A principios del siglo XX, antes de que el descrédito de la función pública allanara el camino a la política a los carentes de moral, sensatez o inteligencia, aún era posible compatibilizar el ejercicio de la ficción literaria -y la fama que ella podía acarrear- con el empleo de esa voz al servicio de causas sociales más urgentes y de mayor recorrido que una novela o una obra de teatro. El británico H.G. Wells alternó la creación de fábulas proyectadas hacia delante con la defensa pública de reivindicaciones a favor de quienes llevaban siglos quedándose atrás.
También lo hizo el irlandés Bernard Shaw. El socialismo que ambos defendieron a través de la Sociedad Fabiana se encarnó inicialmente en la obra de Wells en tramas que escindían a la humanidad en explotadores y explotados -literalmente consumidos por los primeros-, o unificaban a hombres y animales en una bisagra sombría que aunaba lo peor de ambos. Escritas ambas en 1895, La máquina del tiempo y La isla del dr. Moreau esperaron apenas cinco años a que Shaw viera estrenar Hombre y superhombre (1901).
En vida de uno y otro los derechos del trabajador fueron defendidos con no menos esfuerzo del empeñado en defender los derechos de sus lectores y del público que acudía al teatro. Años más tarde, cuando el alzamiento irlandés contra el mandato británico hizo pensar a muchos si las prioridades no debían ser entonces luchar unificados contra Alemania en la Primera Guerra Mundial, los trabajadores irlandeses -y los británicos- debieron pensar que una guerra solo interrumpía otra.
Lo mismo podía decirse a esas alturas de las que libraba Shaw allí donde acudía a hablar en defensa del movimiento fabiano. Orador de rarísima brillantez y elocuencia, habrá pocos dramaturgos en la historia que hayan pasado tanto tiempo en un escenario -una plaza, unas escaleras, un salón de actos, un parque o subido a un coche- como los personajes de sus obras. Su perseverancia magnífica a la hora de luchar por la igualdad de derechos, un salario digno y la propiedad estatal de los medios de producción son anteriores a los crímenes del comunismo de estado soviético, y por eso hay una pureza esencial en lo que alguien como él -un hombre al que su carrera literaria dotara de fortuna y una vida acomodada- podía defender públicamente en Gran Bretaña a principios de siglo, sin que su obra se viera contaminada -perjudicada- por la lucha social que defendía.
Incluso si la brillantez lógica de sus respuestas era a veces más literaria que práctica. Afrontada la asunción clásica de que la desigualdad de tareas ha de conllevar desigualdad de retribución, Shaw sugería que eran los trabajos que nadie quería hacer los que deberían estar mejor pagados, y no los que cualquiera hubiera aceptado. Al hablar de la precariedad salarial generalizada entre los trabajadores, escribió que en sus comienzos laborales en una agencia inmobiliaria su padre había de cubrir la diferencia entre lo que cobraba y lo que le costaba su subsistencia. Su lucidísima conclusión –“mi jefe explotaba a mi padre”- no solo aúna, al duplicarla, la indefensión del trabajador, también la proyecta en el tiempo, hacia atrás.
Shaw abandonó Irlanda con veinte años y no regresó hasta pasadas más de tres décadas. Una vez en Londres, con el tiempo recordaría la sensación de sentirse, en tanto que irlandés, el más extranjero de todos. En busca de aceptación o tolerancia, no logró ninguna de ellas. Habiéndosele encargado unos versos para acompañar unos grabados antiguos, envío una parodia de lo solicitado y para su sorpresa le fue pagado. Adjuntó entonces, como agradecimiento, un verso serio, que fue entonces tomado como agravio, lo que terminó con los encargos. En nueve años dijo haber ganado apenas seis libras esterlinas.
Su instinto socialista, el impulso de luchar por los derechos de otros, pudo haber vivido aún con menos. De haber nacido unos años antes acaso no habría sobrevivido a la gran hambruna de mediados del XIX. Una vez en el XX, conoció dos guerras mundiales. La mortandad que en un siglo le permitió nacer a tiempo también le concedió vivir casi cien años y ver cómo el hombre mejoraba el trabajo que la muerte era capaz de hacer. Ateo ya de niño, Shaw minusvaloró de adulto el valor del domador de leones dado que éste estaba, una vez en la jaula, a salvo de otros hombres. “Un león bien alimentado es menos peligroso. Carece de ideales, no pertenece a partido, religión o clase. No tiene motivo alguno para destruir aquello que no quiere comer” -escribió. Protestante por automatismo social como sus ancestros, definió la pequeña burguesía no católica irlandesa de finales del XIX como la más irreligiosa del mundo. El protestantismo “no era entonces una religión, sino un partido en una facción política, un prejuicio de clase, la convicción de que los católicos romanos son personas socialmente inferiores que irán al infierno al morir”.
Shaw no era el primero que llamaba comedia a la forma en que la religión divide el mundo. Y tampoco el que empezaba a saberlo arrancando su camino por el infierno. Seiscientos años desde que Dante nombrara así los senderos de la fe, Shaw denominó comedia al “espectáculo de un desolado grupo de mercaderes protestantes en un país católico, dirigidos por una pequeña plutocracia de corredores de seguros, médicos, agentes de tierras y ese sector camuflado de la burguesía terrateniente demasiado abrumada por las hipotecas como para huir a Londres, que juega a conformar una Corte y una aristocracia, regidas por un exiliado virreinal”. Llamó ficciones al esfuerzo continuado que simulaba una posición social y unas rentas que no existían. Todas las realidades de la vida -escribió- eran sacrificadas a esas apariencias de las que participaba el público tanto como los actores. El don de Shaw para la dramaturgia, considerado el segundo en lengua inglesa, solo tras Shakespeare, probablemente fue aprendido al advertir alrededor tanto teatro abyecto.
“Si no fuera por la imaginación, el encanto de la música y los mares hermosos, por las puestas de sol y nuestra natural bondad y mansedumbre, es imposible decir en qué cínica barbarie hubiéramos crecido” -escribió acerca de su infancia en Irlanda. Pianista más esforzado que solvente, Shaw llegó a suplir a la mitad ausente de la orquesta en una función londinense de Il Trovatore. Antes, se le había revelado “la religión de su país en su genio musical y su irreligión en sus iglesias y salones”.
Esbozar su fecunda inteligencia viaja hacia atrás -alguien observó que el Inocencio de Velázquez era un excelente retrato suyo- y hacia delante: la también irlandesa Iris Murdoch, que vivió treinta años en el mismo mundo que Shaw, escribió en El mar, la mar (2019) la peripecia de un dramaturgo de fama, ya retirado, que halla su inspiración al nacer, como Shakespeare, en Stratford upon Avon, y que, como Shaw, nada a diario. Algo que también declara hacer uno de los primeros personajes de Dublineses. Y que otro irlandés -John Banville- dice haber hecho por última vez al principio de su novela El mar.
Los anacronismos propios de su tiempo -la atracción por las promesas del comunismo antes de conocer sus crímenes- no lo eran en soledad: en 1919 los nacionalistas irlandeses habían enviado un delegado al nuevo gobierno ruso, comunista y explícitamente anticatólico, para pedir el reconocimiento de Irlanda como “Estado hermano”. El argumento era la alianza a través de su enemigo: Gran Bretaña apoyaba a los opositores del nuevo gobierno ruso.
No cuesta ver a Shaw como perfectamente opuesto a la forma más frecuente de ser hoy irlandés: no solo se casó tarde y renunció a tener hijos. Además de hacer deporte a diario no fumaba ni bebía. Como Shelley, a quien admiraba, era socialista, ateo y vegetariano. Autodeclarado “un cobarde hasta que Marx me hizo comunista y me dio una fe”, Shaw, como Swift, Wilde o Beckett, pertenecía a la estirpe valiente de los hombres demasiado complejos e inclasificables como para ser solo irlandés.
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