Como si fuera hija de muchas de sus carreteras -angostas, malas, sospechosas siempre- y no de sus paisajes asombrosos, la mirada de Samuel Beckett sobre la naturaleza humana recuerda la de la espada del arcángel Gabriel al ir agostando el paraíso mientras lo recorre durante la expulsión de Adán y Eva. Solo que para eso la juventud de Beckett, como la de Joyce o la de Heaney, tendría que haber sido un paraíso y no el infierno del rencor hacia la ocupación británica que marcara la infancia del padre de Joyce, que sobrevivió a las hambrunas devastadoras de mitad de siglo, o la guerra civil que Beckett vivió en su juventud, convertida ya en trincheras permanentes en la Irlanda del Norte en que creció Heaney a mitad del siglo XX.
Joyce y Beckett, que nacieron y vivieron en Dublín, y además eligieron el exilio, dejaron relatos de la dureza y la incomunicación urbana. Otros que nunca abandonaron Irlanda, como Heaney o Yeats, crecieron en entornos rurales en los que además vivieron la mayor parte de su vida. Y quizá por ello alumbraron versos que abrazaban la desesperanza como si también ésta fuera una mueca de la belleza de la vida.
De todos ellos, solo Beckett y Heaney conocieron el horror de la Segunda Guerra Mundial, aunque el segundo era un niño entonces. El primero tuvo tiempo de tener miedo por ambos: fue miembro de los Cuerpos de Operaciones especiales británicos en París, trabajó con un grupo de la resistencia en el sur de Francia, huyó de la Gestapo y vivió escondido hasta el fin del conflicto. A la espera tensa que masticaran todos respecto al conflicto sin fin entre católicos republicanos y protestantes de arraigo y fidelidad británica, añadió Beckett la del existencialismo salido de la devastación bélica, en la que el hombre había sido reducido a la nada y exterminado por millones en la más pura indecencia normalizada.
Otros iban a seguir esa vía al mismo tiempo -Ionesco en Italia, Bernhardt en Austria, Pinter en Gran Bretaña. Sumados a Beckett, conforman las capitales expresivas de lo que se daría en llamar el teatro del absurdo, un formato en el que nadie habla realmente para quien le escucha, bien sea porque lo que se dice no termina de ser para él o ellos, o porque la parálisis que les atenaza es tal que el lenguaje no sirve para avanzar y sí para añadir cemento a sus pies.
Bernhardt, nacido en el país de los culpables, llenó sus obras de una crueldad que luego Pinter transformaría en el aislamiento y la incomunicación de las clases medias urbanas británicas. Nadie que busque algo de todo ello en el rostro de ambos lo encontrará. Beckett también es una excepción en eso. Endurecido, aprisionado en un rostro enjuto, que más pareciera agrietado que arrugado, su gesto y su mirada parecen salidos de su teatro, como si estuvieran hechos de la misma carne. Los rasgos de su escritura imitan, de hecho, menos a las exigencias de la oralidad que al flujo mental -redundante, caótico, como un recuento de posibilidades que decir o no. Pero eso está también en cualquiera de los otros dramaturgos del existencialismo. Si Beckett representa su cumbre es porque en sus obras se tiene la sensación de que todo lo que se dice importa, realmente importa, aunque solo sea a quien lo pronuncia, y aunque no siempre parezca que éste lo entiende. Y, simultáneamente, porque muchas veces uno percibe que algo acaba tras cada frase, algo que ya no volverá, o no como era antes de ser pensado.
Escrita dieciséis años después de Esperando a Godot, Los que caen (1956), creada para radio, alberga la misma espera sin respuesta ni objetivo. Ni lenguaje que sirva de ayuda. “Solo utilizo las palabras más corrientes, espero, -dice su protagonista, una mujer mayor encerrada entre todo tipo de parálisis- y sin embargo a ratos encuentro mi forma de hablar muy extraña”. El malestar de lo no logrado, de lo no sentido, de lo perdido es para ella, y acaso para el resto de personajes con los que se cruza la mañana que se dirige al tren a esperar a su marido, una forma de muerte antes de la muerte, que su marido resumirá luego en la lista cotidiana de rutinas, “horrores de la vida hogareña… y una vida laboral enterrado en vida!... ni siquiera una muerte con todos los certificados en regla se puede comparar con esto”.
Como también haría Bernhardt en sus novelas, la depuración formal de la escritura de Beckett pasó de no necesitar realmente a quienes se dirigen sus personajes, a eliminar las pausas entre frases, como si un único magma continuo fuera, ya del todo, el flujo mental que sustituía al diálogo, la sola voz que les quedaba a quienes fueran silenciados durante las dos guerras mundiales que él vivió. “Nacer fue su perdición” -es la primera de las líneas del párrafo ininterrumpido de cuatro páginas, que la ausencia de un sujeto claro permite leer también como una acotación que no dejara espacio a los personajes. Porque, como sucedía desde hacía décadas, no se les esperaba.
Beckett habría tenido más difícil escribir como lo hizo de haber permanecido en su país, donde la vida en los pubs, entre música en directo y más cerveza de la que un hígado puede resistir, dista mucho del ensimismamiento, la frase sin nadie que la escuche, o la soledad y el aislamiento. A diferencia de Joyce, en sus personajes es difícil reconocer a alguien como irlandés.
Si Joyce, a quien frecuentó, era lo más irlandés que se podía ser en París –“épico, heroico en sus logros”- en las primeras décadas del siglo XX, entonces Beckett no tenía opción. Mucho después diría de aquellos días haber descubierto que Joyce “había ido todo lo lejos que alguien puede ir si el objetivo era saber más, en el control de su propio material. Siempre estaba añadiendo”. Beckett tomó el camino contrario: “empobrecer, la falta de conocimiento, quitar más que en añadir”. Definió a Joyce como un sintetizador, “alguien que quería ponerlo todo, el todo de la cultura humana en uno o dos libros”. Él, por el contrario, era un analizador, suprimía todo lo accidental.
Es difícil saber si abandonó las clases de literatura en Trinity College, en Dublín, porque la tarea le parecía demasiado fácil o difícil -“tantas desdichas estúpidas, como si jamás hubiesen sucedido”. Algunos alumnos le recordaban como un profesor brillante y otros como aburrido. Él mismo dijo haber llegado a la escritura solo cuando advirtió que “simplemente no podía enseñar”. A raíz de lo que iba a escribir después, de todos esos personajes tratando desesperadamente de no decir, de no hacerse entender, quizá le resultaba imposible un trabajo en el que estaba obligado a lo contrario.
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