Las proposiciones sobre el alivio de la pobreza endémica de los campesinos irlandeses en el siglo XVIII debían resignarse a la modestia para ser esgrimidas, y a eso debía referirse Jonathan Swift cuando en 1729 vio publicada Una modesta propuesta, en la que sugería que la forma de acabar con la miseria de los niños irlandeses, criados a merced del hambre y la pobreza, era enviarlos a los terratenientes británicos a fin de que se los comieran. Su novela Los viajes de Gulliver había sido publicada tres años antes y quien dudara de si la peripecia del que es gigante un día y enano otra era una sátira sobre el poder de los imperios tampoco debió esforzarse mucho por ahondar en el significado de lo que Swift proponía como ensayo.
Quizá porque ambos -autor y público acomodado- bastante tenían con saber que la humildad del título era un ataque mordaz ante la escasísima modestia del hambre de los ricos propietarios de tierras -protestantes, es decir, británicos- que devoraban, generación tras generación, las posibilidades de todo niño irlandés de llevar una vida digna. Menos aún de llevarla en suelo propio: cuando Swift escribió su sátira apenas uno de cada diez cultivos tenía como dueño a familias irlandesas, que en aquel entonces significaba, señalando el camino de su marginación, al mismo tiempo católicas.
Como haría siglos después Beckett, Swift, más sabio, había elegido lo mejor de ambos mundos: ser irlandés y protestante. Si la religión de la Reforma hubiera penetrado en la isla por sus propios medios, y no ligada a la tiranía del gobierno británico que viajaba sujeto a ella, el catolicismo dudosamente tendría hoy arraigo en Irlanda. Los postulados luteranos de la iglesia anglicana, que negaban la autoridad de un papa que dirigía un cristianismo de oropeles, riquezas obscenas y manierismos que equiparaban el poder del cristianismo al de una monarquía permanente y todopoderosa, tenían, de hecho, mucho más que ver con la precariedad general de Irlanda que con el poderío económico de Inglaterra. El mensaje de rebeldía ante una iglesia que consolaba a los pobres desde la más indigna ostentación lo tenía todo a favor para ser escuchado especialmente entre la población irlandesa, marginada, empobrecida y humillada.
Pero era la religión de los invasores. El protestantismo no tenía ninguna opción aunque las mereciera todas. En la lucha de sistemas contaminados ganó el que antes había llegado. Eso a pesar de que, históricamente amparado su poder en la alianza con monarquías, el catolicismo irlandés rechazaba los pies de una religión mientras conservaba su cabeza. O al revés. La independencia ganada finalmente en las primeras décadas del siglo XX consagró una república fervientemente católica, algo que en Europa solo la une a Polonia, hoy uno de los países europeos más enfermos de ideología reaccionaria.
Curiosamente, de entre todas las construcciones sociales que criticó sin piedad Swift en Los viajes de Gulliver, la religión es una de los pocas, poquísimas, que apenas tiene cabida allí donde le llevan sus naufragios. Quizá porque la ausencia de ésta en sus fabulaciones ayudaba a calibrar mejor, más verosímilmente, lo que, a merced de la religión, constituía la Inglaterra que él conociera: “se quedó atónito con el extracto histórico que elaboré de nuestros héroes nacionales. Le parecían un cúmulo de conspiraciones, rebeliones, asesinatos, matanzas, revoluciones y destierros, con efectos mucho peores que los que pudieran crear la avaricia, la parcialidad, la hipocresía, la crueldad, la ira, la locura, el odio, la envidia, la codicia, el rencor y la ambición”. Cuando su interlocutor ha de resumir qué clase de vida sugiere la que predomina en Inglaterra, éste agradece a Gulliver por demostrar que “la ignorancia, la pereza y la inmoralidad” son todo aquello que necesita un legislador. Cómo “las leyes las explican, interpretan y aplican aquellos cuyos intereses y aptitudes están enfocadas a tergiversarlas, confundirlas e ignorarlas”. La mayoría de tus conciudadanos -resume- “conforman la más sombría raza de alimañas repugnantes que la naturaleza haya consentido que se arrastre por el mundo”.
Escrito mucho antes, a finales del XVII, El cuento de un tonel es un relato satírico que representa las tres religiones salidas del cristianismo mayoritario -católicos, anglicanos y calvinistas- bajo la forma de tres hermanos que heredan un traje respectivo al morir su padre. Sus nombres explícitos -Pedro, Martín y Juan- empiezan su singladura acompañados, sin embargo, de un enigma dejado por Swift: en el testamento del padre se dice que las prendas “crecerán acompasado a vuestros cuerpos, estirándose y ensanchando”.
Tras sugerirles cohabitar bajo un mismo techo, a su muerte es Pedro quien impone su voluntad de forma tiránica, monopolizando recursos y castigando a quien no le obedece. En un momento de la sátira formidable, obliga a sus hermanos a tomar como cordero lo que no es sino pan. “Pedro construyó una cabina para el cuchicheo (el confesionario) para alivio de aquejados de cólicos, amantes felices o desesperados, alcahuetas, parásitos, bufones… todos los amenazados de estallar por exceso de ventorrera”. Añadió que al otro lado de la celdilla se hallaba una cabeza de asno a la que hablar. Era al cabo de un tiempo que esas orejas proporcionaban al que se confesaba“un alivio instantáneo, con la forma de un regüeldo, expiración o expectoración”. Llamó a Pedro el inventor del “espectáculo de marionetas y teatrillos de feria”. También de la “salmuera universal” (agua bendita)… una salsa que convenía a las casas, los jardines, las ciudades, los hombres y los animales de labranza… cada vez que un bribón era condenado a la horca, Pedro le ofrecía su perdón a cambio de una suma de dinero… se había hecho inmensamente rico, pero su cerebro había quedado trastornado, y dio en llamarse a sí mismo Dios todopoderoso”. Parte de ese dinero fue empleado entonces, tras exigir el celibato, en hacer traer prostitutas a su casa.
Adoptado él mismo, enajenado, aislado y vigilado durante sus últimos años, la llegada al mundo de Swift y su salida recuerdan al país en que nació y del que saliera para buscar fortuna en Inglaterra, donde fue ordenado ministro protestante en 1694. Irlanda era entonces un virreinato británico. Y no el más valioso a ojos de sus gobernantes. La crítica a la colonización que volcó en Los viajes de Gulliver no solo abarcaba a los irlandeses. Las trece colonias británicas establecidas en Norteamérica veían multiplicar sus colonos sobre terrenos y derechos que pertenecieran hasta entonces a los indígenas allí establecidos.
Enterrado en la catedral anglicana de San Patricio, en el mismo centro de Dublín, las reliquias civiles que saturan cada metro de muro -banderas ajadas, memoriales británicos de caídos en combate, estatuas de gobernantes y tumbas ancestrales- son también el relato de viajes cruentos y del sacrificio de tantos. La máscara mortuoria de Swift aparece entre ellas, no como escritor, sino como Deán de ese mismo templo, junto al púlpito en que predicara. Como si los logros por los que se le visita -estrictamente literarios- hubieran sido reducidos al epitafio que él mismo escribió.
La leyenda que acompaña la Calzada de los gigantes, en un punto costero del norte de Irlanda, -formaciones rocosas hexagonales que recuerdan a piezas de ruleta con las que jugarse el país- parece salida de su imaginación: un camino de piedras que un gigante irlandés construyó para conquistar Escocia. Pero al llegar allí vio que su equivalente escocés era mayor que él y huyó. Éste le siguió hasta tierra irlandesa pero para entonces la mujer del gigante sensato le había hecho meter en una cuna y cuando el invasor llegó a casa y contempló semejante bebé, dedujo que su padre debía ser un coloso sin rival. Huyó entonces a Escocia, destruyendo la calzada para que no pudiesen seguirle. Sus alrededores huelen, de hecho, a lo que podrían ser excrementos del gigante asustado.
Swift, que albergaba dentro todos las penurias y anhelos imposibles de Gulliver, su exilio sin fin, y los infiernos humanos que aborrecía tanto como los hallaba por doquier, es un día interminable, glorioso y tortuoso, en la vida de la literatura irlandesa. El Ulises irlandés del siglo XVIII.
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