viernes, 21 de junio de 2024

Leña del árbol leído




Entre los años 640 y 1080 no existió correspondencia escrita entre la Iglesia de Irlanda y el pontificado. El dictado que el papado pretendía imponer con las Cruzadas tampoco contó con tropas irlandesas. Eso sucedía al mismo tiempo que la sociedad gaélica incluía entre su aristocracia a poetas e historiadores. De esas semillas contradictorias -un país reacio a leer su propia fe mientras elevaba socialmente a sus poetas- brotó la pléyade de escritores asombrosos que nacieron en su territorio en el siglo XIX y XX. E incluso eso podría ser solo la punta de un iceberg que cristaliza también fuera de libros y escenarios: la proclamación de la independencia irlandesa del 24 de abril de 1916 tuvo siete firmantes. Tres eran poetas, uno de ellos además dramaturgo y director del teatro irlandés. Un cuarto editaba una revista. Otro era investigador de música gaélica. Un sexto, periodista y compositor de letras de canciones. 

Todo eso fue alumbrado en un tiempo en que la moral católica arraigaba en la conciencia nacional como si, faltos de un ejército equivalente al de sus conquistadores británicos, el más allá hubiera de proporcionar la cohesión necesaria para una lucha desigual, en la que la memoria era un contrincante más, dado que lo último que podía permitirse quien esgrimía el catolicismo como muro ante el mandato británico era recordar que en 1155 el papa Adriano IV había entregado Irlanda a Enrique II de Inglaterra “para revelar la verdad de la fe cristiana a los pueblos aún bárbaros e ignorantes”, algo que la política de siembra e implantación iniciada en el siglo XVI iba a emplear de estandarte a la hora de privar a los campesinos irlandeses de poseer y cultivar sus tierras a favor de los colonos llegados, en buena parte, de Escocia. Curiosamente la primera reina británica que validó ese procedimiento era la muy católica María Tudor. 

La propia Reforma protestante llegó a ser leída inicialmente como válida por el Parlamento irlandés que en 1537 declaró a Enrique VIII “cabeza suprema única en la tierra de toda la tierra de Irlanda”. Escribe John O´Beirne Ranelaigh que la pervivencia del catolicismo en esa era pudo haberse debido al esfuerzo de los frailes, ocupada la jerarquía católica irlandesa por acumular riquezas, y por bendecir incluso la venta de más de 400 monasterios y abadías irlandesas a laicos. Dublín llegó a tener por arzobispo al mismo que oficiara la ceremonia que, al casar a Enrique VIII con Ana Bolena, certificaba el cisma. 

El declive del protestantismo en Irlanda es un acto de torpeza lectora: la isla carecía de ciudades suficientes y de una clase media que sustentara, como en otros países, la religión escindida. El gobierno británico optó además por atacar el flanco que sustentaba el arraigo mítico irlandés: se prohibió la lengua y la vestimenta gaélica, sus poetas y su música. Incluso el mero matrimonio entre irlandeses y británicos. Celebrar misa fue declarado ilegal. Cuando se impuso un único Libro de oración en inglés, optar por la doctrina católica pudo haber sido, a ojos de los clérigos irlandeses, un acto puro de supervivencia y a la vez un hecho literario: la mayoría de ellos no sabían sino hablar y escribir gaélico.

El arzobispo -católico- nombrado por Isabel I apoyaba la política de plantación con colonos galeses y escoceses. Llegó a sugerir que sus propios compatriotas debían ser expulsados o asesinados. Uno de los ministros británicos a cargo de la fiscalidad irlandesa escribiría, bien entrado el siglo XVI, que arrebataba cosechas y ganado, de forma que familias enteras preferían ser ejecutados por el ejército inglés a morir de hambre. A finales de ese siglo la única forma de rebelión viable en Irlanda debía ser declarar su lucha de liberación una guerra santa, una cruzada más, ésta del catolicismo contra otro tipo de infieles. 

La ayuda ideológica no tardó en llegar: 3.500 soldados españoles desembarcaron en Cork en 1601. La alianza hispano irlandesa fue derrotada y con ello la Irlanda gaélica, pero los irlandeses entendieron que la extinción de esa cultura ancestral debía ser reemplazada por el catolicismo más ortodoxo. No volverían a luchar solos contra la todopoderosa Inglaterra anglicana. 

Seamus Heaney, católico nacido en tierra anexionada por Gran Bretaña, escribió sentir “la misma inclinación por los rosarios/ que por los rápidos apuntes y los análisis/ de los políticos y los reporteros”. Su poesía, como la de Yeats, aúna la exaltación de la naturaleza (exaltada) irlandesa y el tiempo que le tocó vivir, la penumbra a que obliga una revolución librada con medios desiguales -“todo lo que conozco es una puerta que da a la oscuridad”. Los murales de Belfast y Derry, que aún hoy recogen la lírica de la venganza debida, ganarían de reproducir versos de Heaney -“Cuando aterricé en la república de la conciencia/ era tanto el silencio al apagarse los motores/ que alcancé a oír un alcaraván sobre la pista”.

Beckett recordaba cómo su padre poseía gran cantidad de libros y enciclopedias que nunca leía. Pero se sentía orgulloso de que su hijo hubiera llegado a impartir literatura en el Trinity College. El día que visitamos su imponente biblioteca la mayoría de sus 260.000 libros han sido retirados para trabajar en su conservación. En el siglo XVI eso hubiera supuesto ser reemplazados por autores británicos. 

jueves, 20 de junio de 2024

El triángulo de la opulencia




Forjado en un tiempo en que esos astilleros daban trabajo a más de 30.000 personas, los que asistían -¿doscientos?- a la botadura de un mercante en 1947 en la fotografía tomada por J.A. Hampton podrían llevar cincuenta años en ese muelle, cuando los barcos, en vez de zarpar de Belfast, llegaban a ella procedentes de Reino Unido y del resto de Irlanda para trabajar en la pujante industria del tabaco, el lino o los propios astilleros. O ser quienes, por millares, huyeron un siglo antes rumbo a cualquier lugar del mundo para morirse de otras causas que no fueran el hambre que de 1845 a 1850, contaminada la mayor parte del cultivo de la patata, vació Irlanda mientras llenaba sus cementerios. Más de cuatro millones, la mitad de la población de aquellos días, se alejaron de su tierra o se adentraron en ella para siempre.

Al año de comenzada la hambruna, cuando 9 de cada 10 patatas nacieron muertas, gran parte del grano y la carne vacuna producida en suelo irlandés salían del país en barcos como ese para alimentar los beneficios de los grandes terratenientes, muchos de los cuales ni siquiera vivían allí. Vencidos por la malnutrición, diarreas, cólera, disentería y tifus, niños y adultos agonizaban y morían mientras otros barcos, éstos llenos de toneladas de maíz, trigo y avena, no pasaban de las aduanas británicas para evitar que el precio del maíz se devaluara en exceso, no tanto como la vida de quienes se apiñaban en los muelles para intentar emigrar a América o Canadá. O a la vecina Inglaterra, lo que debía ser visto como una maldición para quien zarpaba y para quien acogía. 

Los beneficios obscenos que los grandes terratenientes obtenían durante la crisis de la patata ofrecen hoy el más paradójico de los espejos: el estatus libre de impuestos con que Irlanda burla las condiciones fiscales pactadas dentro de la Unión Europea atrae hoy a esas mismas empresas a base de no cobrarles impuesto de sociedades. Un ejemplo intermedio sería el patán de El hombre tranquilo (Danaher): un terrateniente y un miserable que aúna la mezquindad y la arrogancia, sin dejar de ser irlandés y católico.

La llegada del protestantismo a la isla en el siglo XVI trajo consigo la confiscación de tierras, posteriormente pobladas con colonos escoceses y galeses. A finales del siglo XVII había leyes que prohibían adquirir tierras a quienes profesaran el catolicismo. El reino del terror impuesto por Oliver Cromwell en la segunda mitad de ese siglo pudo haber dejado en manos británicas o católicas la inmensa mayoría de suelo cultivable. A finales de ese siglo las llamadas leyes penales obligaban a un propietario católico a repartir sus tierras en partes iguales entre sus hijos, salvo si uno de ellos se adhería a la religión protestante, en cuyo caso pasaba a poseerlo todo. En la tercera década del siglo XVIII los católicos no podían concurrir a unas elecciones, ni como candidatos ni como votantes. A finales de ese siglo las tierras en manos de campesinos católicos no llegaban al 10%.

La escisión religiosa partió la isla como una placa tectónica que terminó de desgarrarse en 1921, cuando la independencia de Irlanda consagró la separación del gobierno británico que durante siglos expoliara y dejara morir a quienes no aceptaban hacerlo bajo el dios adecuado, y también la desconexión de ese fósil -la monarquía- que rige Gran Bretaña como una peste que ningún barco es capaz de llevarse. 

Hay siempre un dios al que rezar y por el que cometer crímenes, y en el neoliberalismo es el dinero. Capaz de ser, al mismo tiempo, los astilleros en que se fabrica la desigualdad, la peste que crea las hambrunas, y las leyes que arrebatan tierras y derechos. Dirigida por el sueco Ruben Östlund, El triángulo de la tristeza (2022) emplea el hundimiento de un barco de lujo para crear una sátira feroz sobre el aislamiento que compran las élites y sobre los precios que exige la vida una vez que el sistema que les garantiza sus privilegios naufraga donde no pueden ser recuperados. 

En el mismo lugar en que durante años infernales se congregaban cientos de miles de personas para huir en busca de una pobreza más digna y un hambre más llevadera reluce hoy el museo del Titanic en Belfast, un arca del turismo popular donde olvidar que el protestantismo y el catolicismo son mares sombríos que, como el capitalismo o el colonialismo, en cuanto puedan harán contigo lo mismo. Quienes eligen caminar hacia el fondo del espigón lo hacen sobre la extensión inmensa que en su día acogió el espacio en que se montaban en paralelo los dos transatlánticos más grandes de su era -el Titanic y su gemelo el Olympic. La silueta del primero, marcada en tierra por railes, se recorre como si se pisara una lápida interminable. Sería aún más evidente si en el terreno contiguo, donde se ensamblaba el segundo de los navíos, esa misma superficie permitiera identificar, de entre los 3.300 pasajeros y tripulantes, quienes se salvaron y quiénes no. O qué tamaño debía haber tenido el Titanic de albergar solo a aquellos para los que había sitio en los botes. La lista de víctimas está dentro y no fuera de su perímetro. Entre ellos hay un Melville.

miércoles, 19 de junio de 2024

Seda de las vacas y pobre vieja



Caminar Dublín el día que se conmemora el Ulises de Joyce honra la novela con cada paso que te aleja de donde estuvieras minutos antes. Fragmentada en hechos que suceden y en otros que solo se piensan o imaginan, a merced de narradores que parecen turnarse el día en que sucede la novela –16 de junio de 1904-, abrirse paso entre sus páginas es, literalmente, renunciar a caminar con rumbo fijo. Releerla acaso confirmaría que sus muchos desvíos, entre los que no escasean aquellos que parecen conducir a un callejón sin salida, generan novelas distintas según escoja uno atender como principal una de sus peripecias.

Quizá por eso, porque al honrar al Ulises homérico, no se imita su viaje sino el sentirse perdido, paralizado, quienes son incapaces de terminar de leerla lo hacen con la convicción de que Joyce no escribió para ellos. Y quién podría reprochar el abandono de su lectura si ésta no devuelve a cambio lo que se presupone a una novela –progresión, un camino reconocible, personajes nítidos. Joyce decidió abordar su escritura con una libertad formal que no se había permitido en su colección de relatos -Dublineses-, tan delicados como costumbristas. Quizá por eso el primero de los capítulos de Ulises es el de desarrollo más lineal. En su cabeza pertenecía aún a aquella colección de relatos que nadie quería publicar, abandonada y olvidada antes de existir, en una suerte de secreto similar al que en el siglo XVIII popularizara la expresión “seda de las vacas y pobre vieja” para designar a Irlanda, ajada y en declive a ojos británicos, pero vigorosa para quien sabía de su valor. 

Joyce se esforzó en ignorar las convenciones narrativas dentro de las que él mismo había vivido hasta entonces, y la pregunta de para quién es su lectura pudo haber sido resuelta casi al mismo tiempo que su novela era publicada en 1922. Solo seis años tardaría Samuel Beckett en llegar a Paris, donde inmediatamente se convirtió en amigo y discípulo de Joyce. También alcohólico, como él. El desprestigio de lo que se pronuncia como forma de comunicación, la demolición de ese vínculo entre las personas, que Beckett iba a volcar con especial desolación en su teatro -un medio en el que los personajes solo pueden hablar para hacer avanzar la acción-, estaba ya en Joyce. Beckett pudo haber entendido que una novela que no es para casi nadie, bien podía estar escrita para él. De haber vivido Joyce solo cuatro años más para conocer las atrocidades que traería el nazismo, la transformación de una voz pública en la transcripción, refugiada, del caos interior le habría parecido una forma coherente de cambiar la lectura de su novela por su puesta en escena, algo que Beckett sí tuvo tiempo de entender.

Tomada como el evangelio de la novela moderna, contiene la religión esperable en un irlandés: “los judíos son el signo de la decadencia de una nación. Dondequiera que se reúnan consumen la fuerza vital de una nación… los comerciantes judíos están ya ocupados en su obra de destrucción” -dice un personaje. Singularmente, es de Inglaterra de quien habla. Después se pregunta por qué Irlanda es el único país del mundo que no ha perseguido a los judíos, y se responde (mintiendo, como sabía Beckett) “porque nunca los dejó entrar”. Estremece leer, cien páginas más adelante, hablando de Hamlet, que “los mataderos rezumando de sangre del quinto acto son una anticipación del campo de concentración cantado por el señor Swinburne”

Pese a estar escrito en París, su mordacidad apunta en todas direcciones, algo reconociblemente irlandés: “soy criado de dos señores” -se lee poco antes. El primero es el Estado Imperial Británico. El segundo, la santa Iglesia Católica Apostólica Romana: “una reina loca, vieja y celosa”. Cuando se recrea a un sacerdote aplicando los santos sacramentos a un moribundo, alguien comenta “buena idea el latín. Los atonta primero”.

Es raro celebrar lo que no se comprende o no se ha leído. Más normal es rehuir lo que se entiende demasiado bien, y eso explica que en Dublín no se celebre, en lugar del Ulises, el mucho más asequible libro de cuentos homónimo, dado que describe una sociedad lóbrega, inmovilizada por la tradición y la pobreza. El pasado irlandés es un lugar al que pocos querrían volver, menos aún para celebrar algo. Lo mismo cabe decir de la obra de Beckett. ¿Por qué no conmemorar a Swift entonces? Su alegoría gulliveriana, brillante y lúdica, aunque no exenta de misantropía comprensible ya en el siglo XVII, es una lección asequible a la que volver cada año. Wilde o Yeats serían una magnífica elección también. Y aún más Bernard Shaw, que aunara tantas artes al mismo tiempo que un compromiso político encomiable, y que, como los anteriores, aparece citado en las primeras cien páginas de Ulises. A quien tanto cuadra la línea salida de Dublineses –“trataba los problemas morales como el cuchillo de carnicero trata a la carne” o la que aparece unas páginas más adelante –“había presumido de librepensamiento y negado la existencia de Dios ante sus compañeros, o en las tabernas”. 

Pero Shaw era abstemio y eso no parece compatible con celebrar su memoria en Dublín, donde los bares engullen a la población día y noche. En otro capítulo de Dublineses se habla de un emigrante que vuelve cada tanto convertido en un periodista triunfador, alguien que “se abre camino entre toda esa vida diminuta”. Su interlocutor, un irlandés dilapidado en el molde de lo que Chéjov escribía casi al mismo tiempo, deambula por las calles de Dublín entre ensoñaciones de la vida que no sabe tener, exponiéndose a veces a “las causas de su miedo”. Melancólico y paralizado, camina imaginándose poeta, uno para ojos escasos y selectos, que fabula la aprobación de los críticos ingleses. Parece describir a Swift, a Wilde, a Beckett. Solo su insistencia al caminar por la calle de Temple Bar murmurando que “ya podían irse todos al infierno porque él iba a disfrutar de aquella noche” devuelve a Joyce al lugar que ocupa hoy en la celebración. 

Lo que desdeñan en Dublín podrían honrarlo en Galway, al otro lado de la península. Convertida hoy en una próspera y vital ciudad universitaria que llena de jóvenes sus calles, qué mejor resurrección podría así redimir al joven que en el último relato de Dublineses -Los muertos- esperara bajo la nieve, para ver en vano a la mujer que amaba, lo que causa su muerte. También ese final, amargo y bellísimo, en que el futuro marido de esa mujer aprende la noche de Navidad que hay cosas de ella que desconoce, entre las que podría estar, como la nieve, algo que “cae por igual sobre los vivos y los muertos”, desdibujando a ambos. 

martes, 18 de junio de 2024

Thornton el improbable


De una tierra que produce tantos poetas asombrosos para lo escaso de sus dimensiones era sensato esperar que alguno de ellos inventara hectáreas que no existen en las que ubicar sus poemas, donde no tropezar con algo ya cantado por un ancestro o un coetáneo. Más singular es que alguien descendiente de un irlandés -John Ford- empleara, de entre toda la obra magnífica de William Butler Yeats, justo aquella que no existía. 

Todo mito se alimenta de ruina y de mentira, y el cine que produjo esa fantasía sobre la identidad irlandesa que es El hombre tranquilo (1952) generó una segunda obra que amplificaba la idealización de lo rural bucólico hasta hacer de ello un espejismo literal. Rodada casi a la vez, y sin tener apenas que cambiar de paisaje o latitud, Brigadoon (Minnelli, 1954) narra la peripecia de dos americanos que llegan por azar a una aldea que permanece invisible durante 100 años y solo reaparece durante un día, como el barco del Holandés errante. Tanto podría albergar la población a la que llega el personaje de John Wayne en la película de Ford.

“Me levantaré ahora e iré, iré a Innisfree, y haré allí una humilde cabaña de arcilla y zarzas” -dice el primer verso de La isla en el lago de Innisfree, publicado en 1893, y al que la bruma que duerme y despierta a Brigadoon presta lo necesario para aunar el lugar descrito por Yeats y la película de Ford, y hacerlo hoy visitable al turismo que recorre Cong, el pueblo en que se rodó, en busca del bar que jamás lo fue, o porque, si ha de ser recordado por el grupo de borrachos que habitan en él durante la película, lo más normal es que ni su nombre ni su ubicación se hallen donde se las busca.  

A ese paraje inexistente viajó Jose Luis Guerín para rodar allí su extraordinario Innisfree (1990), un documental sobre la memoria de ese paisaje en la película de Ford, y la de ésta en quienes la recuerdan -ancianos- o se la saben de memoria -niños. Es esa “humilde cabaña de arcilla y zarzas” la que, convertida en ruinas, abre su película. Hay unos campesinos en ella, rememoran lo que contuviera. No queda claro si hablan de alguien que viviera entre sus muros, o de los interiores en que se filmara la casa en que transcurre la -poca- acción. Y que serían rodados, de hecho, de vuelta en Hollywood. El estremecimiento es mayor después, cuando la cámara de Guerín sitúa una silla de director delante de una casa -¿la misma?- cuyo tejado se derrumbara hace tiempo. ¿Es ahí donde el hombre tranquilo -Wayne- arrastra a su mujer nerviosa -O´Hara?. 

Hay pocos hombres más tranquilos que Yeats si se juzgan sus fotografías. La leyenda dice que jamás entró en un pub, aunque también que formó parte de una tertulia literaria en Londrés que se reunía, como es obvio, en un pub. Quizá traspasar sus puertas y ser abstemio pudiera no contar como entrar. ¿Es ese hombre que en el bar de la película de Ford permanece atento a la lectura del periódico, ajeno a todo, peleas incluidas, acaso lo más parecido a Yeats que hay en su versión de Innisfree? “Espero que no sea usted poeta” -preguntan a Wayne en la película. 

Quien busque a Yeats dentro o fuera de las paredes de la película de Ford o la de Guerin, tampoco lo hallaría entre los sobrios, pero sí entre quienes, como Wayne y O´Hara, intentan casarse y no lo logran. Yeats, que cantó al amor toda su vida, pudo haberse pasado la mitad de ella encerrado dentro de él como en una jaula: rechazado siete veces por la mujer de la que estaba enamorado, llegaría a pedírselo a la hija de ésta. “¿Amará hombre alguno a la hija si no ha amado a la madre?” -se lee en Ulises.

¿Qué le habría parecido que su región fabulada albergue para la eternidad una población donde la concordia, y el apoyo llegado el momento, preside la relación entre católicos y protestantes, algo que Yeats solo conoció como un conflicto irresoluble durante la mayor parte de su vida? “De Irlanda hemos salido./ Gran odio, poco espacio,/ nos mutilaron desde el principio./ Llevo desde el vientre de mi madre/ un corazón fanático” -escribiría al final de su vida.

Cuanto Ford arrebató a Yeats se lo devolvió Guerín cuarenta años después: reunidos en el mismo bar que los personajes de El hombre tranquilo, y no menos borrachos aunque sí lastimeros, los parroquianos -¿hay allí Danaher, Thornton, o´Flinn?- hablan de cómo los delatores eran ejecutados, del viejo IRA como una herramienta necesaria. La guerra civil -se escucha- es la única solución. No hay nada tranquilo -solo ebrio y conformado- en ellos. Ni los sobrios sostienen algo parecido a la paz: uno de ellos, que presume de tierras ancestrales, enarbola un palo de fresno -duro y resistente que prueba contra un muro- que sirve para jugar a algo parecido al criquet, y para golpear y matar. Ejemplifica cómo se usa en el primer caso, y luego se entrega a una serie delirante y obscena de golpes que simulan atacar y matar al enemigo.

El personaje que interpreta Wayne en la película de Ford -un boxeador que se niega a pelear tras haber matado a un hombre en el ring- no encontraría nadie que le comprenda en el pub de Guerín. Y es singular que el único que lo hace en la película de Ford sea el clérigo protestante, a cuyas misas apenas concurren dos o tres personas. ¿Quiénes? ¿entrarían al pub de Guerín cuatro décadas después? 

La propuesta de Brigadoon es, en la Irlanda rural que muestra Guerín, algo que solo duerme cien años si está muerto. Escrito en 1939, el año que moriría, Yeats se preguntaba si “¿fue aquel drama mío el que incitó/ a hombres que fusilaron los ingleses?/ ¿Turbaron en demasía mis palabras/ la mente enajenada de aquella mujer?/ ¿Pudieron las palabras que dije haber parado/ lo que provocó la ruina de una casa?”.

lunes, 17 de junio de 2024

Los dos escenarios


A principios del siglo XX, antes de que el descrédito de la función pública allanara el camino a la política a los carentes de moral, sensatez o inteligencia, aún era posible compatibilizar el ejercicio de la ficción literaria -y la fama que ella podía acarrear- con el empleo de esa voz al servicio de causas sociales más urgentes y de mayor recorrido que una novela o una obra de teatro. El británico H.G. Wells alternó la creación de fábulas proyectadas hacia delante con la defensa pública de reivindicaciones a favor de quienes llevaban siglos quedándose atrás. 

También lo hizo el irlandés Bernard Shaw. El socialismo que ambos defendieron a través de la Sociedad Fabiana se encarnó inicialmente en la obra de Wells en tramas que escindían a la humanidad en explotadores y explotados -literalmente consumidos por los primeros-, o unificaban a hombres y animales en una bisagra sombría que aunaba lo peor de ambos. Escritas ambas en 1895, La máquina del tiempo y La isla del dr. Moreau esperaron apenas cinco años a que Shaw viera estrenar Hombre y superhombre (1901). 

En vida de uno y otro los derechos del trabajador fueron defendidos con no menos esfuerzo del empeñado en defender los derechos de sus lectores y del público que acudía al teatro. Años más tarde, cuando el alzamiento irlandés contra el mandato británico hizo pensar a muchos si las prioridades no debían ser entonces luchar unificados contra Alemania en la Primera Guerra Mundial, los trabajadores irlandeses -y los británicos- debieron pensar que una guerra solo interrumpía otra. 

Lo mismo podía decirse a esas alturas de las que libraba Shaw allí donde acudía a hablar en defensa del movimiento fabiano. Orador de rarísima brillantez y elocuencia, habrá pocos dramaturgos en la historia que hayan pasado tanto tiempo en un escenario -una plaza, unas escaleras, un salón de actos, un parque o subido a un coche- como los personajes de sus obras. Su perseverancia magnífica a la hora de luchar por la igualdad de derechos, un salario digno y la propiedad estatal de los medios de producción son anteriores a los crímenes del comunismo de estado soviético, y por eso hay una pureza esencial en lo que alguien como él -un hombre al que su carrera literaria dotara de fortuna y una vida acomodada- podía defender públicamente en Gran Bretaña a principios de siglo, sin que su obra se viera contaminada -perjudicada- por la lucha social que defendía.

Incluso si la brillantez lógica de sus respuestas era a veces más literaria que práctica. Afrontada la asunción clásica de que la desigualdad de tareas ha de conllevar desigualdad de retribución, Shaw sugería que eran los trabajos que nadie quería hacer los que deberían estar mejor pagados, y no los que cualquiera hubiera aceptado. Al hablar de la precariedad salarial generalizada entre los trabajadores, escribió que en sus comienzos laborales en una agencia inmobiliaria su padre había de cubrir la diferencia entre lo que cobraba y lo que le costaba su subsistencia. Su lucidísima conclusión –“mi jefe explotaba a mi padre”- no solo aúna, al duplicarla, la indefensión del trabajador, también la proyecta en el tiempo, hacia atrás. 

Shaw abandonó Irlanda con veinte años y no regresó hasta pasadas más de tres décadas. Una vez en Londres, con el tiempo recordaría la sensación de sentirse, en tanto que irlandés, el más extranjero de todos. En busca de aceptación o tolerancia, no logró ninguna de ellas. Habiéndosele encargado unos versos para acompañar unos grabados antiguos, envío una parodia de lo solicitado y para su sorpresa le fue pagado. Adjuntó entonces, como agradecimiento, un verso serio, que fue entonces tomado como agravio, lo que terminó con los encargos. En nueve años dijo haber ganado apenas seis libras esterlinas. 

Su instinto socialista, el impulso de luchar por los derechos de otros, pudo haber vivido aún con menos. De haber nacido unos años antes acaso no habría sobrevivido a la gran hambruna de mediados del XIX. Una vez en el XX, conoció dos guerras mundiales. La mortandad que en un siglo le permitió nacer a tiempo también le concedió vivir casi cien años y ver cómo el hombre mejoraba el trabajo que la muerte era capaz de hacer. Ateo ya de niño, Shaw minusvaloró de adulto el valor del domador de leones dado que éste estaba, una vez en la jaula, a salvo de otros hombres. “Un león bien alimentado es menos peligroso. Carece de ideales, no pertenece a partido, religión o clase. No tiene motivo alguno para destruir aquello que no quiere comer” -escribió. Protestante por automatismo social como sus ancestros, definió la pequeña burguesía no católica irlandesa de finales del XIX como la más irreligiosa del mundo. El protestantismo “no era entonces una religión, sino un partido en una facción política, un prejuicio de clase, la convicción de que los católicos romanos son personas socialmente inferiores que irán al infierno al morir”. 

Shaw no era el primero que llamaba comedia a la forma en que la religión divide el mundo. Y tampoco el que empezaba a saberlo arrancando su camino por el infierno. Seiscientos años desde que Dante nombrara así los senderos de la fe, Shaw denominó comedia al “espectáculo de un desolado grupo de mercaderes protestantes en un país católico, dirigidos por una pequeña plutocracia de corredores de seguros, médicos, agentes de tierras y ese sector camuflado de la burguesía terrateniente demasiado abrumada por las hipotecas como para huir a Londres, que juega a conformar una Corte y una aristocracia, regidas por un exiliado virreinal”. Llamó ficciones al esfuerzo continuado que simulaba una posición social y unas rentas que no existían. Todas las realidades de la vida -escribió- eran sacrificadas a esas apariencias de las que participaba el público tanto como los actores. El don de Shaw para la dramaturgia, considerado el segundo en lengua inglesa, solo tras Shakespeare, probablemente fue aprendido al advertir alrededor tanto teatro abyecto. 

“Si no fuera por la imaginación, el encanto de la música y los mares hermosos, por las puestas de sol y nuestra natural bondad y mansedumbre, es imposible decir en qué cínica barbarie hubiéramos crecido” -escribió acerca de su infancia en Irlanda. Pianista más esforzado que solvente, Shaw llegó a suplir a la mitad ausente de la orquesta en una función londinense de Il Trovatore. Antes, se le había revelado “la religión de su país en su genio musical y su irreligión en sus iglesias y salones”.

Esbozar su fecunda inteligencia viaja hacia atrás -alguien observó que el Inocencio de Velázquez era un excelente retrato suyo- y hacia delante: la también irlandesa Iris Murdoch, que vivió treinta años en el mismo mundo que Shaw, escribió en El mar, la mar (2019) la peripecia de un dramaturgo de fama, ya retirado, que halla su inspiración al nacer, como Shakespeare, en Stratford upon Avon, y que, como Shaw, nada a diario. Algo que también declara hacer uno de los primeros personajes de Dublineses. Y que otro irlandés -John Banville- dice haber hecho por última vez al principio de su novela El mar. 

Los anacronismos propios de su tiempo -la atracción por las promesas del comunismo antes de conocer sus crímenes- no lo eran en soledad: en 1919 los nacionalistas irlandeses habían enviado un delegado al nuevo gobierno ruso, comunista y explícitamente anticatólico, para pedir el reconocimiento de Irlanda como “Estado hermano”. El argumento era la alianza a través de su enemigo: Gran Bretaña apoyaba a los opositores del nuevo gobierno ruso. 

No cuesta ver a Shaw como perfectamente opuesto a la forma más frecuente de ser hoy irlandés: no solo se casó tarde y renunció a tener hijos. Además de hacer deporte a diario no fumaba ni bebía. Como Shelley, a quien admiraba, era socialista, ateo y vegetariano. Autodeclarado “un cobarde hasta que Marx me hizo comunista y me dio una fe”, Shaw, como SwiftWilde o Beckett, pertenecía a la estirpe valiente de los hombres demasiado complejos e inclasificables como para ser solo irlandés. 

domingo, 16 de junio de 2024

Escarba otra vez, escarba mejor



Fabulado o no, el subsuelo irlandés se diría más complejo que el de sus habitantes. Una de sus sagas míticas, escritas a lo largo del primer milenio de nuestra era, narra cómo un pueblo llegado de las islas septentrionales -acaso los primeros gaélicos que arribaran a Irlanda- trajo una piedra que gritaba cada vez que un nuevo rey era coronado. O como cuenta la leyenda adherida a las 40.000 columnas de basalto conocidas como Calzada del gigante, cada vez que un rey gigante huía a través del mar. Mucho después Robert Flaherty rodó en 1934 Los hombres de Arán, un documental narrado como si fuera ficción en el que sus habitantes han de buscar la escasa tierra disponible entre las rocas, para sembrar en ella las patatas sin las que no sobrevivirían. 

Un paseo por la National Gallery de Ireland, en Dublín, no tarda en hallarse delante de Una alegoría (1924), pintado por Seán Keating, que muestra a dos hombres -uno por cada bando de la guerra civil en marcha- que excavan una tumba para un caído, envuelto en la bandera irlandesa. La familia, de estricto negro, que se apoya, o se derrumba, sobre un árbol sirve de interludio visual entre el muerto y las clases beneficiadas -herederas- de la Independencia, pintadas como una piedra atada al cuello del país: el clero y las élites políticas y económicas. 

Sales de un museo, entras en un cine y sigues viendo cómo enterrar lo que no se quiere ver. Se estrenaba hace cuatro meses en la Berlinale Small Things Like These, una historia de los abusos perpetrados durante el pasado siglo en las conocidas lavanderías de la MagdalenaFinanciadas por el Estado y gestionado por varias órdenes religiosas, durante décadas acogieron a madres solteras, niñas violadas, prostitutas y mujeres incapaces de pagar dónde dormir. A cambio, las monjas a cargo de esos albergues exigían de las inquilinas limpiar, coser y lavar ropa sin recibir por ello pago alguno, y en condiciones que empeoraban las que se pretendía reparar. Decenas de miles de mujeres sufrieron los métodos delictivos del catolicismo hasta mediados de los noventa. Y el gobierno irlandés acabó pidiendo perdón a principios de la década siguiente. Centrada en uno de esos episodios sucedidos en un pueblo irlandés, la película describe el silencio corrompido de una sociedad que escucha las campanas de la iglesia para acallar gritos de auxilio.

En el entierro que aparece en uno de los primeros capítulos de Ulises se dice que un hombre podría vivir aislado toda su vida pero habrá de conseguir a alguien que le eche tierra después de muerto, aunque él pudiera cavar su propia sepultura. “La casa de un irlandés es su ataúd. Para protegerlo durante el tiempo que sea posible aun en la tierra.”

Un pub acaba reuniendo todos esos estratos, los del ruido y los del silencio. Quizá porque es donde se grita lo que no se pronunciaría en voz baja fuera de él. Tan fácil es entonces decir como escuchar, y por lo tanto sus consecuencias han de ser gestionadas con la misma transigencia. Solo que las precauciones son inútiles dado que el griterío unifica ya ambas cosas hasta que son la misma. Escribe Javier Reverte que cuando en la Irlanda rural alguien tiene un problema irresoluble -una deuda de juego impagable, una mujer a la que dejar por otra- finge un suicidio, acordado -en ese mismo pub u otro similar- con un médico, un juez, un enterrador y alguien que trabaje en una funeraria. El resucitado se muda a otro condado y acaso participa de parecidos complots, esta vez como cómplice. De abrirse muchas tumbas, veríamos troncos de árbol -dice, rodeado de mujeres solas que acaso acudieran no hace tanto a un entierro. 

sábado, 15 de junio de 2024

Los viajes del catolicismo


Las proposiciones sobre el alivio de la pobreza endémica de los campesinos irlandeses en el siglo XVIII debían resignarse a la modestia para ser esgrimidas, y a eso debía referirse Jonathan Swift cuando en 1729 vio publicada Una modesta propuesta, en la que sugería que la forma de acabar con la miseria de los niños irlandeses, criados a merced del hambre y la pobreza, era enviarlos a los terratenientes británicos a fin de que se los comieran. Su novela Los viajes de Gulliver había sido publicada tres años antes y quien dudara de si la peripecia del que es gigante un día y enano otra era una sátira sobre el poder de los imperios tampoco debió esforzarse mucho por ahondar en el significado de lo que Swift proponía como ensayo. 

Quizá porque ambos -autor y público acomodado- bastante tenían con saber que la humildad del título era un ataque mordaz ante la escasísima modestia del hambre de los ricos propietarios de tierras -protestantes, es decir, británicos- que devoraban, generación tras generación, las posibilidades de todo niño irlandés de llevar una vida digna. Menos aún de llevarla en suelo propio: cuando Swift escribió su sátira apenas uno de cada diez cultivos tenía como dueño a familias irlandesas, que en aquel entonces significaba, señalando el camino de su marginación, al mismo tiempo católicas.

Como haría siglos después Beckett, Swift, más sabio, había elegido lo mejor de ambos mundos: ser irlandés y protestante. Si la religión de la Reforma hubiera penetrado en la isla por sus propios medios, y no ligada a la tiranía del gobierno británico que viajaba sujeto a ella, el catolicismo dudosamente tendría hoy arraigo en Irlanda. Los postulados luteranos de la iglesia anglicana, que negaban la autoridad de un papa que dirigía un cristianismo de oropeles, riquezas obscenas y manierismos que equiparaban el poder del cristianismo al de una monarquía permanente y todopoderosa, tenían, de hecho, mucho más que ver con la precariedad general de Irlanda que con el poderío económico de Inglaterra. El mensaje de rebeldía ante una iglesia que consolaba a los pobres desde la más indigna ostentación lo tenía todo a favor para ser escuchado especialmente entre la población irlandesa, marginada, empobrecida y humillada. 

Pero era la religión de los invasores. El protestantismo no tenía ninguna opción aunque las mereciera todas. En la lucha de sistemas contaminados ganó el que antes había llegado. Eso a pesar de que, históricamente amparado su poder en la alianza con monarquías, el catolicismo irlandés rechazaba los pies de una religión mientras conservaba su cabeza. O al revés. La independencia ganada finalmente en las primeras décadas del siglo XX consagró una república fervientemente católica, algo que en Europa solo la une a Polonia, hoy uno de los países europeos más enfermos de ideología reaccionaria. 

Curiosamente, de entre todas las construcciones sociales que criticó sin piedad Swift en Los viajes de Gulliver, la religión es una de los pocas, poquísimas, que apenas tiene cabida allí donde le llevan sus naufragios. Quizá porque la ausencia de ésta en sus fabulaciones ayudaba a calibrar mejor, más verosímilmente, lo que, a merced de la religión, constituía la Inglaterra que él conociera: “se quedó atónito con el extracto histórico que elaboré de nuestros héroes nacionales. Le parecían un cúmulo de conspiraciones, rebeliones, asesinatos, matanzas, revoluciones y destierros, con efectos mucho peores que los que pudieran crear la avaricia, la parcialidad, la hipocresía, la crueldad, la ira, la locura, el odio, la envidia, la codicia, el rencor y la ambición”. Cuando su interlocutor ha de resumir qué clase de vida sugiere la que predomina en Inglaterra, éste agradece a Gulliver por demostrar que “la ignorancia, la pereza y la inmoralidad” son todo aquello que necesita un legislador. Cómo “las leyes las explican, interpretan y aplican aquellos cuyos intereses y aptitudes están enfocadas a tergiversarlas, confundirlas e ignorarlas”. La mayoría de tus conciudadanos -resume- “conforman la más sombría raza de alimañas repugnantes que la naturaleza haya consentido que se arrastre por el mundo”.

Escrito mucho antes, a finales del XVII, El cuento de un tonel es un relato satírico que representa las tres religiones salidas del cristianismo mayoritario -católicos, anglicanos y calvinistas- bajo la forma de tres hermanos que heredan un traje respectivo al morir su padre. Sus nombres explícitos -Pedro, Martín y Juan- empiezan su singladura acompañados, sin embargo, de un enigma dejado por Swift: en el testamento del padre se dice que las prendas “crecerán acompasado a vuestros cuerpos, estirándose y ensanchando”. 

Tras sugerirles cohabitar bajo un mismo techo, a su muerte es Pedro quien impone su voluntad de forma tiránica, monopolizando recursos y castigando a quien no le obedece. En un momento de la sátira formidable, obliga a sus hermanos a tomar como cordero lo que no es sino pan. “Pedro construyó una cabina para el cuchicheo (el confesionario) para alivio de aquejados de cólicos, amantes felices o desesperados, alcahuetas, parásitos, bufones… todos los amenazados de estallar por exceso de ventorrera”. Añadió que al otro lado de la celdilla se hallaba una cabeza de asno a la que hablar. Era al cabo de un tiempo que esas orejas proporcionaban al que se confesaba“un alivio instantáneo, con la forma de un regüeldo, expiración o expectoración”. Llamó a Pedro el inventor del “espectáculo de marionetas y teatrillos de feria”. También de la “salmuera universal” (agua bendita)… una salsa que convenía a las casas, los jardines, las ciudades, los hombres y los animales de labranza… cada vez que un bribón era condenado a la horca, Pedro le ofrecía su perdón a cambio de una suma de dinero… se había hecho inmensamente rico, pero su cerebro había quedado trastornado, y dio en llamarse a sí mismo Dios todopoderoso”. Parte de ese dinero fue empleado entonces, tras exigir el celibato, en hacer traer prostitutas a su casa. 

Adoptado él mismo, enajenado, aislado y vigilado durante sus últimos años, la llegada al mundo de Swift y su salida recuerdan al país en que nació y del que saliera para buscar fortuna en Inglaterra, donde fue ordenado ministro protestante en 1694. Irlanda era entonces un virreinato británico. Y no el más valioso a ojos de sus gobernantes. La crítica a la colonización que volcó en Los viajes de Gulliver no solo abarcaba a los irlandeses. Las trece colonias británicas establecidas en Norteamérica veían multiplicar sus colonos sobre terrenos y derechos que pertenecieran hasta entonces a los indígenas allí establecidos. 

Enterrado en la catedral anglicana de San Patricio, en el mismo centro de Dublín, las reliquias civiles que saturan cada metro de muro -banderas ajadas, memoriales británicos de caídos en combate, estatuas de gobernantes y tumbas ancestrales- son también el relato de viajes cruentos y del sacrificio de tantos. La máscara mortuoria de Swift aparece entre ellas, no como escritor, sino como Deán de ese mismo templo, junto al púlpito en que predicara. Como si los logros por los que se le visita -estrictamente literarios- hubieran sido reducidos al epitafio que él mismo escribió.

La leyenda que acompaña la Calzada de los gigantes, en un punto costero del norte de Irlanda, -formaciones rocosas hexagonales que recuerdan a piezas de ruleta con las que jugarse el país- parece salida de su imaginación: un camino de piedras que un gigante irlandés construyó para conquistar Escocia. Pero al llegar allí vio que su equivalente escocés era mayor que él y huyó. Éste le siguió hasta tierra irlandesa pero para entonces la mujer del gigante sensato le había hecho meter en una cuna y cuando el invasor llegó a casa y contempló semejante bebé, dedujo que su padre debía ser un coloso sin rival. Huyó entonces a Escocia, destruyendo la calzada para que no pudiesen seguirle. Sus alrededores huelen, de hecho, a lo que podrían ser excrementos del gigante asustado. 

Swift, que albergaba dentro todos las penurias y anhelos imposibles de Gulliver, su exilio sin fin, y los infiernos humanos que aborrecía tanto como los hallaba por doquier, es un día interminable, glorioso y tortuoso, en la vida de la literatura irlandesa. El Ulises irlandés del siglo XVIII. 

viernes, 14 de junio de 2024

Hablando al espejo


Como si fuera hija de muchas de sus carreteras -angostas, malas, sospechosas siempre- y no de sus paisajes asombrosos, la mirada de Samuel Beckett sobre la naturaleza humana recuerda la de la espada del arcángel Gabriel al ir agostando el paraíso mientras lo recorre durante la expulsión de Adán y Eva. Solo que para eso la juventud de Beckett, como la de Joyce o la de Heaney, tendría que haber sido un paraíso y no el infierno del rencor hacia la ocupación británica que marcara la infancia del padre de Joyce, que sobrevivió a las hambrunas devastadoras de mitad de siglo, o la guerra civil que Beckett vivió en su juventud, convertida ya en trincheras permanentes en la Irlanda del Norte en que creció Heaney a mitad del siglo XX.

Joyce y Beckett, que nacieron y vivieron en Dublín, y además eligieron el exilio, dejaron relatos de la dureza y la incomunicación urbana. Otros que nunca abandonaron Irlanda, como Heaney o Yeats, crecieron en entornos rurales en los que además vivieron la mayor parte de su vida. Y quizá por ello alumbraron versos que abrazaban la desesperanza como si también ésta fuera una mueca de la belleza de la vida. 

De todos ellos, solo Beckett y Heaney conocieron el horror de la Segunda Guerra Mundial, aunque el segundo era un niño entonces. El primero tuvo tiempo de tener miedo por ambos: fue miembro de los Cuerpos de Operaciones especiales británicos en París, trabajó con un grupo de la resistencia en el sur de Francia, huyó de la Gestapo y vivió escondido hasta el fin del conflicto. A la espera tensa que masticaran todos respecto al conflicto sin fin entre católicos republicanos y protestantes de arraigo y fidelidad británica, añadió Beckett la del existencialismo salido de la devastación bélica, en la que el hombre había sido reducido a la nada y exterminado por millones en la más pura indecencia normalizada. 

Otros iban a seguir esa vía al mismo tiempo -Ionesco en Italia, Bernhardt en Austria, Pinter en Gran Bretaña. Sumados a Beckett, conforman las capitales expresivas de lo que se daría en llamar el teatro del absurdo, un formato en el que nadie habla realmente para quien le escucha, bien sea porque lo que se dice no termina de ser para él o ellos, o porque la parálisis que les atenaza es tal que el lenguaje no sirve para avanzar y sí para añadir cemento a sus pies. 

Bernhardt, nacido en el país de los culpables, llenó sus obras de una crueldad que luego Pinter transformaría en el aislamiento y la incomunicación de las clases medias urbanas británicas. Nadie que busque algo de todo ello en el rostro de ambos lo encontrará. Beckett también es una excepción en eso. Endurecido, aprisionado en un rostro enjuto, que más pareciera agrietado que arrugado, su gesto y su mirada parecen salidos de su teatro, como si estuvieran hechos de la misma carne. Los rasgos de su escritura imitan, de hecho, menos a las exigencias de la oralidad que al flujo mental -redundante, caótico, como un recuento de posibilidades que decir o no. Pero eso está también en cualquiera de los otros dramaturgos del existencialismo. Si Beckett representa su cumbre es porque en sus obras se tiene la sensación de que todo lo que se dice importa, realmente importa, aunque solo sea a quien lo pronuncia, y aunque no siempre parezca que éste lo entiende. Y, simultáneamente, porque muchas veces uno percibe que algo acaba tras cada frase, algo que ya no volverá, o no como era antes de ser pensado.

Escrita dieciséis años después de Esperando a Godot, Los que caen (1956), creada para radio, alberga la misma espera sin respuesta ni objetivo. Ni lenguaje que sirva de ayuda. “Solo utilizo las palabras más corrientes, espero, -dice su protagonista, una mujer mayor encerrada entre todo tipo de parálisis- y sin embargo a ratos encuentro mi forma de hablar muy extraña”. El malestar de lo no logrado, de lo no sentido, de lo perdido es para ella, y acaso para el resto de personajes con los que se cruza la mañana que se dirige al tren a esperar a su marido, una forma de muerte antes de la muerte, que su marido resumirá luego en la lista cotidiana de rutinas, “horrores de la vida hogareña… y una vida laboral enterrado en vida!... ni siquiera una muerte con todos los certificados en regla se puede comparar con esto”.

Como también haría Bernhardt en sus novelas, la depuración formal de la escritura de Beckett pasó de no necesitar realmente a quienes se dirigen sus personajes, a eliminar las pausas entre frases, como si un único magma continuo fuera, ya del todo, el flujo mental que sustituía al diálogo, la sola voz que les quedaba a quienes fueran silenciados durante las dos guerras mundiales que él vivió. “Nacer fue su perdición” -es la primera de las líneas del párrafo ininterrumpido de cuatro páginas, que la ausencia de un sujeto claro permite leer también como una acotación que no dejara espacio a los personajes. Porque, como sucedía desde hacía décadas, no se les esperaba. 

Beckett habría tenido más difícil escribir como lo hizo de haber permanecido en su país, donde la vida en los pubs, entre música en directo y más cerveza de la que un hígado puede resistir, dista mucho del ensimismamiento, la frase sin nadie que la escuche, o la soledad y el aislamiento. A diferencia de Joyce, en sus personajes es difícil reconocer a alguien como irlandés. 

Si Joyce, a quien frecuentó, era lo más irlandés que se podía ser en París –“épico, heroico en sus logros”- en las primeras décadas del siglo XX, entonces Beckett no tenía opción. Mucho después diría de aquellos días haber descubierto que Joyce “había ido todo lo lejos que alguien puede ir si el objetivo era saber más, en el control de su propio material. Siempre estaba añadiendo”. Beckett tomó el camino contrario: “empobrecer, la falta de conocimiento, quitar más que en añadir”. Definió a Joyce como un sintetizador, “alguien que quería ponerlo todo, el todo de la cultura humana en uno o dos libros”. Él, por el contrario, era un analizador, suprimía todo lo accidental. 

Es difícil saber si abandonó las clases de literatura en Trinity College, en Dublín, porque la tarea le parecía demasiado fácil o difícil -“tantas desdichas estúpidas, como si jamás hubiesen sucedido”. Algunos alumnos le recordaban como un profesor brillante y otros como aburrido. Él mismo dijo haber llegado a la escritura solo cuando advirtió que “simplemente no podía enseñar”. A raíz de lo que iba a escribir después, de todos esos personajes tratando desesperadamente de no decir, de no hacerse entender, quizá le resultaba imposible un trabajo en el que estaba obligado a lo contrario.