segregadas por el turismo.

Adular a un dios, de viva voz o por escrito, es más previsible que retarle o reprocharle algo. Desde la perspectiva judeocristiana no puede sonar más singular lo que Ramsés II hizo grabar en su templo de Abu Simbel para mitificar cierta victoria militar, que incluye un pasaje que, elevando el valor del rey, degradaba el del dios al que se dirigía: “¿acaso está bien que un padre dé la espalda a su hijo?”. Tras desgranar las ofrendas ofrecidas en términos de monumentos erigidos, botín de guerra, tierras con que nutrir sus altares y sacrificios, espeta “¿acaso a partir de ahora la gente habrá de decir “no se gana mucho confiando en Amón?”. Incluso si inserto en un texto de agradecimiento al dios que finalmente se puso de parte del suplicante, es una propuesta osada a ojos occidentales, acostumbrados a relacionarse con Dios desde la sumisión y la culpa.

Representado habitualmente bajo la apariencia de un hombre joven, el dios guerrero Amón “se parecía al rey al que protegía” -escribe Tyldesley. La transferencia de poderes beneficiaba al monarca por la vía más insospechada a ojos de un creyente: la de poder decirle a un dios lo que debe hacer, exigírselo incluso. Llegada desde una civilización extinta, la evolución del pensamiento religioso, que aclararía mucho todo de poder pedir responsabilidades a quien consagras o condicionas tu vida, pervive como atracción turística en Egipto, no tan lejos del camino que nuestras catedrales recorren más despacio pero en la misma dirección. En otra aportación, no lo suficientemente valorada al juicio que espera a los cristianos, entre las faltas por las que era juzgado alguien en el inframundo egipcio estaba el mal humor, el desperdicio de comida, no escuchar la verdad. Y, como si supiesen quién vendría a sucederles desde otra mitología, también caminar sobre el agua.

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