Forjado en un tiempo en que esos astilleros daban trabajo a más de 30.000 personas, los que asistían -¿doscientos?- a la botadura de un mercante en 1947 en la fotografía tomada por J.A. Hampton podrían llevar cincuenta años en ese muelle, cuando los barcos, en vez de zarpar de Belfast, llegaban a ella procedentes de Reino Unido y del resto de Irlanda para trabajar en la pujante industria del tabaco, el lino o los propios astilleros. O ser quienes, por millares, huyeron un siglo antes rumbo a cualquier lugar del mundo para morirse de otras causas que no fueran el hambre que de 1845 a 1850, contaminada la mayor parte del cultivo de la patata, vació Irlanda mientras llenaba sus cementerios. Más de cuatro millones, la mitad de la población de aquellos días, se alejaron de su tierra o se adentraron en ella para siempre.
Al año de comenzada la hambruna, cuando 9 de cada 10 patatas nacieron muertas, gran parte del grano y la carne vacuna producida en suelo irlandés salían del país en barcos como ese para alimentar los beneficios de los grandes terratenientes, muchos de los cuales ni siquiera vivían allí. Vencidos por la malnutrición, diarreas, cólera, disentería y tifus, niños y adultos agonizaban y morían mientras otros barcos, éstos llenos de toneladas de maíz, trigo y avena, no pasaban de las aduanas británicas para evitar que el precio del maíz se devaluara en exceso, no tanto como la vida de quienes se apiñaban en los muelles para intentar emigrar a América o Canadá. O a la vecina Inglaterra, lo que debía ser visto como una maldición para quien zarpaba y para quien acogía.
Los beneficios obscenos que los grandes terratenientes obtenían durante la crisis de la patata ofrecen hoy el más paradójico de los espejos: el estatus libre de impuestos con que Irlanda burla las condiciones fiscales pactadas dentro de la Unión Europea atrae hoy a esas mismas empresas a base de no cobrarles impuesto de sociedades. Un ejemplo intermedio sería el patán de El hombre tranquilo (Danaher): un terrateniente y un miserable que aúna la mezquindad y la arrogancia, sin dejar de ser irlandés y católico.
La llegada del protestantismo a la isla en el siglo XVI trajo consigo la confiscación de tierras, posteriormente pobladas con colonos escoceses y galeses. A finales del siglo XVII había leyes que prohibían adquirir tierras a quienes profesaran el catolicismo. El reino del terror impuesto por Oliver Cromwell en la segunda mitad de ese siglo pudo haber dejado en manos británicas o católicas la inmensa mayoría de suelo cultivable. A finales de ese siglo las llamadas leyes penales obligaban a un propietario católico a repartir sus tierras en partes iguales entre sus hijos, salvo si uno de ellos se adhería a la religión protestante, en cuyo caso pasaba a poseerlo todo. En la tercera década del siglo XVIII los católicos no podían concurrir a unas elecciones, ni como candidatos ni como votantes. A finales de ese siglo las tierras en manos de campesinos católicos no llegaban al 10%.
La escisión religiosa partió la isla como una placa tectónica que terminó de desgarrarse en 1921, cuando la independencia de Irlanda consagró la separación del gobierno británico que durante siglos expoliara y dejara morir a quienes no aceptaban hacerlo bajo el dios adecuado, y también la desconexión de ese fósil -la monarquía- que rige Gran Bretaña como una peste que ningún barco es capaz de llevarse.
Hay siempre un dios al que rezar y por el que cometer crímenes, y en el neoliberalismo es el dinero. Capaz de ser, al mismo tiempo, los astilleros en que se fabrica la desigualdad, la peste que crea las hambrunas, y las leyes que arrebatan tierras y derechos. Dirigida por el sueco Ruben Östlund, El triángulo de la tristeza (2022) emplea el hundimiento de un barco de lujo para crear una sátira feroz sobre el aislamiento que compran las élites y sobre los precios que exige la vida una vez que el sistema que les garantiza sus privilegios naufraga donde no pueden ser recuperados.
En el mismo lugar en que durante años infernales se congregaban cientos de miles de personas para huir en busca de una pobreza más digna y un hambre más llevadera reluce hoy el museo del Titanic en Belfast, un arca del turismo popular donde olvidar que el protestantismo y el catolicismo son mares sombríos que, como el capitalismo o el colonialismo, en cuanto puedan harán contigo lo mismo. Quienes eligen caminar hacia el fondo del espigón lo hacen sobre la extensión inmensa que en su día acogió el espacio en que se montaban en paralelo los dos transatlánticos más grandes de su era -el Titanic y su gemelo el Olympic. La silueta del primero, marcada en tierra por railes, se recorre como si se pisara una lápida interminable. Sería aún más evidente si en el terreno contiguo, donde se ensamblaba el segundo de los navíos, esa misma superficie permitiera identificar, de entre los 3.300 pasajeros y tripulantes, quienes se salvaron y quiénes no. O qué tamaño debía haber tenido el Titanic de albergar solo a aquellos para los que había sitio en los botes. La lista de víctimas está dentro y no fuera de su perímetro. Entre ellos hay un Melville.
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